Por Andrés de Blas Guerrero, catedrático de Teoría del Estado en la UNED (EL PAÍS, 23/01/09):
El influjo de los distintos aspectos de la cuestión nacional británica no ha pasado desapercibido en la historiografía y en las ciencias sociales de nuestro país. Los aspectos más sobresalientes de ese influjo habrían sido, en primer lugar, el impacto del “autogobierno” británico sobre la visión de nuestra tradición reformista en los proyectos de cambio de la Administración local desde mediados del siglo XIX. A través de ellos, se aspiraba a la liquidación del caciquismo y a la transformación de los primeros escalones de la vida político-administrativa en una auténtica escuela de gobierno liberal-democrático.
En segundo lugar, la atención prestada al pleito irlandés tanto en la forma de los proyectos de Home Rule del siglo XIX como, ya en el siglo XX, el significado de la independencia de la República, ha tenido particular influencia en la evolución de nuestros nacionalismos periféricos. En tercer lugar, más recientemente, el inicio de la Devolution en Escocia y Gales y el restablecimiento del autogobierno en Irlanda del Norte ligado al proceso de paz han merecido la atención tanto de nuestros nacionalismos potencialmente disgregadores como de una visión política e intelectual interesada en la suerte de España como nación y Estado del conjunto de los españoles.
Estas tres grandes influencias no ocultan otros paralelismos en la evolución de las cuestiones nacionales británica y española de los que todavía podemos extraer algunas consecuencias enriquecedoras para ambos países. Una cuestión central en la que España es una adelantada a Gran Bretaña es la incidencia sobre la conciencia nacional de la crisis imperial. La derrota del 98 pone fin a un muy mermado imperio español que, pese a todo, va a hacer inevitable el dinamismo de unos nacionalismos periféricos que, a través de un cambio de bandera nacional, buscarán salidas propias a los efectos del fin del viejo orden hispano.
El fin de los restos del imperio español no es comparable en su entidad a la liquidación del más poderoso imperio mundial, el británico. Sus efectos sobre la crisis nacional del Reino Unido pueden, sin embargo, ser equiparados. La conciencia de ruptura del cemento que había mantenido en buena salud la unión de Inglaterra y Escocia, y en parte también de Inglaterra y Gales, se habrá de traducir en un renacer de las tensiones nacionalistas al norte y al oeste del Reino Unido.
El imperio, después de la Segunda Guerra Mundial, ha dejado de ser una empresa común en la que todos los británicos participaban, para pasar a ser un recuerdo mejor o peor instalado en la memoria de los recientes ciudadanos del Reino Unido.
Otro elemento que ha obligado a replantear una vieja conciencia británica se produjo en este caso con notable antelación en la vida de Gran Bretaña con relación a España. Me refiero a los complejos efectos de una emigración masiva de origen africano, asiático y americano sobre la percepción acerca de los ingredientes tradicionales de la cultura nacional.
La memoria del pasado bélico de ambos países tiene efectos muy distintos en la conciencia nacional británica y en la española, con un carácter claramente negativo para España. Mientras el recuerdo bélico británico se centra en dos grandes guerras nacionales, en la primera y la segunda guerras mundiales y en un pasado imperial sometido a permanente revisión, en nuestro caso es la tragedia civil de 1936 a 1939, y el eco de los supuestos fracasos de nuestra modernidad, lo que sigue pesando sobre nuestra memoria.
La integración en Europa ha tenido, en estos últimos 20 años, una interpretación acusadamente diferente en ambos países. La actitud optimista y esperanzada de la sociedad española, en coherencia con la herencia reformista de los dos últimos siglos, ha contrastado con las dudas y recelos de una sociedad británica, segura de su punto de partida y temerosa de la disolución de su especificidad nacional como consecuencia del desarrollo de la idea de Europa.
Las singularidades presentes en la vida nacional británica y española son, probablemente, menos apreciables que los elementos comunes. En ambos casos se ha especulado con su posible hundimiento como Estados-naciones. En los dos países se plantean tensiones secesionistas de alguna entidad. Tanto en el Reino Unido como en España se vive la necesidad de poner al día y renovar los elementos distintivos de su conciencia nacional. Pero ambos países parecen afrontar bien su futuro en el seno de una Unión Europea que, durante un largo trecho de su historia, va a seguir conviviendo con unos espacios nacionales en su seno. Todo ello en un marco de pluralidad de jurisdicciones en que los procesos de integración hacia arriba y de devolución hacia abajo no parecen amenazar la vida de los viejos Estados nacionales en un horizonte, cuando menos, a medio plazo.
En todo caso, la opinión y los políticos españoles harán bien en renovar su interés por el problema nacional británico, aunque sean ahora diferentes los centros de atención que dominaron en la vida de nuestro inmediato pasado.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
El influjo de los distintos aspectos de la cuestión nacional británica no ha pasado desapercibido en la historiografía y en las ciencias sociales de nuestro país. Los aspectos más sobresalientes de ese influjo habrían sido, en primer lugar, el impacto del “autogobierno” británico sobre la visión de nuestra tradición reformista en los proyectos de cambio de la Administración local desde mediados del siglo XIX. A través de ellos, se aspiraba a la liquidación del caciquismo y a la transformación de los primeros escalones de la vida político-administrativa en una auténtica escuela de gobierno liberal-democrático.
En segundo lugar, la atención prestada al pleito irlandés tanto en la forma de los proyectos de Home Rule del siglo XIX como, ya en el siglo XX, el significado de la independencia de la República, ha tenido particular influencia en la evolución de nuestros nacionalismos periféricos. En tercer lugar, más recientemente, el inicio de la Devolution en Escocia y Gales y el restablecimiento del autogobierno en Irlanda del Norte ligado al proceso de paz han merecido la atención tanto de nuestros nacionalismos potencialmente disgregadores como de una visión política e intelectual interesada en la suerte de España como nación y Estado del conjunto de los españoles.
Estas tres grandes influencias no ocultan otros paralelismos en la evolución de las cuestiones nacionales británica y española de los que todavía podemos extraer algunas consecuencias enriquecedoras para ambos países. Una cuestión central en la que España es una adelantada a Gran Bretaña es la incidencia sobre la conciencia nacional de la crisis imperial. La derrota del 98 pone fin a un muy mermado imperio español que, pese a todo, va a hacer inevitable el dinamismo de unos nacionalismos periféricos que, a través de un cambio de bandera nacional, buscarán salidas propias a los efectos del fin del viejo orden hispano.
El fin de los restos del imperio español no es comparable en su entidad a la liquidación del más poderoso imperio mundial, el británico. Sus efectos sobre la crisis nacional del Reino Unido pueden, sin embargo, ser equiparados. La conciencia de ruptura del cemento que había mantenido en buena salud la unión de Inglaterra y Escocia, y en parte también de Inglaterra y Gales, se habrá de traducir en un renacer de las tensiones nacionalistas al norte y al oeste del Reino Unido.
El imperio, después de la Segunda Guerra Mundial, ha dejado de ser una empresa común en la que todos los británicos participaban, para pasar a ser un recuerdo mejor o peor instalado en la memoria de los recientes ciudadanos del Reino Unido.
Otro elemento que ha obligado a replantear una vieja conciencia británica se produjo en este caso con notable antelación en la vida de Gran Bretaña con relación a España. Me refiero a los complejos efectos de una emigración masiva de origen africano, asiático y americano sobre la percepción acerca de los ingredientes tradicionales de la cultura nacional.
La memoria del pasado bélico de ambos países tiene efectos muy distintos en la conciencia nacional británica y en la española, con un carácter claramente negativo para España. Mientras el recuerdo bélico británico se centra en dos grandes guerras nacionales, en la primera y la segunda guerras mundiales y en un pasado imperial sometido a permanente revisión, en nuestro caso es la tragedia civil de 1936 a 1939, y el eco de los supuestos fracasos de nuestra modernidad, lo que sigue pesando sobre nuestra memoria.
La integración en Europa ha tenido, en estos últimos 20 años, una interpretación acusadamente diferente en ambos países. La actitud optimista y esperanzada de la sociedad española, en coherencia con la herencia reformista de los dos últimos siglos, ha contrastado con las dudas y recelos de una sociedad británica, segura de su punto de partida y temerosa de la disolución de su especificidad nacional como consecuencia del desarrollo de la idea de Europa.
Las singularidades presentes en la vida nacional británica y española son, probablemente, menos apreciables que los elementos comunes. En ambos casos se ha especulado con su posible hundimiento como Estados-naciones. En los dos países se plantean tensiones secesionistas de alguna entidad. Tanto en el Reino Unido como en España se vive la necesidad de poner al día y renovar los elementos distintivos de su conciencia nacional. Pero ambos países parecen afrontar bien su futuro en el seno de una Unión Europea que, durante un largo trecho de su historia, va a seguir conviviendo con unos espacios nacionales en su seno. Todo ello en un marco de pluralidad de jurisdicciones en que los procesos de integración hacia arriba y de devolución hacia abajo no parecen amenazar la vida de los viejos Estados nacionales en un horizonte, cuando menos, a medio plazo.
En todo caso, la opinión y los políticos españoles harán bien en renovar su interés por el problema nacional británico, aunque sean ahora diferentes los centros de atención que dominaron en la vida de nuestro inmediato pasado.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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