Por Guy Sorman (ABC, 16/01/09):
La Obamamanía, de la forma en que se ha adueñado de Europa, vuelve aleatoria una evaluación serena del balance de George Bush y de la verdadera situación de Estados Unidos. En circunstancias así, ya no se sabe si todavía está permitido pensar por uno mismo o si es obligatorio pensar como todo el mundo. Si seguimos el camino de la opinión mayoritaria - de tendencia totalitaria en los medios de comunicación- habría que creer obligatoriamente que Bush deja tras sí un Estados Unidos hecho trizas y que correspondería a su sucesor reconstruirlo haciendo tabla rasa: un Obama mesías. Esta visión apocalíptica es, como mínimo, falsa a medias: aún hay que evaluar desapasionadamente la presidencia de Bush, algo que llevará tiempo, el tiempo necesario, a los historiadores. Recordemos que Ronald Reagan, a quien los europeos percibían como un idiota y un belicista, se considera en la actualidad un destacado hombre de Estado. Intentemos pues anticiparnos a los historiadores señalando de antemano que Estados Unidos no está en ruinas.
Empecemos por la seguridad del territorio estadounidense que, desde el 11 de septiembre de 2001, ha sido la prioridad de George Bush. Nos encontramos con que, desde hace siete años, no se ha cometido ningún atentado más en Estados Unidos. Y, sin ninguna duda, no han faltado intentos: ¿es la acción de George Bush ajena a esta inmunidad? Evidentemente, un atentado más se le habría imputado a él. Obama, por lo tanto, hereda un país más seguro de lo que era antes del 11 de septiembre. De esta protección no se habla nunca excepto para denunciar las restricciones legales, en resumidas cuentas menores, que se han impuesto a los ciudadanos y a los visitantes. Ninguna nación está completamente a salvo del terrorismo, pero Estados Unidos lo está todo lo que se puede estar en una democracia. Obama desde luego no pondrá en duda esta conquista; ¿no acaba él de reconocer que el cierre de Guantánamo será progresivo a la espera de una redistribución de los prisioneros -al fin reconocidos como muy peligrosos- en otras penitenciarías?.
La conquista es positiva también para la seguridad exterior de los estadounidenses. El Ejército estadounidense, debido precisamente a sus desengaños iniciales en Irak, ha renovado completamente su cultura y su estrategia. Inicialmente condicionado para destruir carros de combate soviéticos a distancia, el soldado estadounidense se ha reconvertido en un «contrainsurgente», más iniciado en las civilizaciones locales, capaz de destruir una guerrilla a la vez que reconstruye las instituciones civiles. Esta mutación cultural ha sido obra principalmente del general David Petraeus, a quien Bush confió las operaciones en Irak, y luego en Afganistán. Gracias a esta nueva estrategia la guerra de Irak, más allá de la controversia sobre si fue o no oportuna, no se ha perdido. Barack Obama lo reconoce y rinde implícitamente homenaje a su predecesor y a sus elecciones estratégicas: renueva en sus funciones a Robert Gates en Defensa, y a Petraeus como comandante (Centcom). Con el apoyo de este ejército nuevo, hasta hoy sin equivalente en el mundo por su potencia de fuego y su adaptación a los conflictos modernos, Obama puede esperar no perder en Afganistán. Ésta es otra herencia de Bush que no repudiará, pues Obama no es ni pacifista ni aislacionista (la izquierda europea finge no haberse dado cuenta). Hillary Clinton, en su reencarnación como secretaria de Estado, ha anunciado el despliegue de tropas suplementarias en Afganistán según el método del surge empleado por Bush en Irak. Por su parte, Joe Biden, en Bagdad, deja entender que la retirada de Irak será «muy progresiva». Es decir: muy lenta.
Queda la economía. ¿Es la recesión una herencia de Bush que correspondería a Obama rehusar? La seguridad interior y exterior son competencia directa del Gobierno estadounidense, pero la economía de Estados Unidos es relativamente autónoma. Recordemos que el Gobierno estadounidense cuenta con un Secretario de Estado del Tesoro, pero no con un ministro de Economía. Lo que va bien en la economía estadounidense es aquello de lo que el Estado se ocupa poco: el espíritu de empresa, la innovación, la relación constructiva entre las universidades y el mundo empresarial. Como consecuencia de este capitalismo innovador, no existe en nuestras sociedades, desde hace un siglo, un producto nuevo, un servicio, un método de gestión, que no haya sido probado antes en Estados Unidos. Y este liderazgo no está amenazado: a los que presagian una decadencia estadounidense hay que indicarles que la mitad de las patentes del mundo se depositan actualmente en Estados Unidos (el resto en Europa, Japón, Corea del Sur, y prácticamente ninguna en China, India o Rusia). Ahora bien, estas patentes son la proyección de la economía en cinco o diez años. Obama hereda este capitalismo innovador sin parangón y, de momento, sin rivales.
Hereda también una pasión completamente estadounidense por el endeudamiento que ha hecho saltar por los aires al planeta financiero. ¡Un chivo expiatorio, rápido! ¿Será culpa de George W. Bush, que no lo había visto venir; de Alan Greenspan, encargado del Banco Central, que mantuvo tipos de interés demasiado bajos; de Bill Clinton que favoreció el acceso a la propiedad a gente con ingresos demasiado reducidos; de Franklin D. Roosevelt, que en los años treinta instauró el crédito hipotecario a treinta años; o de Milton Friedman, que allá por los años setenta y ochenta recomendaba la liberalización de los mercados? Todas estas acusaciones son retrospectivas e insuficientes, porque la burbuja de la especulación con el crédito sólo ha sido posible gracias a los prestamistas. Chinos, japoneses, saudíes y europeos, que reciclan todos sus excedentes en dólares, han inundado el mercado estadounidense de un excedente de capitales que dio origen a la especulación. Sin la pasión mundial por el dólar, percibido (con o sin razón) como la moneda más segura, la pasión estadounidense por el crédito sería inconcebible.
¿Debería Obama romper con esta larga «adicción» a los capitales extranjeros? A la larga, sería racional y deseable, pero no ha tomado en absoluto este camino. Su plan para estimular la economía a través del gasto público al estilo keynesiano, pero también por medio de bajadas de impuestos dignas de Ronald Reagan, sólo podría financiarse mediante la inflación (pero el Banco Central se opondría) o por un endeudamiento aumentado con los acreedores no estadounidenses. Paradoja de la Obamamanía neo keynesiana: sólo se puede aplicar en Estados Unidos, gracias a todos aquellos que persisten en comprar Bonos del Tesoro estadounidenses a tipos de interés casi nulos. Gracias a los chinos, por tanto. No apostaremos por el éxito de esta estimulación, pero observamos que en el pasado nunca ha funcionado. Que no tiene relación con el apagón de la economía que fue y es bancario y que esta Obamamanía no es, por desgracia, más que la continuación de la estrategia del dúo deficitario: Paulson y Bernanke. ¿La diferencia entre Obama y Bush? Bush nunca tuvo una posibilidad; Obama quizá la tenga.
Obama no aspira a sustituir el capitalismo con la social-democracia; no aspira a reducir la deuda de Estados Unidos con el resto del mundo. Muy al contrario, apuesta por que el resto del mundo siga financiando el capitalismo estadounidense. ¿Qué tiene Obama que sea nuevo? Él, desde luego. Y también el estilo. Un estilo sin pasión, una razón razonante, lo contrario a la santa inspiración de la mayoría de sus predecesores; Obama, un presidente casi laico. Este verdadero cambio está donde no lo esperábamos. Pero el fondo sigue siendo sabiamente conservador, no revolucionario, apenas reformador. Algunos obamamaníacos ya están decepcionados y todos los demás deberían, me parece a mí, sentirse tranquilos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
La Obamamanía, de la forma en que se ha adueñado de Europa, vuelve aleatoria una evaluación serena del balance de George Bush y de la verdadera situación de Estados Unidos. En circunstancias así, ya no se sabe si todavía está permitido pensar por uno mismo o si es obligatorio pensar como todo el mundo. Si seguimos el camino de la opinión mayoritaria - de tendencia totalitaria en los medios de comunicación- habría que creer obligatoriamente que Bush deja tras sí un Estados Unidos hecho trizas y que correspondería a su sucesor reconstruirlo haciendo tabla rasa: un Obama mesías. Esta visión apocalíptica es, como mínimo, falsa a medias: aún hay que evaluar desapasionadamente la presidencia de Bush, algo que llevará tiempo, el tiempo necesario, a los historiadores. Recordemos que Ronald Reagan, a quien los europeos percibían como un idiota y un belicista, se considera en la actualidad un destacado hombre de Estado. Intentemos pues anticiparnos a los historiadores señalando de antemano que Estados Unidos no está en ruinas.
Empecemos por la seguridad del territorio estadounidense que, desde el 11 de septiembre de 2001, ha sido la prioridad de George Bush. Nos encontramos con que, desde hace siete años, no se ha cometido ningún atentado más en Estados Unidos. Y, sin ninguna duda, no han faltado intentos: ¿es la acción de George Bush ajena a esta inmunidad? Evidentemente, un atentado más se le habría imputado a él. Obama, por lo tanto, hereda un país más seguro de lo que era antes del 11 de septiembre. De esta protección no se habla nunca excepto para denunciar las restricciones legales, en resumidas cuentas menores, que se han impuesto a los ciudadanos y a los visitantes. Ninguna nación está completamente a salvo del terrorismo, pero Estados Unidos lo está todo lo que se puede estar en una democracia. Obama desde luego no pondrá en duda esta conquista; ¿no acaba él de reconocer que el cierre de Guantánamo será progresivo a la espera de una redistribución de los prisioneros -al fin reconocidos como muy peligrosos- en otras penitenciarías?.
La conquista es positiva también para la seguridad exterior de los estadounidenses. El Ejército estadounidense, debido precisamente a sus desengaños iniciales en Irak, ha renovado completamente su cultura y su estrategia. Inicialmente condicionado para destruir carros de combate soviéticos a distancia, el soldado estadounidense se ha reconvertido en un «contrainsurgente», más iniciado en las civilizaciones locales, capaz de destruir una guerrilla a la vez que reconstruye las instituciones civiles. Esta mutación cultural ha sido obra principalmente del general David Petraeus, a quien Bush confió las operaciones en Irak, y luego en Afganistán. Gracias a esta nueva estrategia la guerra de Irak, más allá de la controversia sobre si fue o no oportuna, no se ha perdido. Barack Obama lo reconoce y rinde implícitamente homenaje a su predecesor y a sus elecciones estratégicas: renueva en sus funciones a Robert Gates en Defensa, y a Petraeus como comandante (Centcom). Con el apoyo de este ejército nuevo, hasta hoy sin equivalente en el mundo por su potencia de fuego y su adaptación a los conflictos modernos, Obama puede esperar no perder en Afganistán. Ésta es otra herencia de Bush que no repudiará, pues Obama no es ni pacifista ni aislacionista (la izquierda europea finge no haberse dado cuenta). Hillary Clinton, en su reencarnación como secretaria de Estado, ha anunciado el despliegue de tropas suplementarias en Afganistán según el método del surge empleado por Bush en Irak. Por su parte, Joe Biden, en Bagdad, deja entender que la retirada de Irak será «muy progresiva». Es decir: muy lenta.
Queda la economía. ¿Es la recesión una herencia de Bush que correspondería a Obama rehusar? La seguridad interior y exterior son competencia directa del Gobierno estadounidense, pero la economía de Estados Unidos es relativamente autónoma. Recordemos que el Gobierno estadounidense cuenta con un Secretario de Estado del Tesoro, pero no con un ministro de Economía. Lo que va bien en la economía estadounidense es aquello de lo que el Estado se ocupa poco: el espíritu de empresa, la innovación, la relación constructiva entre las universidades y el mundo empresarial. Como consecuencia de este capitalismo innovador, no existe en nuestras sociedades, desde hace un siglo, un producto nuevo, un servicio, un método de gestión, que no haya sido probado antes en Estados Unidos. Y este liderazgo no está amenazado: a los que presagian una decadencia estadounidense hay que indicarles que la mitad de las patentes del mundo se depositan actualmente en Estados Unidos (el resto en Europa, Japón, Corea del Sur, y prácticamente ninguna en China, India o Rusia). Ahora bien, estas patentes son la proyección de la economía en cinco o diez años. Obama hereda este capitalismo innovador sin parangón y, de momento, sin rivales.
Hereda también una pasión completamente estadounidense por el endeudamiento que ha hecho saltar por los aires al planeta financiero. ¡Un chivo expiatorio, rápido! ¿Será culpa de George W. Bush, que no lo había visto venir; de Alan Greenspan, encargado del Banco Central, que mantuvo tipos de interés demasiado bajos; de Bill Clinton que favoreció el acceso a la propiedad a gente con ingresos demasiado reducidos; de Franklin D. Roosevelt, que en los años treinta instauró el crédito hipotecario a treinta años; o de Milton Friedman, que allá por los años setenta y ochenta recomendaba la liberalización de los mercados? Todas estas acusaciones son retrospectivas e insuficientes, porque la burbuja de la especulación con el crédito sólo ha sido posible gracias a los prestamistas. Chinos, japoneses, saudíes y europeos, que reciclan todos sus excedentes en dólares, han inundado el mercado estadounidense de un excedente de capitales que dio origen a la especulación. Sin la pasión mundial por el dólar, percibido (con o sin razón) como la moneda más segura, la pasión estadounidense por el crédito sería inconcebible.
¿Debería Obama romper con esta larga «adicción» a los capitales extranjeros? A la larga, sería racional y deseable, pero no ha tomado en absoluto este camino. Su plan para estimular la economía a través del gasto público al estilo keynesiano, pero también por medio de bajadas de impuestos dignas de Ronald Reagan, sólo podría financiarse mediante la inflación (pero el Banco Central se opondría) o por un endeudamiento aumentado con los acreedores no estadounidenses. Paradoja de la Obamamanía neo keynesiana: sólo se puede aplicar en Estados Unidos, gracias a todos aquellos que persisten en comprar Bonos del Tesoro estadounidenses a tipos de interés casi nulos. Gracias a los chinos, por tanto. No apostaremos por el éxito de esta estimulación, pero observamos que en el pasado nunca ha funcionado. Que no tiene relación con el apagón de la economía que fue y es bancario y que esta Obamamanía no es, por desgracia, más que la continuación de la estrategia del dúo deficitario: Paulson y Bernanke. ¿La diferencia entre Obama y Bush? Bush nunca tuvo una posibilidad; Obama quizá la tenga.
Obama no aspira a sustituir el capitalismo con la social-democracia; no aspira a reducir la deuda de Estados Unidos con el resto del mundo. Muy al contrario, apuesta por que el resto del mundo siga financiando el capitalismo estadounidense. ¿Qué tiene Obama que sea nuevo? Él, desde luego. Y también el estilo. Un estilo sin pasión, una razón razonante, lo contrario a la santa inspiración de la mayoría de sus predecesores; Obama, un presidente casi laico. Este verdadero cambio está donde no lo esperábamos. Pero el fondo sigue siendo sabiamente conservador, no revolucionario, apenas reformador. Algunos obamamaníacos ya están decepcionados y todos los demás deberían, me parece a mí, sentirse tranquilos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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