Por José María Lassalle, secretario de Estudios del PP y diputado por Cantabria (EL PAÍS, 26/01/09):
Las sociedades abiertas van a ser puestas a prueba y tendrán que dar lo mejor de sí mismas para sobrevivir. Lo peor de la crisis está por llegar. Habrá que estar precavidos para afrontar los escenarios de inestabilidad que exigirán grandes dosis de fortaleza entre los partidos democráticos. Lo más importante en estos momentos es saber a qué atenerse y dotarnos de una pedagogía ejemplar, así como de un arsenal de acciones eficaces que desactiven los efectos sociales de la crisis.
Con todo, la consecuencia más grave que puede provocar la frustración colectiva que viviremos es la emergencia de un chovinismo del bienestar frente al que no sepamos reaccionar institucionalmente. Por el momento es imposible aventurar cuál será su rostro ni si tendrá una plataforma concreta que lo aglutine. Tampoco puede saberse si cabalgará con silla política el tigre de ese “contraconocimiento” que mina las bases informativas de nuestra Modernidad ilustrada y que, según explica Damian Thompson en su ensayo Los nuevos charlatanes, se ha adueñado ya de las prácticas de numerosos medios de comunicación. Lo que sí es seguro es que, de salir a la luz, desplegará un lenguaje de sorpresiva novedad que tratará de burlar subversivamente los contrafuegos tradicionales de la democracia.
Quien piense que podemos enfrentarnos ante una formulación idéntica a los totalitarismos de entreguerras se equivoca. De hecho, su diseño será selectivamente postmoderno y estará provisto de una aureola futurista que tratará de seducir transversalmente a mucha gente. Para ello querrá liderar -con un imaginario de vanguardia adaptado probablemente a las formas de comunicación en red y a las nuevas tecnologías-, la atmósfera de desesperación, resentimiento y miedo que propiciará en el futuro la crisis que empezamos a padecer. Pero, sobre todo, querrá rentabilizar y utilizar políticamente esa extendida “banalización del mal” que, como explica Claudio Magris en La historia no ha terminado, ha normalizado y cotidianizado el desprecio al otro y su dignidad, justificando -al amparo de un ejercicio impune y liberticida de la libertad de expresión-, tanto el insulto como la mentira, la propaganda y el uso indiscriminado de una violencia dialéctica que localiza su acción en destruir la imagen de las personas mediante la sustitución de los hechos por interpretaciones manipuladas de los mismos.
Entrado el siglo XXI, una nueva versión de aquello que Kant denominó el “fuste torcido de la humanidad” puede ponerse en circulación. Una versión inédita que, junto a la revolución rusa y sus secuelas, las tiranías de derechas y de izquierdas y las explo-siones de “nacionalismo, racis-mo y, en algunos lugares de fanatismo religioso”, podría convertirse en otra más de esas “tormentas ideológicas que han alterado la vida de prácticamente toda la humanidad” y que, como analiza Isaiah Berlin, “muy curiosamente los pensadores más avisados del siglo XIX no llegaron a predecir jamás”.
El centenario que este año celebramos del nacimiento de este filósofo liberal puede sernos de ayuda frente a un escenario caracterizado por la concurrencia de las condiciones que pueden producir, por utilizar el título de una famosa película, esa tormenta perfecta que nos conduzca a un nuevo desafío de inhumanidad generalizada.
La defensa cerrada que Berlin hizo a lo largo de toda su vida de la decencia de la democracia es una vía de aproximación idónea para entender su liberalismo. Por eso mismo, la importancia de sus ideas adquiere en estos momentos una dimensión pública de enorme trascendencia. De hecho, la gravedad de la crisis económica y sus crecientes y dramáticos efectos sociales, exigirá de los defensores políticos de la Modernidad ilustrada una estrategia compartida que refuerce los vínculos de respeto, moderación y responsabilidad recíprocos que deben darse entre los demócratas.
El liberalismo igualitario de Berlin es, en este sentido, un antídoto de enorme fuerza antitotalitaria y un punto en común sobre el que fortalecer nuestra convivencia democrática. Su descripción de la libertad como una dualidad positiva y negativa permite hacer de ella el soporte programático de las sociedades abiertas. No hay que olvidar que el juego combinado de esta dualidad trata de desactivar las tensiones sociales y las fracturas que generan las exigencias igualitarias de una convivencia democrática con la defensa de un ámbito de no interferencia personal.
La importancia del pensamiento berliniano radica en haber alcanzado una síntesis que se basa en la necesidad epistemológica de explorar adecuadamente la complejidad de los valores en pugna dentro de un entorno pluralista. De este modo, la propensión al conflicto no sería nunca una disfunción, sino la característica intrínseca a la estructura de una democracia liberal que obliga a elegir entre fines que son cambiantes según las circunstancias, pues, en determinados momentos hay que elegir entre la igualdad y la libertad, y otras veces entre la justicia y la compasión. El desenlace, en cualquier caso, siempre es el mismo: forzar acuerdos que eviten lo peor y hacerlo, además, sin dañar las bases morales que institucionalmente salvaguardan la decencia que posibilita la tolerancia y la paz cívica.
El mejor homenaje que podemos brindar a este autor con ocasión de su centenario es reivindicar el estilo de su racionalismo liberal. Fiel al escepticismo desapasionado, tolerante y sereno de un intelectual educado en la caballerosidad del espíritu liberal descrita por Locke en sus Pensamientos sobre la educación, sus ideas siguen vivas. Sobre todo porque buscaron equilibrios y puntos de encuentro en medio de esos diferenciales en tensión sobre los que se construye siempre cualquier consenso democrático. De hecho, planteó a lo largo de su dilatada vida una indagación liberal sobre la estructura moral de las democracias y sobre los riesgos y ventajas del pluralismo que la sustentan.
Para Berlin, la libertad es básicamente una mirada interrogativa hacia el otro, el que no piensa igual. Una mirada interrogativa con la que desbaratar la ortodoxia de quienes creen poseer conocimientos y principios infalibles a los que habría que someterse con la camisa de fuerza de una devoción quijotesca. Por ello no dudó en defender la heterodoxia y la empatía como instrumentos de una acción intelectual encaminada a desentrañar las claves sobre las que descansa la huidiza verdad y los esquivos principios que cimientan una convivencia pacífica y civilizada. De este modo, el liberalismo de Berlin puede afirmarse que sigue en pie. Porque retrata la encrucijada mayoritaria de esa centralidad política que encarnan aquéllos a “quienes causa idéntica repulsión moral los duros rostros que ven a su derecha y la histeria y la insensata violencia y demagogia que tienen a su izquierda”. Quizá por ello no dudó en concluir que la historia siempre estaba abierta, pues, de un modo u otro, “el futuro deberá cuidarse de sí mismo”.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Las sociedades abiertas van a ser puestas a prueba y tendrán que dar lo mejor de sí mismas para sobrevivir. Lo peor de la crisis está por llegar. Habrá que estar precavidos para afrontar los escenarios de inestabilidad que exigirán grandes dosis de fortaleza entre los partidos democráticos. Lo más importante en estos momentos es saber a qué atenerse y dotarnos de una pedagogía ejemplar, así como de un arsenal de acciones eficaces que desactiven los efectos sociales de la crisis.
Con todo, la consecuencia más grave que puede provocar la frustración colectiva que viviremos es la emergencia de un chovinismo del bienestar frente al que no sepamos reaccionar institucionalmente. Por el momento es imposible aventurar cuál será su rostro ni si tendrá una plataforma concreta que lo aglutine. Tampoco puede saberse si cabalgará con silla política el tigre de ese “contraconocimiento” que mina las bases informativas de nuestra Modernidad ilustrada y que, según explica Damian Thompson en su ensayo Los nuevos charlatanes, se ha adueñado ya de las prácticas de numerosos medios de comunicación. Lo que sí es seguro es que, de salir a la luz, desplegará un lenguaje de sorpresiva novedad que tratará de burlar subversivamente los contrafuegos tradicionales de la democracia.
Quien piense que podemos enfrentarnos ante una formulación idéntica a los totalitarismos de entreguerras se equivoca. De hecho, su diseño será selectivamente postmoderno y estará provisto de una aureola futurista que tratará de seducir transversalmente a mucha gente. Para ello querrá liderar -con un imaginario de vanguardia adaptado probablemente a las formas de comunicación en red y a las nuevas tecnologías-, la atmósfera de desesperación, resentimiento y miedo que propiciará en el futuro la crisis que empezamos a padecer. Pero, sobre todo, querrá rentabilizar y utilizar políticamente esa extendida “banalización del mal” que, como explica Claudio Magris en La historia no ha terminado, ha normalizado y cotidianizado el desprecio al otro y su dignidad, justificando -al amparo de un ejercicio impune y liberticida de la libertad de expresión-, tanto el insulto como la mentira, la propaganda y el uso indiscriminado de una violencia dialéctica que localiza su acción en destruir la imagen de las personas mediante la sustitución de los hechos por interpretaciones manipuladas de los mismos.
Entrado el siglo XXI, una nueva versión de aquello que Kant denominó el “fuste torcido de la humanidad” puede ponerse en circulación. Una versión inédita que, junto a la revolución rusa y sus secuelas, las tiranías de derechas y de izquierdas y las explo-siones de “nacionalismo, racis-mo y, en algunos lugares de fanatismo religioso”, podría convertirse en otra más de esas “tormentas ideológicas que han alterado la vida de prácticamente toda la humanidad” y que, como analiza Isaiah Berlin, “muy curiosamente los pensadores más avisados del siglo XIX no llegaron a predecir jamás”.
El centenario que este año celebramos del nacimiento de este filósofo liberal puede sernos de ayuda frente a un escenario caracterizado por la concurrencia de las condiciones que pueden producir, por utilizar el título de una famosa película, esa tormenta perfecta que nos conduzca a un nuevo desafío de inhumanidad generalizada.
La defensa cerrada que Berlin hizo a lo largo de toda su vida de la decencia de la democracia es una vía de aproximación idónea para entender su liberalismo. Por eso mismo, la importancia de sus ideas adquiere en estos momentos una dimensión pública de enorme trascendencia. De hecho, la gravedad de la crisis económica y sus crecientes y dramáticos efectos sociales, exigirá de los defensores políticos de la Modernidad ilustrada una estrategia compartida que refuerce los vínculos de respeto, moderación y responsabilidad recíprocos que deben darse entre los demócratas.
El liberalismo igualitario de Berlin es, en este sentido, un antídoto de enorme fuerza antitotalitaria y un punto en común sobre el que fortalecer nuestra convivencia democrática. Su descripción de la libertad como una dualidad positiva y negativa permite hacer de ella el soporte programático de las sociedades abiertas. No hay que olvidar que el juego combinado de esta dualidad trata de desactivar las tensiones sociales y las fracturas que generan las exigencias igualitarias de una convivencia democrática con la defensa de un ámbito de no interferencia personal.
La importancia del pensamiento berliniano radica en haber alcanzado una síntesis que se basa en la necesidad epistemológica de explorar adecuadamente la complejidad de los valores en pugna dentro de un entorno pluralista. De este modo, la propensión al conflicto no sería nunca una disfunción, sino la característica intrínseca a la estructura de una democracia liberal que obliga a elegir entre fines que son cambiantes según las circunstancias, pues, en determinados momentos hay que elegir entre la igualdad y la libertad, y otras veces entre la justicia y la compasión. El desenlace, en cualquier caso, siempre es el mismo: forzar acuerdos que eviten lo peor y hacerlo, además, sin dañar las bases morales que institucionalmente salvaguardan la decencia que posibilita la tolerancia y la paz cívica.
El mejor homenaje que podemos brindar a este autor con ocasión de su centenario es reivindicar el estilo de su racionalismo liberal. Fiel al escepticismo desapasionado, tolerante y sereno de un intelectual educado en la caballerosidad del espíritu liberal descrita por Locke en sus Pensamientos sobre la educación, sus ideas siguen vivas. Sobre todo porque buscaron equilibrios y puntos de encuentro en medio de esos diferenciales en tensión sobre los que se construye siempre cualquier consenso democrático. De hecho, planteó a lo largo de su dilatada vida una indagación liberal sobre la estructura moral de las democracias y sobre los riesgos y ventajas del pluralismo que la sustentan.
Para Berlin, la libertad es básicamente una mirada interrogativa hacia el otro, el que no piensa igual. Una mirada interrogativa con la que desbaratar la ortodoxia de quienes creen poseer conocimientos y principios infalibles a los que habría que someterse con la camisa de fuerza de una devoción quijotesca. Por ello no dudó en defender la heterodoxia y la empatía como instrumentos de una acción intelectual encaminada a desentrañar las claves sobre las que descansa la huidiza verdad y los esquivos principios que cimientan una convivencia pacífica y civilizada. De este modo, el liberalismo de Berlin puede afirmarse que sigue en pie. Porque retrata la encrucijada mayoritaria de esa centralidad política que encarnan aquéllos a “quienes causa idéntica repulsión moral los duros rostros que ven a su derecha y la histeria y la insensata violencia y demagogia que tienen a su izquierda”. Quizá por ello no dudó en concluir que la historia siempre estaba abierta, pues, de un modo u otro, “el futuro deberá cuidarse de sí mismo”.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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