Por Darío Valcárcel (ABC, 22/01/09):
Elegimos dos frases del nuevo presidente en su discurso inaugural. El mundo musulmán, primero. La corrupción, después. Son, creemos, alusiones críticas en un texto medidísimo, dirigido a la sociedad americana, también a sus votantes. Y además, al mundo.
Los frentes abiertos son muchos. La maraña es casi inextricable. La crisis, invasiva. La sanidad, que Obama quiere hacer universal, aspira a rescatar a 48 millones de ciudadanos desprotegidos… La profundidad de la sima la hace difícil de sondar. Falta información. Las medidas de choque se tomarán de inmediato, pero la ausencia de verdaderos datos obliga a avanzar por un mar sin visibilidad, ni cartas de navegación… En el exterior, Gaza en llamas hasta hace horas; Irán atizador del conflicto; Cachemira entre dos mundos; México y sus asesinatos.
Primero, el mensaje al mundo musulmán. Sin un acuerdo de paz más o menos permanente entre las sociedades del Corán y las de la Biblia, el equilibrio mundial estará en el aire. Son más de 1.200 millones de cristianos frente a otros tantos musulmanes. Ayer Obama tendió la mano al islam desde un monumento occidental y cristiano, columnas griegas, cúpula eclesial. En Estados Unidos viven, cifra incierta, seis millones de ciudadanos de ascendencia judía: se reconocen judíos y defienden el credo judío. Seis millones entre unos 18 en el mundo, incluidos cinco millones de israelíes. Muchos de ellos influyentes. Pero tienen enfrente a dos mareas humanas, 2.600 millones de hijos de las otras dos religiones del tronco común, quizá por eso mortalmente enfrentadas, 1300 muertos en Gaza, 18 en las localidades israelíes circundantes, no nos apeguemos demasiado a las cifras. Cada judío respira porque Dios se lo permite: los cristianos y musulmanes inhalan oxígeno sin pedir permiso, con total naturalidad. El judío teme desaparecer de la faz de la tierra, y acierta al ser precavido. El musulmán o el cristiano saben que nada hará cambiar, en siglos, a sus masas de fieles, creyentes más o menos, instalados en Francia, Brasil, Nueva Zelanda o Canadá. Volvamos a otro lugar común, verdadero como casi siempre: la cultura musulmana o cristiana modelan, condicionan a sus hijos, aún a su pesar. En el área arabomediterránea se fraguó ese enfrentamiento, hace unos 1.500 años. El Profeta venía de la orilla del mar Rojo, brazo del Mediterráneo. El Mediterráneo fue la gran cazuela en la que se coció la civilización (ya no lo es, pero pesa mucho, repetimos, mucho). Mubarak y Sarkozy, copresidentes de la Unión por el Mediterráneo, han trabajado juntos, al teléfono, desde hace meses, en contacto físico en las últimas horas. Lo cual tiene significados que no podemos analizar aquí. Pero un presidente como el francés, que quiere estar en el centro de los problemas, se inventa, y hace bien, nuevos organismos, entidades, alianzas en los que ser protagonista. El ámbito musulmán es desigual y pobre: se extiende desde el mundo del camello al del trineo, desde Kenya hasta Kazajstán. Volvamos una y otra vez sobre las culturas y su relación con la geografía: los jesuitas dirigen la universidad de Kioto aunque el cristianismo sea numéricamente irrelevante en Japón. Si repasamos el territorio, el mundo árabe no ha producido, salvo motas aisladas, verdaderas redes de industrias o servicios. El petróleo y gas no son industrias sino extracciones, empobrecedoras a largo plazo de sus sociedades. Pero ese mundo árabomusulmán, que odia a occidente, tiene desde ayer una mano tendida, la mano de América. Por hoy, dejamos el asunto aquí.
Segunda sorpresa, la corrupción. «A los que se agarran al poder por la corrupción y la mentira y silencian al que disiente, sepan que están del mal lado de la historia…»
América, perdonen el entusiasmo, es en buena parte hija del dinero. Dinero industrial y comercial, té, ferrocarriles, banca, petróleo, rascacielos, satélites. Desde el siglo XVIII y durante los 200 años que siguieron, el dinero creador, el de la virtud y el riesgo, levantaron la nación. Virtud, empezar a las cinco de la mañana a vender toneladas de cebada o millones de costillas de vaca. Riesgo, el soportado al instalar el ferrocarril del Pacífico, con los indios disparando (no sin razón, pero este es otro capítulo). América empezó a girar hacia el dinero como único valor en años inciertos, en torno a las presidencias de Johnson y Nixon. Años terribles de Vietnam, protesta en los campus, desgaste de los ideales hasta límites alarmantes. Casi 60.000 muertos entre los fuerzas americanas, casi un millón entre los invadidos. Años de plomo. Grandes escritores americanos, desde Walter Lippmann al joven William Pfaff, quizá el más grande hoy entre los supervivientes activos, analizaron aquella ruptura.
No era la potencia arrolladora del dinero. Era otra cosa: el dinero exigía ser el único valor, el solo protagonista en la arena del circo. Lo demás debía desaparecer. Ni la salud, ni la ciencia, ni el arte podían predominar sobre el dinero. Este mal ha corroído muchos órganos de la América contemporánea. Durante las presidencias de Ford o Carter la corriente pareció retroceder. Durante los años de Reagan, una figura por encima del bien y del mal, volvió con furia, para asentarse en las presidencias de Bush padre y Bill Clinton. El culto religioso, la adoración pública al único dios, llegó al tope máximo en los ocho últimos años. Madoff representaba la especulación más opaca frente al trabajo y el sacrificio. Posiblemente injusto, pero el nombre de Madoff irá ya indisolublemente unido al de Bush el Menor. Pronto relataremos lo ocurrido en Wall Street, en 1999, entre un investigador, Harry Markopolos, y Ben Madoff, atrapado en su momento mejor, dejado escapar en 2006 por la Securities & Exchange Commission, SEC. Que años después un nuevo presidente deba incluir los términos corrupción y engaño en su discurso inaugural, normalmente centrado en la paz y en la promesa de un futuro mejor, da que pensar.
Centenares de entidades corruptas —entre cientos de miles honorables— han sido denunciadas. Millares de estafadores han caído en la trampa. La nómina, encabezada por Madoff, tiene varias páginas.
Pero el sueño americano sigue ahí, después de la larga pesadilla. Chris Patten, último y heroico gobernador británico de Hong Kong, usó un truco fonético, armas de atracción masiva, contra la estupidez de la motosierra (Laura Bush lo explicaba. Cuando, en el rancho, le dan una mala noticia, mi marido coge la motosierra y, rrrrrraaammm, empieza a cortar ramas de los árboles). Las armas de atracción masiva eran el poder europeo, el verdadero soft power, término ambiguo, no sólo poder blando sino distinto del tradicional, aplastar y matar. Estados Unidos podrá ser durísimo, pero solo en último extremo: lo demostró en Normandía o en Okinawa. Pero el nuevo presidente no ama la motosierra. Si se da el suficiente margen para el uso del soft power, lo usará: ante Irán, ante Paquistán…
Venimos de nuestros documentos fundadores… Sacudamos el polvo de nuestros zapatos… Empecemos otra vez… Creamos en el poder de las ideas… Hagamos retroceder el espectro del calentamiento del planeta… Proclamemos el fin de las disputas mezquinas… El sueño americano es el de los que socorren al que pasa, sin conocerle… ¿Quién ha hecho este país?… El bombero que sube por una escalera llena de humo; la voluntad del padre que cuida de su hijo… Esto es lo que decide el destino…
Hay sobre todo una frase, una receta para salir de la crisis: Nuestro talento no es menos inventivo, nuestros bienes y servicios no son menos necesitados que la semana o el mes anterior. Nuestra capacidad permanece. Ha pasado ya el tiempo de proteger pequeños intereses.
Es lástima que Aretha Franklin oscureciera al príncipe veneciano, al inolvidable Otelo, dominador de la situación. Por voluntad de él, ella fue la reina del escenario, con aquel enorme lazo gris sobre la sien derecha y su maravillosa dicción de Memphis, Tennessee, 1942. Un ser subliminalmente clavado, por propio derecho, en todas nuestras fantasías carnales. América viva. Por muchos años.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Elegimos dos frases del nuevo presidente en su discurso inaugural. El mundo musulmán, primero. La corrupción, después. Son, creemos, alusiones críticas en un texto medidísimo, dirigido a la sociedad americana, también a sus votantes. Y además, al mundo.
Los frentes abiertos son muchos. La maraña es casi inextricable. La crisis, invasiva. La sanidad, que Obama quiere hacer universal, aspira a rescatar a 48 millones de ciudadanos desprotegidos… La profundidad de la sima la hace difícil de sondar. Falta información. Las medidas de choque se tomarán de inmediato, pero la ausencia de verdaderos datos obliga a avanzar por un mar sin visibilidad, ni cartas de navegación… En el exterior, Gaza en llamas hasta hace horas; Irán atizador del conflicto; Cachemira entre dos mundos; México y sus asesinatos.
Primero, el mensaje al mundo musulmán. Sin un acuerdo de paz más o menos permanente entre las sociedades del Corán y las de la Biblia, el equilibrio mundial estará en el aire. Son más de 1.200 millones de cristianos frente a otros tantos musulmanes. Ayer Obama tendió la mano al islam desde un monumento occidental y cristiano, columnas griegas, cúpula eclesial. En Estados Unidos viven, cifra incierta, seis millones de ciudadanos de ascendencia judía: se reconocen judíos y defienden el credo judío. Seis millones entre unos 18 en el mundo, incluidos cinco millones de israelíes. Muchos de ellos influyentes. Pero tienen enfrente a dos mareas humanas, 2.600 millones de hijos de las otras dos religiones del tronco común, quizá por eso mortalmente enfrentadas, 1300 muertos en Gaza, 18 en las localidades israelíes circundantes, no nos apeguemos demasiado a las cifras. Cada judío respira porque Dios se lo permite: los cristianos y musulmanes inhalan oxígeno sin pedir permiso, con total naturalidad. El judío teme desaparecer de la faz de la tierra, y acierta al ser precavido. El musulmán o el cristiano saben que nada hará cambiar, en siglos, a sus masas de fieles, creyentes más o menos, instalados en Francia, Brasil, Nueva Zelanda o Canadá. Volvamos a otro lugar común, verdadero como casi siempre: la cultura musulmana o cristiana modelan, condicionan a sus hijos, aún a su pesar. En el área arabomediterránea se fraguó ese enfrentamiento, hace unos 1.500 años. El Profeta venía de la orilla del mar Rojo, brazo del Mediterráneo. El Mediterráneo fue la gran cazuela en la que se coció la civilización (ya no lo es, pero pesa mucho, repetimos, mucho). Mubarak y Sarkozy, copresidentes de la Unión por el Mediterráneo, han trabajado juntos, al teléfono, desde hace meses, en contacto físico en las últimas horas. Lo cual tiene significados que no podemos analizar aquí. Pero un presidente como el francés, que quiere estar en el centro de los problemas, se inventa, y hace bien, nuevos organismos, entidades, alianzas en los que ser protagonista. El ámbito musulmán es desigual y pobre: se extiende desde el mundo del camello al del trineo, desde Kenya hasta Kazajstán. Volvamos una y otra vez sobre las culturas y su relación con la geografía: los jesuitas dirigen la universidad de Kioto aunque el cristianismo sea numéricamente irrelevante en Japón. Si repasamos el territorio, el mundo árabe no ha producido, salvo motas aisladas, verdaderas redes de industrias o servicios. El petróleo y gas no son industrias sino extracciones, empobrecedoras a largo plazo de sus sociedades. Pero ese mundo árabomusulmán, que odia a occidente, tiene desde ayer una mano tendida, la mano de América. Por hoy, dejamos el asunto aquí.
Segunda sorpresa, la corrupción. «A los que se agarran al poder por la corrupción y la mentira y silencian al que disiente, sepan que están del mal lado de la historia…»
América, perdonen el entusiasmo, es en buena parte hija del dinero. Dinero industrial y comercial, té, ferrocarriles, banca, petróleo, rascacielos, satélites. Desde el siglo XVIII y durante los 200 años que siguieron, el dinero creador, el de la virtud y el riesgo, levantaron la nación. Virtud, empezar a las cinco de la mañana a vender toneladas de cebada o millones de costillas de vaca. Riesgo, el soportado al instalar el ferrocarril del Pacífico, con los indios disparando (no sin razón, pero este es otro capítulo). América empezó a girar hacia el dinero como único valor en años inciertos, en torno a las presidencias de Johnson y Nixon. Años terribles de Vietnam, protesta en los campus, desgaste de los ideales hasta límites alarmantes. Casi 60.000 muertos entre los fuerzas americanas, casi un millón entre los invadidos. Años de plomo. Grandes escritores americanos, desde Walter Lippmann al joven William Pfaff, quizá el más grande hoy entre los supervivientes activos, analizaron aquella ruptura.
No era la potencia arrolladora del dinero. Era otra cosa: el dinero exigía ser el único valor, el solo protagonista en la arena del circo. Lo demás debía desaparecer. Ni la salud, ni la ciencia, ni el arte podían predominar sobre el dinero. Este mal ha corroído muchos órganos de la América contemporánea. Durante las presidencias de Ford o Carter la corriente pareció retroceder. Durante los años de Reagan, una figura por encima del bien y del mal, volvió con furia, para asentarse en las presidencias de Bush padre y Bill Clinton. El culto religioso, la adoración pública al único dios, llegó al tope máximo en los ocho últimos años. Madoff representaba la especulación más opaca frente al trabajo y el sacrificio. Posiblemente injusto, pero el nombre de Madoff irá ya indisolublemente unido al de Bush el Menor. Pronto relataremos lo ocurrido en Wall Street, en 1999, entre un investigador, Harry Markopolos, y Ben Madoff, atrapado en su momento mejor, dejado escapar en 2006 por la Securities & Exchange Commission, SEC. Que años después un nuevo presidente deba incluir los términos corrupción y engaño en su discurso inaugural, normalmente centrado en la paz y en la promesa de un futuro mejor, da que pensar.
Centenares de entidades corruptas —entre cientos de miles honorables— han sido denunciadas. Millares de estafadores han caído en la trampa. La nómina, encabezada por Madoff, tiene varias páginas.
Pero el sueño americano sigue ahí, después de la larga pesadilla. Chris Patten, último y heroico gobernador británico de Hong Kong, usó un truco fonético, armas de atracción masiva, contra la estupidez de la motosierra (Laura Bush lo explicaba. Cuando, en el rancho, le dan una mala noticia, mi marido coge la motosierra y, rrrrrraaammm, empieza a cortar ramas de los árboles). Las armas de atracción masiva eran el poder europeo, el verdadero soft power, término ambiguo, no sólo poder blando sino distinto del tradicional, aplastar y matar. Estados Unidos podrá ser durísimo, pero solo en último extremo: lo demostró en Normandía o en Okinawa. Pero el nuevo presidente no ama la motosierra. Si se da el suficiente margen para el uso del soft power, lo usará: ante Irán, ante Paquistán…
Venimos de nuestros documentos fundadores… Sacudamos el polvo de nuestros zapatos… Empecemos otra vez… Creamos en el poder de las ideas… Hagamos retroceder el espectro del calentamiento del planeta… Proclamemos el fin de las disputas mezquinas… El sueño americano es el de los que socorren al que pasa, sin conocerle… ¿Quién ha hecho este país?… El bombero que sube por una escalera llena de humo; la voluntad del padre que cuida de su hijo… Esto es lo que decide el destino…
Hay sobre todo una frase, una receta para salir de la crisis: Nuestro talento no es menos inventivo, nuestros bienes y servicios no son menos necesitados que la semana o el mes anterior. Nuestra capacidad permanece. Ha pasado ya el tiempo de proteger pequeños intereses.
Es lástima que Aretha Franklin oscureciera al príncipe veneciano, al inolvidable Otelo, dominador de la situación. Por voluntad de él, ella fue la reina del escenario, con aquel enorme lazo gris sobre la sien derecha y su maravillosa dicción de Memphis, Tennessee, 1942. Un ser subliminalmente clavado, por propio derecho, en todas nuestras fantasías carnales. América viva. Por muchos años.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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