Por Pedro J. Ramírez, director de El Mundo (EL MUNDO, 25/01/09):
Apenas iniciado el discurso con una referencia nada casual al «peso enorme de la responsabilidad» que provocó toses y carraspeos, el recién proclamado nuevo presidente abordó el asunto que más preocupaba a los norteamericanos: la crisis económica. Y lo hizo arremetiendo contra «los abusos de poder de las grandes acumulaciones de capital», defendiendo las últimas medidas de su antecesor que «pusieron fin a políticas viciadas que causaron la alarma popular», advirtiendo del incremento del déficit a causa «de la caída de la actividad que siguió al pánico financiero» del año anterior, reivindicando el papel de «un gobierno moderno más allá de los principios del viejo laissez faire» y anunciando que emprendería con espíritu ecologista «importantes trabajos para salvar y restaurar nuestros bosques y vías fluviales» que implicarían «una fuerte inversión pública».
No, aunque ustedes escucharon el pasado martes frases casi idénticas o al menos perfectamente intercambiables, no estoy glosando el discurso inaugural de Barack Obama, sino el de todo un caballero llamado William Howard Taft. Y es que no me estoy refiriendo a la toma de posesión presidencial del 20 de enero de 2009 sino a la del 4 de marzo de 1909.
Y si digo que lo del «peso enorme» ni fue banal ni pasó inadvertido es porque el prócer en cuestión pesaba 330 libras -casi 150 kilos al cambio- y su cara de satisfacción auguraba, como efectivamente ocurrió, que seguiría engordando. Con lo de «todo un caballero» me he permitido aludir a la celebrada anécdota de unos años antes cuando, recién nombrado gobernador de Filipinas, Taft telegrafió al Secretario de Defensa: «El viaje bien. Monté durante veinticinco millas». A lo que su jefe le contestó: «¿Cómo está el caballo?».
Cuarenta y ocho horas después de la elección de Obama el joven escritor afroamericano Colson Whitehead publicó en The New York Times un divertido artículo titulado «Al fin, un presidente flaco».Era una especie de parodia del engolamiento de quienes celebraban la negritud del vencedor, centrándose él en su constitución asténica.Como si no hubiera habido antes presidentes enjutos -Woodrow Wilson, el propio Lincoln- su tesis era que las posibilidades de tener un flaco en la Casa Blanca, no digamos un flaco negro, ni siquiera habían sido hasta ese momento delgadas, sino francamente escuálidas.
Pues bien, si seguimos examinando este contraste entre el gordo del año 9 y el flaco del año 9, podremos constatar que así como nada parece haber cambiado en el debate sobre los excesos de las grandes corporaciones -con los bancos de inversión haciendo el papel, mutatis mutandis, de las compañías de los ferrocarriles-, afortunadamente el siglo transcurrido no sólo ha quitado centímetros a la cintura del protagonista, sino que también ha servido para adelgazar considerablemente la dimensión de sus prejuicios.
Tras referirse a la necesidad de «minimizar los males fruto de la admisión de inmigrantes asiáticos que no pueden ser amalgamados con nuestra población», Taft entró de lleno, y por supuesto sin ningún eufemismo verbal, en la cuestión de los «negros». En el apogeo de las llamadas «leyes de Jim Crow» que regulaban la segregación racial y en la práctica excluían a la población de color del derecho al voto, al vincularlo a un determinado nivel educativo, Taft adoptó el tono paternalista del amo del Tío Tom: «Los negros deben basar sus esperanzas en los resultados de su propio esfuerzo, contención, ahorro y éxito económico, así como en la ayuda, el apoyo y la simpatía de sus vecinos blancos del Sur».
Poco antes de prometer que «sólo los ignorantes e irresponsables de ambas razas» continuarían privados del voto, Taft se pronunció sobre el debate de si los negros mejor preparados deberían poder acceder a cargos municipales, en términos tan alambicados como maquiavélicos: «Al margen de qué raza se trate, debe admitirse la duda de si la designación de uno de los suyos para un puesto público en una comunidad en la que el sentimiento racial sea tan extenso y agudo como para interferir en el normal ejercicio de sus funciones en la administración local, supone un beneficio suficiente, en términos de estímulo para esa raza, como para compensar el incremento del sentimiento racial que ese nombramiento tendría todos los visos de engendrar». Como lo han leído.
O sea que si los negros debían seguir manteniendo la cabeza agachada, era por su bien. Tendría que llegar el tristemente célebre editorial de The Times de Londres abogando por la destrucción de Checoeslovaquia a manos de Hitler en pro de la «homogeneidad» de sus grupos étnicos, para encontrar un texto más cínico y ominoso en la literatura política del siglo XX en un país democrático.
Taft no era un mal tipo -todo lo contrario: su principal obsesión era ir escondiendo comida por los rincones para poder seguir zampando a espaldas de su esposa- pero representaba a la perfección la mentalidad de su tiempo. Si durante el siglo precedente la gran República fruto de la emancipación de las 13 originarias colonias británicas de la costa atlántica había completado su expansión hasta el otro océano y consolidado su unidad tras una guerra civil terrible, era en ese momento en que la elección de Taft parecía una mera prolongación de los dos mandatos de su patrono y protector Teddy Roosevelt, cuando los Estados Unidos emergían como una potencia mundial a la que el «América para los americanos» de la doctrina Monroe empezaba a quedársele pequeño.
Lo que vino a continuación ha sido bautizado con toda propiedad como «el siglo americano». Como algunos autores lo hacen coincidir con los propios límites del siglo XX y otros retrasan su inicio hasta la implicación del sucesor de Taft -el presidente de la Universidad de Princeton Woodrow Wilson- en la Primera Guerra Mundial, bien podemos enmarcarlo hoy entre estas dos tomas de posesión del año 9. La gran incógnita, impresa en la mirada de muchos de los cientos de millones de personas que el pasado martes se asomaron al balcón de la globalización para contemplar con una mezcla de admiración y estupor los formidables fastos de esta República laica consagrada a Dios, es si han sonado ya para ella los clarines del atardecer. Si la única página que le quede ya por escribir deberá ser la de la inexorable mengua que siempre sucede al auge de las más grandes potencias.
Obama cogió enseguida ese toro por los cuernos al referirse al «temor persistente de que el declive de Estados Unidos es inevitable y la próxima generación tiene que rebajar sus miras» y dedicar el resto de su excepcional discurso a explicar cuál es su antídoto. He elegido mi adjetivo con la misma meticulosidad con que Juan Antonio Samaranch etiquetaba en la ceremonia de clausura cada uno de los Juegos Olímpicos que le tocó presidir, en función del grado de excelencia que habían alcanzado. Soy consciente de que la acogida del discurso en la prensa norteamericana refleja una cierta decepción, en parte porque las expectativas eran muy altas y en parte porque es cierto que no incluyó ninguna de esas figuras retóricas a base de «antorchas» y «trompetas» tan seductoramente utilizadas por Kennedy. Pero, en cambio -y de ahí su excepcionalidad- se trata tal vez de la única pieza oratoria destinada a impactar, ilusionar y emocionar de forma instantánea que va ganando en sustancia, significación y profundidad en cada relectura.
Obama nos ha presentado nada menos que una propuesta de conservadurismo revolucionario, poniendo los «viejos valores» que «son verdad» a trabajar al servicio de un proyecto genuinamente progresista, es decir a la vez pragmático e idealista, a la vez liberal y redistribuidor de riqueza. Conciliar todas esas aparentes antinomias es el reto que se ha marcado de forma explícita este cimbreante hombre delgado porque «es falso que haya que elegir entre nuestra seguridad y nuestros ideales». Como es falso que haya que elegir de modo excluyente entre libre mercado y dirigismo económico, entre repliegue y expansionismo, entre inhibición y ataques preventivos.Su observación sobre la economía es extensible a los demás ámbitos: «La pregunta no es si nuestro gobierno interviene demasiado o demasiado poco, sino si [esa intervención] sirve de algo».
¿Frío utilitarismo gatuno a lo Deng Xiao Ping? No porque, con visos de eco de la ya lejana pero siempre seminal sentencia de los Papeles del Pentágono, Obama advierte que «nuestro poder no puede protegernos por sí solo, ni nos da derecho a hacer lo que queramos nuestra seguridad nace de la justicia de nuestra causa». Y, atención nacionalistas palurdos y constitucionalistas vergonzantes, «nuestra herencia multicolor es una ventaja, no una debilidad las líneas tribales pronto se disolverán».
Recogiendo el guante de su guiño final al Ricardo III de Shakespeare, confiemos en que «este invierno de nuestras dificultades» -a un fino intelectual debió de parecerle demasiado obvio escribir «descontento»- se «convierta [pronto] en glorioso verano merced al sol de York» que él encarna. Y confiemos en que España sepa aprovechar la oportunidad de reengancharse a ese carro, pues no en vano, de todas las fuerzas de verdadero alcance global que operan en nuestro planeta, los Estados Unidos son la única, -y así ha venido siendo con sus errores, aciertos e incluso aberraciones durante todo el «siglo americano»-, repito, la única que vincula la promoción de sus intereses a la causa de la democracia y los derechos humanos.
Aunque Zapatero ya está suficientemente motivado por la oportunidad de demostrar que aquel mal gesto ante las barras y estrellas, tan impropio de nadie con buenos modales, no iba contra los Estados Unidos sino tan sólo contra la Administración Bush, he aquí un curioso y estimulante eslabón perdido entre estas dos tomas de posesión del año 9 que encima nos concierne.
Resulta que aquella mañana de marzo en uno de los dedos del presidente saliente, Teddy Roosevelt, relucía un anillo que le había regalado su secretario de Estado John Hay poco antes de morir en pleno ejercicio del cargo. Ese anillo llevaba incorporada una cápsula en cuyo interior había un cabello. Además estaba circunvalado por una inscripción latina: «Longas o utinam, dux bone, ferias praestes Hesperiae».
Hay había sido, compartiendo junto a su tocayo John Nicolay un austero dormitorio en la Casa Blanca, uno de los dos secretarios personales de Lincoln durante sus cuatro años y 41 días de mandato y estaba presente la noche del magnicidio en el Teatro Ford de Washington. El cabello incrustado en el anillo había sido recogido entonces, como muestra forense, por el médico que hizo la autopsia del mártir de los derechos civiles que tanto inspiraría -y posibilitaría- la carrera de Obama.
En cuanto a la inscripción latina, elegida por Hay para honrar a su superior, no ha sido difícil descubrir que se trata del comienzo de la última estrofa de la quinta oda del Libro Cuarto de Horacio dedicada al emperador Augusto: «Ojala que tú, oh jefe bueno, des a Hesperia largas ferias».
Pocos españoles saben que Hay, reincorporado a la carrera diplomática tras el asesinato de Lincoln, pasó año y medio en Madrid como primer secretario de la embajada americana entre la primavera de 1869 y el otoño de 1870. Eran los meses de la regencia del general Serrano en los que España tenía que optar entre Monarquía y República y hacer frente a las primeras demandas de independencia que llegaban de Cuba. En tan breve periodo de tiempo Hay aprendió nuestro idioma, se hizo amigo de Castelar -ni que decir tiene que todas sus simpatías estaban con el líder republicano moderado cuya oratoria le fascinaba-, presionó en vano a favor de la causa cubana y dejó escrito un libro de viajes y observaciones con el título de Castillian Days. En su primer capítulo sostiene que «Madrid es más grande que Chicago, pero Chicago es una gran ciudad y Madrid, un pueblo grande».
Si para la Monarquía de la Restauración la Guerra de Cuba engendró casi 30 años después el «desastre del 98», para Hay -así se lo puso por escrito a Roosevelt- fue «una espléndida guerrita» que bien podía contribuir a acercar su tan largamente aplazado sueño de una mayor democratización de España. ¿Cómo no pensar entonces que, a la hora de elegir unos versos clásicos que acompañaran la reliquia de Lincoln e inclinarse por la invocación a un «jefe bueno», capaz de promover «largas ferias», o sea fiesta, bienestar, felicidad, paz y libertad, en el mítico jardín cultivado en el occidente del mar por las tres ninfas llamadas «hespérides», lo hiciera a sabiendas de que desde que el geógrafo Estrabón situó tal vergel en nuestro Tartessos andaluz, Hesperia pasó a convertirse en uno de los nombres de España?
Y si queda alguna duda, que Zapatero se lo pregunte a Obama.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Apenas iniciado el discurso con una referencia nada casual al «peso enorme de la responsabilidad» que provocó toses y carraspeos, el recién proclamado nuevo presidente abordó el asunto que más preocupaba a los norteamericanos: la crisis económica. Y lo hizo arremetiendo contra «los abusos de poder de las grandes acumulaciones de capital», defendiendo las últimas medidas de su antecesor que «pusieron fin a políticas viciadas que causaron la alarma popular», advirtiendo del incremento del déficit a causa «de la caída de la actividad que siguió al pánico financiero» del año anterior, reivindicando el papel de «un gobierno moderno más allá de los principios del viejo laissez faire» y anunciando que emprendería con espíritu ecologista «importantes trabajos para salvar y restaurar nuestros bosques y vías fluviales» que implicarían «una fuerte inversión pública».
No, aunque ustedes escucharon el pasado martes frases casi idénticas o al menos perfectamente intercambiables, no estoy glosando el discurso inaugural de Barack Obama, sino el de todo un caballero llamado William Howard Taft. Y es que no me estoy refiriendo a la toma de posesión presidencial del 20 de enero de 2009 sino a la del 4 de marzo de 1909.
Y si digo que lo del «peso enorme» ni fue banal ni pasó inadvertido es porque el prócer en cuestión pesaba 330 libras -casi 150 kilos al cambio- y su cara de satisfacción auguraba, como efectivamente ocurrió, que seguiría engordando. Con lo de «todo un caballero» me he permitido aludir a la celebrada anécdota de unos años antes cuando, recién nombrado gobernador de Filipinas, Taft telegrafió al Secretario de Defensa: «El viaje bien. Monté durante veinticinco millas». A lo que su jefe le contestó: «¿Cómo está el caballo?».
Cuarenta y ocho horas después de la elección de Obama el joven escritor afroamericano Colson Whitehead publicó en The New York Times un divertido artículo titulado «Al fin, un presidente flaco».Era una especie de parodia del engolamiento de quienes celebraban la negritud del vencedor, centrándose él en su constitución asténica.Como si no hubiera habido antes presidentes enjutos -Woodrow Wilson, el propio Lincoln- su tesis era que las posibilidades de tener un flaco en la Casa Blanca, no digamos un flaco negro, ni siquiera habían sido hasta ese momento delgadas, sino francamente escuálidas.
Pues bien, si seguimos examinando este contraste entre el gordo del año 9 y el flaco del año 9, podremos constatar que así como nada parece haber cambiado en el debate sobre los excesos de las grandes corporaciones -con los bancos de inversión haciendo el papel, mutatis mutandis, de las compañías de los ferrocarriles-, afortunadamente el siglo transcurrido no sólo ha quitado centímetros a la cintura del protagonista, sino que también ha servido para adelgazar considerablemente la dimensión de sus prejuicios.
Tras referirse a la necesidad de «minimizar los males fruto de la admisión de inmigrantes asiáticos que no pueden ser amalgamados con nuestra población», Taft entró de lleno, y por supuesto sin ningún eufemismo verbal, en la cuestión de los «negros». En el apogeo de las llamadas «leyes de Jim Crow» que regulaban la segregación racial y en la práctica excluían a la población de color del derecho al voto, al vincularlo a un determinado nivel educativo, Taft adoptó el tono paternalista del amo del Tío Tom: «Los negros deben basar sus esperanzas en los resultados de su propio esfuerzo, contención, ahorro y éxito económico, así como en la ayuda, el apoyo y la simpatía de sus vecinos blancos del Sur».
Poco antes de prometer que «sólo los ignorantes e irresponsables de ambas razas» continuarían privados del voto, Taft se pronunció sobre el debate de si los negros mejor preparados deberían poder acceder a cargos municipales, en términos tan alambicados como maquiavélicos: «Al margen de qué raza se trate, debe admitirse la duda de si la designación de uno de los suyos para un puesto público en una comunidad en la que el sentimiento racial sea tan extenso y agudo como para interferir en el normal ejercicio de sus funciones en la administración local, supone un beneficio suficiente, en términos de estímulo para esa raza, como para compensar el incremento del sentimiento racial que ese nombramiento tendría todos los visos de engendrar». Como lo han leído.
O sea que si los negros debían seguir manteniendo la cabeza agachada, era por su bien. Tendría que llegar el tristemente célebre editorial de The Times de Londres abogando por la destrucción de Checoeslovaquia a manos de Hitler en pro de la «homogeneidad» de sus grupos étnicos, para encontrar un texto más cínico y ominoso en la literatura política del siglo XX en un país democrático.
Taft no era un mal tipo -todo lo contrario: su principal obsesión era ir escondiendo comida por los rincones para poder seguir zampando a espaldas de su esposa- pero representaba a la perfección la mentalidad de su tiempo. Si durante el siglo precedente la gran República fruto de la emancipación de las 13 originarias colonias británicas de la costa atlántica había completado su expansión hasta el otro océano y consolidado su unidad tras una guerra civil terrible, era en ese momento en que la elección de Taft parecía una mera prolongación de los dos mandatos de su patrono y protector Teddy Roosevelt, cuando los Estados Unidos emergían como una potencia mundial a la que el «América para los americanos» de la doctrina Monroe empezaba a quedársele pequeño.
Lo que vino a continuación ha sido bautizado con toda propiedad como «el siglo americano». Como algunos autores lo hacen coincidir con los propios límites del siglo XX y otros retrasan su inicio hasta la implicación del sucesor de Taft -el presidente de la Universidad de Princeton Woodrow Wilson- en la Primera Guerra Mundial, bien podemos enmarcarlo hoy entre estas dos tomas de posesión del año 9. La gran incógnita, impresa en la mirada de muchos de los cientos de millones de personas que el pasado martes se asomaron al balcón de la globalización para contemplar con una mezcla de admiración y estupor los formidables fastos de esta República laica consagrada a Dios, es si han sonado ya para ella los clarines del atardecer. Si la única página que le quede ya por escribir deberá ser la de la inexorable mengua que siempre sucede al auge de las más grandes potencias.
Obama cogió enseguida ese toro por los cuernos al referirse al «temor persistente de que el declive de Estados Unidos es inevitable y la próxima generación tiene que rebajar sus miras» y dedicar el resto de su excepcional discurso a explicar cuál es su antídoto. He elegido mi adjetivo con la misma meticulosidad con que Juan Antonio Samaranch etiquetaba en la ceremonia de clausura cada uno de los Juegos Olímpicos que le tocó presidir, en función del grado de excelencia que habían alcanzado. Soy consciente de que la acogida del discurso en la prensa norteamericana refleja una cierta decepción, en parte porque las expectativas eran muy altas y en parte porque es cierto que no incluyó ninguna de esas figuras retóricas a base de «antorchas» y «trompetas» tan seductoramente utilizadas por Kennedy. Pero, en cambio -y de ahí su excepcionalidad- se trata tal vez de la única pieza oratoria destinada a impactar, ilusionar y emocionar de forma instantánea que va ganando en sustancia, significación y profundidad en cada relectura.
Obama nos ha presentado nada menos que una propuesta de conservadurismo revolucionario, poniendo los «viejos valores» que «son verdad» a trabajar al servicio de un proyecto genuinamente progresista, es decir a la vez pragmático e idealista, a la vez liberal y redistribuidor de riqueza. Conciliar todas esas aparentes antinomias es el reto que se ha marcado de forma explícita este cimbreante hombre delgado porque «es falso que haya que elegir entre nuestra seguridad y nuestros ideales». Como es falso que haya que elegir de modo excluyente entre libre mercado y dirigismo económico, entre repliegue y expansionismo, entre inhibición y ataques preventivos.Su observación sobre la economía es extensible a los demás ámbitos: «La pregunta no es si nuestro gobierno interviene demasiado o demasiado poco, sino si [esa intervención] sirve de algo».
¿Frío utilitarismo gatuno a lo Deng Xiao Ping? No porque, con visos de eco de la ya lejana pero siempre seminal sentencia de los Papeles del Pentágono, Obama advierte que «nuestro poder no puede protegernos por sí solo, ni nos da derecho a hacer lo que queramos nuestra seguridad nace de la justicia de nuestra causa». Y, atención nacionalistas palurdos y constitucionalistas vergonzantes, «nuestra herencia multicolor es una ventaja, no una debilidad las líneas tribales pronto se disolverán».
Recogiendo el guante de su guiño final al Ricardo III de Shakespeare, confiemos en que «este invierno de nuestras dificultades» -a un fino intelectual debió de parecerle demasiado obvio escribir «descontento»- se «convierta [pronto] en glorioso verano merced al sol de York» que él encarna. Y confiemos en que España sepa aprovechar la oportunidad de reengancharse a ese carro, pues no en vano, de todas las fuerzas de verdadero alcance global que operan en nuestro planeta, los Estados Unidos son la única, -y así ha venido siendo con sus errores, aciertos e incluso aberraciones durante todo el «siglo americano»-, repito, la única que vincula la promoción de sus intereses a la causa de la democracia y los derechos humanos.
Aunque Zapatero ya está suficientemente motivado por la oportunidad de demostrar que aquel mal gesto ante las barras y estrellas, tan impropio de nadie con buenos modales, no iba contra los Estados Unidos sino tan sólo contra la Administración Bush, he aquí un curioso y estimulante eslabón perdido entre estas dos tomas de posesión del año 9 que encima nos concierne.
Resulta que aquella mañana de marzo en uno de los dedos del presidente saliente, Teddy Roosevelt, relucía un anillo que le había regalado su secretario de Estado John Hay poco antes de morir en pleno ejercicio del cargo. Ese anillo llevaba incorporada una cápsula en cuyo interior había un cabello. Además estaba circunvalado por una inscripción latina: «Longas o utinam, dux bone, ferias praestes Hesperiae».
Hay había sido, compartiendo junto a su tocayo John Nicolay un austero dormitorio en la Casa Blanca, uno de los dos secretarios personales de Lincoln durante sus cuatro años y 41 días de mandato y estaba presente la noche del magnicidio en el Teatro Ford de Washington. El cabello incrustado en el anillo había sido recogido entonces, como muestra forense, por el médico que hizo la autopsia del mártir de los derechos civiles que tanto inspiraría -y posibilitaría- la carrera de Obama.
En cuanto a la inscripción latina, elegida por Hay para honrar a su superior, no ha sido difícil descubrir que se trata del comienzo de la última estrofa de la quinta oda del Libro Cuarto de Horacio dedicada al emperador Augusto: «Ojala que tú, oh jefe bueno, des a Hesperia largas ferias».
Pocos españoles saben que Hay, reincorporado a la carrera diplomática tras el asesinato de Lincoln, pasó año y medio en Madrid como primer secretario de la embajada americana entre la primavera de 1869 y el otoño de 1870. Eran los meses de la regencia del general Serrano en los que España tenía que optar entre Monarquía y República y hacer frente a las primeras demandas de independencia que llegaban de Cuba. En tan breve periodo de tiempo Hay aprendió nuestro idioma, se hizo amigo de Castelar -ni que decir tiene que todas sus simpatías estaban con el líder republicano moderado cuya oratoria le fascinaba-, presionó en vano a favor de la causa cubana y dejó escrito un libro de viajes y observaciones con el título de Castillian Days. En su primer capítulo sostiene que «Madrid es más grande que Chicago, pero Chicago es una gran ciudad y Madrid, un pueblo grande».
Si para la Monarquía de la Restauración la Guerra de Cuba engendró casi 30 años después el «desastre del 98», para Hay -así se lo puso por escrito a Roosevelt- fue «una espléndida guerrita» que bien podía contribuir a acercar su tan largamente aplazado sueño de una mayor democratización de España. ¿Cómo no pensar entonces que, a la hora de elegir unos versos clásicos que acompañaran la reliquia de Lincoln e inclinarse por la invocación a un «jefe bueno», capaz de promover «largas ferias», o sea fiesta, bienestar, felicidad, paz y libertad, en el mítico jardín cultivado en el occidente del mar por las tres ninfas llamadas «hespérides», lo hiciera a sabiendas de que desde que el geógrafo Estrabón situó tal vergel en nuestro Tartessos andaluz, Hesperia pasó a convertirse en uno de los nombres de España?
Y si queda alguna duda, que Zapatero se lo pregunte a Obama.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
No hay comentarios.:
Publicar un comentario