Por Juan-José López Burniol, notario (EL PERIÓDICO, 24/01/09):
Tras la segunda guerra mundial, al cristalizar con la guerra fría las posiciones de los antagonistas (democracias occidentales-países comunistas) y concretarse sus idearios en sendos códigos de inmutables certezas, se produjo un artificial mantenimiento de la situación y, en concreto, una cierta esclerosis de ambos sistemas –más acentuada en el comunista–, que dio lugar a que surgieran, a comienzos de los 60, sendos intentos de regeneración. En Occidente, fueron protagonizados por el presidente Kennedy –la Nueva Frontera– y por Juan XXIII –Concilio Vaticano II–; y en la Unión Soviética, por Nikita Jruschov. Los tres desaparecieron pronto por distintas causas y sus proyectos fueron amortiguados por sus sucesores o, simplemente, abortados. Pero esta frustración explica el aura que, para muchos, aún nimba la imagen de John Fitzgerald Kennedy, pese a lo corto –mil días– de su mandato, a algunos errores notorios de su gestión y a la erosión que ha sufrido su figura desde entonces. Pese a ello, su recuerdo aún evoca la esperanza de un cambio en pos de mayores cotas de libertad y justicia para todos los pueblos.
Algo semejante ocurre a muchos, estos días, aunque las circunstancias sean distintas, con la figura del presidente Barack Obama. Encarna una ilusión y una esperanza que trascienden a Estados Unidos y se extienden por todo el mundo. Es la ilusión de que los viejos ideales de libertad y justicia sigan estando vigentes como objetivos perennes a alcanzar; y que la esperanza de que estos ideales se concrete en decisiones de gobierno que los hagan efectivos en la vida diaria de las personas y los pueblos. Aunque las dificultades sean inmensas, la ocasión es propicia. Porque son las etapas de crisis las que hacen posibles los cambios. Así sucedió, por ejemplo, con el New Deal impulsado por el presidente Roosevelt tras la crisis de 1929. Y, en este sentido, la situación es hoy parecida, pues la crisis desencadenada en los países occidentales –con efectos globales– por las hipotecas subprime es mucho más que una crisis cíclica: es una grave crisis provocada por una determinada manera de hacer las cosas que, al quebrar la confianza –base del tráfico mercantil–, pone en peligro la propia subsistencia del sistema. De ahí que el problema no se solucione con apresuradas inyecciones de dinero en el sistema financiero para evitar su desplome, sino que sea urgente recuperar los principios básicos de la economía de mercado, exaltados con la palabra, pero negados de hecho por el movimiento neoconservador que ha vertebrado ideológicamente a Occidente durante los últimos 30 años.
POR TANTO, la raíz del problema que plantea la crisis actual es de naturaleza política, en el sentido más profundo de esta palabra. A consecuencia de la revolución conservadora desencadenada desde comienzos de los 80, en Estados Unidos –por poner el ejemplo paradigmático–, las desigualdades sociales han crecido de un modo extraordinario, poniendo fin al país de clases medias que se consolidó tras la segunda guerra mundial y retrotrayendo la sociedad americana a unos niveles de desigualdad semejantes a los del primer tercio del siglo XX. La política de bajos impuestos para los ricos –renta y sucesiones–, la erosión de los programas sociales y el sistema de retribuciones han tenido efectos demoledores. Así, por ejemplo, según la Reserva Federal, en los 70, los principales ejecutivos de las 102 mayores empresas estadounidenses recibían, de promedio, una paga que equivalía a 40 veces el sueldo de un trabajador a tiempo completo; en cambio, en el año 2000, las retribuciones de los directores generales suponían, de promedio, 367 veces el salario de un trabajador promedio. Y los directivos de rango inmediatamente inferior a los directores generales recibían, en 1970, un sueldo 31 veces más elevado que el del trabajador promedio, mientras que, en el año 2000, era 169 veces mayor.
PARA PAUL Krugman, la causa de esta creciente desigualdad no está en el juego de fuerzas impersonales del mercado tales como el cambio tecnológico y la globalización. El origen es político. En efecto –escribe–, “durante la década de 1970, extremistas de derecha decididos a acabar con los logros del New Deal se hicieron con el control del Partido Republicano (…). El poder adquirido por la derecha dura envalentonó a los empresarios, que se dedicaron a lanzar un ataque en toda regla contra el movimiento sindical (…). Al mismo tiempo, ello supuso liberar a los directivos de las empresas de los controles sociales y políticos que anteriormente habían puesto límites a los galopantes emolumentos de los ejecutivos, así como reducir considerablemente los impuestos sobre los ingresos más elevados, promoviendo además, de diversas formas, un incremento de la desigualdad económica”.
La reacción frente a esta situación explica el ascenso de Obama a la presidencia. Y sus características hacen pensar que es consciente de lo que se espera de él. A fin de cuentas coincide con el ideal que le impulsó, siendo un joven licenciado con un futuro brillante, a marcharse a Chicago para trabajar como organizador social. Hay decisiones que explican y honran toda una vida. ¡Qué tenga suerte! Buena falta le hará.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Tras la segunda guerra mundial, al cristalizar con la guerra fría las posiciones de los antagonistas (democracias occidentales-países comunistas) y concretarse sus idearios en sendos códigos de inmutables certezas, se produjo un artificial mantenimiento de la situación y, en concreto, una cierta esclerosis de ambos sistemas –más acentuada en el comunista–, que dio lugar a que surgieran, a comienzos de los 60, sendos intentos de regeneración. En Occidente, fueron protagonizados por el presidente Kennedy –la Nueva Frontera– y por Juan XXIII –Concilio Vaticano II–; y en la Unión Soviética, por Nikita Jruschov. Los tres desaparecieron pronto por distintas causas y sus proyectos fueron amortiguados por sus sucesores o, simplemente, abortados. Pero esta frustración explica el aura que, para muchos, aún nimba la imagen de John Fitzgerald Kennedy, pese a lo corto –mil días– de su mandato, a algunos errores notorios de su gestión y a la erosión que ha sufrido su figura desde entonces. Pese a ello, su recuerdo aún evoca la esperanza de un cambio en pos de mayores cotas de libertad y justicia para todos los pueblos.
Algo semejante ocurre a muchos, estos días, aunque las circunstancias sean distintas, con la figura del presidente Barack Obama. Encarna una ilusión y una esperanza que trascienden a Estados Unidos y se extienden por todo el mundo. Es la ilusión de que los viejos ideales de libertad y justicia sigan estando vigentes como objetivos perennes a alcanzar; y que la esperanza de que estos ideales se concrete en decisiones de gobierno que los hagan efectivos en la vida diaria de las personas y los pueblos. Aunque las dificultades sean inmensas, la ocasión es propicia. Porque son las etapas de crisis las que hacen posibles los cambios. Así sucedió, por ejemplo, con el New Deal impulsado por el presidente Roosevelt tras la crisis de 1929. Y, en este sentido, la situación es hoy parecida, pues la crisis desencadenada en los países occidentales –con efectos globales– por las hipotecas subprime es mucho más que una crisis cíclica: es una grave crisis provocada por una determinada manera de hacer las cosas que, al quebrar la confianza –base del tráfico mercantil–, pone en peligro la propia subsistencia del sistema. De ahí que el problema no se solucione con apresuradas inyecciones de dinero en el sistema financiero para evitar su desplome, sino que sea urgente recuperar los principios básicos de la economía de mercado, exaltados con la palabra, pero negados de hecho por el movimiento neoconservador que ha vertebrado ideológicamente a Occidente durante los últimos 30 años.
POR TANTO, la raíz del problema que plantea la crisis actual es de naturaleza política, en el sentido más profundo de esta palabra. A consecuencia de la revolución conservadora desencadenada desde comienzos de los 80, en Estados Unidos –por poner el ejemplo paradigmático–, las desigualdades sociales han crecido de un modo extraordinario, poniendo fin al país de clases medias que se consolidó tras la segunda guerra mundial y retrotrayendo la sociedad americana a unos niveles de desigualdad semejantes a los del primer tercio del siglo XX. La política de bajos impuestos para los ricos –renta y sucesiones–, la erosión de los programas sociales y el sistema de retribuciones han tenido efectos demoledores. Así, por ejemplo, según la Reserva Federal, en los 70, los principales ejecutivos de las 102 mayores empresas estadounidenses recibían, de promedio, una paga que equivalía a 40 veces el sueldo de un trabajador a tiempo completo; en cambio, en el año 2000, las retribuciones de los directores generales suponían, de promedio, 367 veces el salario de un trabajador promedio. Y los directivos de rango inmediatamente inferior a los directores generales recibían, en 1970, un sueldo 31 veces más elevado que el del trabajador promedio, mientras que, en el año 2000, era 169 veces mayor.
PARA PAUL Krugman, la causa de esta creciente desigualdad no está en el juego de fuerzas impersonales del mercado tales como el cambio tecnológico y la globalización. El origen es político. En efecto –escribe–, “durante la década de 1970, extremistas de derecha decididos a acabar con los logros del New Deal se hicieron con el control del Partido Republicano (…). El poder adquirido por la derecha dura envalentonó a los empresarios, que se dedicaron a lanzar un ataque en toda regla contra el movimiento sindical (…). Al mismo tiempo, ello supuso liberar a los directivos de las empresas de los controles sociales y políticos que anteriormente habían puesto límites a los galopantes emolumentos de los ejecutivos, así como reducir considerablemente los impuestos sobre los ingresos más elevados, promoviendo además, de diversas formas, un incremento de la desigualdad económica”.
La reacción frente a esta situación explica el ascenso de Obama a la presidencia. Y sus características hacen pensar que es consciente de lo que se espera de él. A fin de cuentas coincide con el ideal que le impulsó, siendo un joven licenciado con un futuro brillante, a marcharse a Chicago para trabajar como organizador social. Hay decisiones que explican y honran toda una vida. ¡Qué tenga suerte! Buena falta le hará.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
No hay comentarios.:
Publicar un comentario