domingo, enero 18, 2009

Por qué Israel se siente amenazado / Why Israel Feels Threatened

Por Benny Morris, catedrático de Historia de Oriente Medio en la Universidad Ben-Gurión y autor del libro 1948: A History of the First Arab-Israeli War (ELPAÍS / THE NEW YORK TIMES, 17/01/09):

Muchos israelíes tienen la sensación de que el mundo (y la historia) se les viene encima en un Estado nacido hace apenas 60 años, al igual que ocurriera a comienzos de junio de 1967, justo antes de que Israel se embarcara en la Guerra de los Seis Días y destruyera los ejércitos egipcio, jordano y sirio en el Sinaí, Cisjordania y los Altos del Golán.

Hace más de 40 años, los egipcios expulsaron a las fuerzas de paz de Naciones Unidas de su frontera en el Sinaí, cerraron el estrecho de Tirán al tráfico marítimo y aéreo israelí, y desplegaron el equivalente a siete divisiones acorazadas y de infantería a las puertas del Estado judío. Tras haber firmado una serie de pactos militares con Siria y Jordania, Egipto envió sus fuerzas a Cisjordania, y las emisoras de radio árabes lanzaban encendidos mensajes sobre la cercana destrucción de Israel.

Los israelíes o, mejor dicho, los judíos israelíes están reviviendo lo que sintieron sus padres en aquellos días apocalípticos. En la actualidad, Israel es un Estado mucho más poderoso y próspero que entonces. En 1967 tan sólo había unos dos millones de judíos en el país (actualmente hay cerca de 5,5 millones), y el ejército carecía de armas nucleares. Sin embargo, la mayor parte de la población mira con recelo hacia el futuro.

Éste es el resultado de dos problemas generales y de cuatro causas concretas. Los problemas generales son sencillos. En primer lugar, a pesar de las esperanzas israelíes y de los acuerdos de paz firmados con Egipto y Jordania en 1979 y 1994, el mundo árabe, y más ampliamente el islámico, nunca ha aceptado realmente la legitimidad de Israel y continúa oponiéndose a su existencia.

En segundo lugar, el apoyo de la opinión pública occidental (y, por ende, en la mayoría de las democracias, de sus Gobiernos) a Israel es cada vez menor, pues se mira con recelo el tratamiento que éste da a sus vecinos palestinos. La memoria del Holocausto está cada vez más difuminada y resulta poco útil.

Más concretamente, Israel se enfrenta a un conjunto de amenazas graves. Al este, Irán avanza frenéticamente en su proyecto nuclear, el cual, en opinión de la mayoría de los israelíes y de las agencias de inteligencia del mundo, tiene como objetivo la producción de armas nucleares. Esto, unido a las amenazas públicas de su presidente, Mahmud Ahmadineyad, de destruir Israel (y su negación del Holocausto) tiene en ascuas a los líderes políticos y militares de Israel.

Al norte, la organización fundamentalista del Líbano, Hezbolá, que también ha jurado destruir Israel y sigue el ejemplo de Irán, ha conseguido rearmarse tras su enfrentamiento con los judíos en 2006. Según la inteligencia israelí, Hezbolá tiene un arsenal de 30.000 a 40.000 misiles de fabricación rusa suministrados por Siria e Irán (el doble de los que poseía en 2006). Algunos de ellos podrían alcanzar Tel Aviv y Dimona, donde se ubican las instalaciones nucleares israelíes. De desencadenarse una guerra entre Israel e Irán, Hezbolá no tardaría en unirse a la refriega (como tampoco sería extraño que se uniera al renovado conflicto entre Israel y Palestina).

Al sur, Israel se enfrenta al movimiento islamista de Hamás, que controla la Franja de Gaza y cuyos principios fundacionales contemplan la destrucción de Israel y la dominación de Palestina bajo la autoridad y la ley islámicas. En la actualidad, los miembros de Hamás se cuentan por miles y la organización tiene un amplio arsenal de misiles (Qassams, de fabricación casera y rusa; Katyushas, financiados por Irán, y Grads, traídos de contrabando por los túneles del Sinaí, donde los egipcios, básicamente, hacen la vista gorda).

El pasado junio, Israel y Hamás acordaron una tregua de seis meses. Las facciones armadas de Gaza se encargaron de romper con frecuencia esa calma inestable lanzando misiles contra los asentamientos fronterizos de Israel. La respuesta de este último fue la suspensión, también con frecuencia, de los envíos de suministros a Gaza. En noviembre y a principios de diciembre, Hamás incrementó los ataques con misiles y anunció, formal y unilateralmente, el final de la tregua. La población y el Gobierno israelíes dieron entonces carta blanca a su ministro de Defensa, Ehud Barak. El eficaz ataque de Israel sobre Hamás fue la primera medida adoptada. La mayoría de los complejos de seguridad y gubernamentales de Hamás quedaron destruidos y murieron cientos de sus seguidores.

Sin embargo, el ataque no resolverá el problema de base planteado por la Franja de Gaza, donde viven 1,5 millones de palestinos víctimas de la desesperación y la pobreza, gobernados por un régimen fanático, y prácticamente aislados por las vallas y los controles fronterizos vigilados por Israel y Egipto.

Seguramente, esto no doblegará a la organización Hamás, pero sí se podrá ejercer presión suficiente como para conseguir, con la mediación de Turquía o Egipto, una nueva tregua temporal. Parece ser que esto es lo máximo a lo que se podría aspirar, si bien nadie duda de que los ataques con misiles en el sur de Israel se reanudarían una vez que Hamás recuperara el aliento.

La cuarta amenaza inmediata para la existencia de Israel es de carácter interno, y no es otra que la planteada por la minoría árabe que vive en el país. En las dos décadas pasadas, los 1,3 millones de ciudadanos árabes de Israel se han radicalizado. Muchos de ellos han reconocido abiertamente una identidad palestina y han hecho suyos los objetivos nacionales palestinos. Sus portavoces afirman que su lealtad está con su gente, más que con su Estado, Israel. Muchos de los líderes de la comunidad, que se benefician de la democracia israelí, apoyaron más o menos públicamente a Hezbolá en 2006 y siguen abogando por su “autonomía” (de un tipo u otro) y la disolución del Estado judío.

Son las características demográficas, en lugar de la victoria árabe en el campo de batalla, lo que sienta las bases de dicha disolución. La tasa de natalidad de los árabes israelíes es de las más elevadas del mundo, con cuatro o cinco hijos por familia (frente a los dos o tres de los judíos israelíes).

Si la tendencia actual persiste, los árabes constituirán la mayoría de los ciudadanos israelíes en 2040 o 2050. Dentro de cinco o diez años, los palestinos (los árabes israelíes, junto con los que viven en Cisjordania y la Franja de Gaza) formarán la población mayoritaria de Palestina (la tierra que se extiende entre el río Jordán y el Mediterráneo).

Las fricciones entre los árabes israelíes y los judíos israelíes se alzan ya como un factor político contundente. En el año 2000, a comienzos de la segunda Intifada, miles de jóvenes árabes, en simpatía con sus hermanos de los territorios, se manifestaron en las principales carreteras israelíes y en las ciudades con mezcla étnica de Israel.

El pasado diciembre se ha visto un nuevo brote, si bien a menor escala, de tales protestas. Al final del camino, los judíos de Israel temen mayores explosiones de violencia y terrorismo por parte de los árabes israelíes. La mayor parte de los judíos ven en la minoría árabe a una potencial quinta columna.

El elemento común a todas estas amenazas concretas es la falta de convencionalismo. Entre 1948 y 1982, Israel supo hacer frente con relativo éxito a las amenazas de los ejércitos árabes tradicionales. De hecho, consiguió derrotarlos de forma aplastante en más de una ocasión. Pero la amenaza nuclear de Irán, el ascenso de organizaciones tales como Hamás y Hezbolá que operan más allá de sus fronteras y desde el interior de densas poblaciones civiles, y la creciente insatisfacción de los árabes israelíes con el Estado y su identificación con el enemigo, ofrecen un panorama completamente distinto. Y éstos son desafíos que los líderes y la población de Israel, vinculados a las normas de conducta democráticas y liberales de Occidente, encuentran especialmente difíciles de llevar.

La sensación que vive Israel de que el mundo se les viene encima desencadenó una reacción violenta a finales del año 2008. Dadas las nuevas realidades, no sería sorprendente que a ello le siguieran explosiones más agresivas.

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Many Israelis feel that the walls — and history — are closing in on their 60-year-old state, much as they felt in early June 1967, just before Israel launched the Six-Day War and destroyed the Egyptian, Jordanian and Syrian armies in Sinai, the West Bank and the Golan Heights.

More than 40 years ago, the Egyptians had driven a United Nations peacekeeping force from the Sinai-Israel border, had closed the Straits of Tiran to Israeli shipping and air traffic and had deployed the equivalent of seven armored and infantry divisions on Israel’s doorstep. Egypt had signed a series of military pacts with Syria and Jordan and placed troops in the West Bank. Arab radio stations blared messages about the coming destruction of Israel.

Israelis, or rather, Israeli Jews, are beginning to feel much the way their parents did in those apocalyptic days. Israel is a much more powerful and prosperous state today. In 1967 there were only some 2 million Jews in the country — today there are about 5.5 million — and the military did not have nuclear weapons. But the bulk of the population looks to the future with deep foreboding.

The foreboding has two general sources and four specific causes. The general problems are simple. First, the Arab and wider Islamic worlds, despite Israeli hopes since 1948 and notwithstanding the peace treaties signed by Egypt and Jordan in 1979 and 1994, have never truly accepted the legitimacy of Israel’s creation and continue to oppose its existence.

Second, public opinion in the West (and in democracies, governments can’t be far behind) is gradually reducing its support for Israel as the West looks askance at the Jewish state’s treatment of its Palestinian neighbors and wards. The Holocaust is increasingly becoming a faint and ineffectual memory and the Arab states are increasingly powerful and assertive.

More specifically, Israel faces a combination of dire threats. To the east, Iran is frantically advancing its nuclear project, which most Israelis and most of the world’s intelligence agencies believe is designed to produce nuclear weapons. This, coupled with Iranian President Mahmoud Ahmedinejad’s public threats to destroy Israel — and his denials of the Holocaust and of any homosexuality in Iran, which underscore his irrationality — has Israel’s political and military leaders on tenterhooks.

To the north, the Lebanese fundamentalist organization Hezbollah, which also vows to destroy Israel and functions as an Iranian proxy, has thoroughly rearmed since its war with Israel in 2006. According to Israeli intelligence estimates, Hezbollah now has an arsenal of 30,000 to 40,000 Russian-made rockets, supplied by Syria and Iran — twice the number it possessed in 2006. Some of the rockets can reach Tel Aviv and Dimona, where Israel’s nuclear production facility is located. If there is war between Israel and Iran, Hezbollah can be expected to join in. (It may well join in the renewed Israeli-Palestinian conflict, too.)

To the south, Israel faces the Islamist Hamas movement, which controls the Gaza Strip and whose charter promises to destroy Israel and bring every inch of Palestine under Islamic rule and law. Hamas today has an army of thousands. It also has a large arsenal of rockets — home-made Qassams and Russian-made, Iranian-financed Katyushas and Grads smuggled, with the Egyptians largely turning a blind eye, through tunnels from Sinai.

Last June, Israel and Hamas agreed to a six-month truce. This unsteady calm was periodically violated by armed factions in Gaza that lobbed rockets into Israel’s border settlements. Israel responded by periodically suspending shipments of supplies into Gaza.

In November and early December, Hamas stepped up the rocket attacks and then, unilaterally, formally announced the end of the truce. The Israeli public and government then gave Defense Minister Ehud Barak a free hand. Israel’s highly efficient air assault on Hamas, which began on Saturday, was his first move. Most of Hamas’s security and governmental compounds were turned into rubble and several hundred Hamas fighters were killed.

But the attack will not solve the basic problem posed by a Gaza Strip populated by 1.5 million impoverished, desperate Palestinians who are ruled by a fanatic regime and are tightly hemmed in by fences and by border crossings controlled by Israel and Egypt.

An enormous Israeli ground operation aimed at conquering the Gaza Strip and destroying Hamas would probably bog down in the alleyways of refugee camps before achieving its goal. (And even if these goals were somehow achieved, renewed and indefinite Israeli rule over Gaza would prove unpalatable to all concerned.)

More likely are small, limited armored incursions, intended to curtail missile launches and kill Hamas fighters. But these are also unlikely to bring the organization to heel — though they may exercise sufficient pressure eventually to achieve, with the mediation of Turkey or Egypt, a renewed temporary truce. That seems to be the most that can be hoped for, though a renewal of rocket attacks on southern Israel, once Hamas recovers, is as certain as day follows night.

The fourth immediate threat to Israel’s existence is internal. It is posed by the country’s Arab minority. Over the past two decades, Israel’s 1.3 million Arab citizens have been radicalized, with many openly avowing a Palestinian identity and embracing Palestinian national aims. Their spokesmen say that their loyalty lies with their people rather than with their state, Israel. Many of the community’s leaders, who benefit from Israeli democracy, more or less publicly supported Hezbollah in 2006 and continue to call for “autonomy” (of one sort or another) and for the dissolution of the Jewish state.

Demography, if not Arab victory in battle, offers the recipe for such a dissolution. The birth rates for Israeli Arabs are among the highest in the world, with 4 or 5 children per family (as opposed to the 2 or 3 children per family among Israeli Jews).

If present trends persist, Arabs could constitute the majority of Israel’s citizens by 2040 or 2050. Already, within five to 10 years, Palestinians (Israeli Arabs coupled with those who live in the West Bank and Gaza Strip) will form the majority population of Palestine (the land lying between the Jordan River and the Mediterranean).

Friction between Israeli Arabs and Jews is already a cogent political factor. In 2000, at the start of the second intifada, thousands of Arab youngsters, in sympathy with their brethren in the territories, rioted along Israel’s major highways and in Israel’s ethnically mixed cities.

The past fortnight has seen a recurrence, albeit on a smaller scale, of such rioting. Down the road, Israel’s Jews fear more violence and terrorism by Israeli Arabs. Most Jews see the Arab minority as a potential fifth column.

What is common to these specific threats is their unconventionality. Between 1948 and 1982 Israel coped relatively well with the threat from conventional Arab armies. Indeed, it repeatedly trounced them. But Iran’s nuclear threat, the rise of organizations like Hamas and Hezbollah that operate from across international borders and from the midst of dense civilian populations, and Israeli Arabs’ growing disaffection with the state and their identification with its enemies, offer a completely different set of challenges. And they are challenges that Israel’s leaders and public, bound by Western democratic and liberal norms of behavior, appear to find particularly difficult to counter.

Israel’s sense of the walls closing in on it has this past week led to one violent reaction. Given the new realities, it would not be surprising if more powerful explosions were to follow.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

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