Por José Antonio Millán, experto en cultura digital (EL PAÍS, 25/01/09):
¿Qué medio de relación tenemos los ciudadanos con nuestros proveedores básicos? Para contactar con las compañías eléctricas, con las telefónicas, los bancos, para comprar billetes recurrimos cada vez más al teléfono o a la web. Usamos esta comunicación a distancia por ahorrar dinero (porque empiezan a cobrarnos los envíos por correo), para evitarnos desplazamientos y pérdidas de tiempo, y también porque para muchas empresas no hay otra opción: es el único medio de contacto.
Sí: ahorramos algo, pero no hay que olvidar que a cambio, los costes del ordenador, energía, conexión, impresión de billetes y recibos electrónicos, etcétera, recae sobre el cliente. Además, los números de teléfono 902, a los que con frecuencia no hay más remedio que recurrir, nos cuestan también dinero.
Pero el aspecto más grave de este medio de comunicación forzosa es que se trata de un canal de mala calidad y que además las compañías utilizan con frecuencia para fines espurios. Pero vayamos por partes.
Muchas páginas web son un prodigio de mal diseño de interacción (quien haya intentado comprar un billete por Renfe lo ha comprobado). Es frecuente, por ejemplo en bancos, la aparición de anuncios ajenos a lo que uno quiere hacer, a veces incluso en ventanas emergentes. Además, el usuario está inerme ante una transacción fallida y se ve expuesto a mensajes de error incomprensibles. El resultado es que hay que acabar por llamar al teléfono de asistencia.
En los teléfonos uno se ve enfrentado de nuevo a un pésimo diseño de la interacción, y a pérdidas de tiempo: músicas, menús numéricos por los que hay que avanzar, y donde uno no siempre encuentra la opción que necesita…
Cuando uno conecta por fin con un ser humano, descubre que su capacidad de acción es realmente escasa: un férreo manual de procedimientos, con frecuencia mal planeado, va dictando paso a paso lo que pueden hacer… que no siempre es lo que necesitamos. Por supuesto, de nada sirve pedir contacto con un superior o, con alguien que realmente sepa del tema: no se conseguirá.
Las empresas están ahorrando mucho con la sustitución de personal de alta cualificación y próximo al cliente por otro de menor formación, localizado en lugares más baratos y apoyado en manuales de procedimientos. Pero el resultado es penoso para el usuario.
Por otra parte, cada vez se aprovechan más las comunicaciones telefónicas para incluir mensajes publicitarios, promociones, etcétera. ¡Todo ello con frecuencia en llamadas costeadas por el cliente!
La presión publicitaria dentro de las llamadas a empresas con las que ya tenemos relación es un tipo de spam aún más grave que el que proviene de desconocidos, porque se está usando un canal privilegiado de contacto para fines que no son los propios. Que el teléfono del banco de Internet ofrezca un fondo de inversión cuando llamas para otra cosa es un abuso de confianza. O que un trámite insoslayable como es la validación de una tarjeta de crédito se use para intentar vender un seguro sobre su pérdida es una falta de respeto para el cliente. Como me dijo la señorita del Santander a la que interrumpí en su perorata: “Pues hasta que no acabe no puedo validar su tarjeta”.
La necesidad (pero también la moda) de la seguridad tiene unos costes suplementarios de gestión para los ciudadanos. Hoy en día no se puede dar un paso sin pins y puks, claves, firmas electrónicas y códigos para acceder a las distintas operaciones que uno necesita. Y, o se elige la misma clave para todos los casos -lo que no parece conveniente- o el maremágnum de cifras y letras que se deben controlar es notable.
Y la situación se va complicando progresivamente: se piden claves dobles o triples para entrar en una cuenta y hacer una transferencia, y el último grito: se demanda obligatoriamente el número de móvil para rematar la operación con una clave por SMS que luego hay que introducir en la página web. Claro, que cuando vemos cómo usan el teléfono móvil que les hemos dado para hacernos llegar mensajes o llamadas publicitarias, comprendemos mejor los intereses que les guían…
Los procedimientos para protestar por estas prácticas, o para hacer que cesen llamadas y mensajes de márketing, son arcanos y diseñados para descorazonar. Los mismos que me permiten mover miles de euros con una simple clave dada por teléfono, suelen pedirme que mande un fax (¡a mí, a un particular!) cuando por fin consigo saber cómo protestar. Respecto a la queja ante organismos oficiales… ¿han visto campañas sobre cómo hacerlo? ¿Lo han intentado? Nuestro país no fomenta una cultura de la protesta ciudadana. De modo que en la práctica no hay medios para defenderse del mal trato y de la insaciabilidad publicitaria de aquellos con quienes no tenemos más remedio que relacionarnos.
Sí: podríamos dedicar nuestra vida a denunciar cada uno de estos abusos o infracciones, pero muchos creemos que los poderes públicos deberían proteger efectivamente a sus ciudadanos de estas constantes, desgastadoras y abusivas prácticas. En vez de no hacerlo.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
¿Qué medio de relación tenemos los ciudadanos con nuestros proveedores básicos? Para contactar con las compañías eléctricas, con las telefónicas, los bancos, para comprar billetes recurrimos cada vez más al teléfono o a la web. Usamos esta comunicación a distancia por ahorrar dinero (porque empiezan a cobrarnos los envíos por correo), para evitarnos desplazamientos y pérdidas de tiempo, y también porque para muchas empresas no hay otra opción: es el único medio de contacto.
Sí: ahorramos algo, pero no hay que olvidar que a cambio, los costes del ordenador, energía, conexión, impresión de billetes y recibos electrónicos, etcétera, recae sobre el cliente. Además, los números de teléfono 902, a los que con frecuencia no hay más remedio que recurrir, nos cuestan también dinero.
Pero el aspecto más grave de este medio de comunicación forzosa es que se trata de un canal de mala calidad y que además las compañías utilizan con frecuencia para fines espurios. Pero vayamos por partes.
Muchas páginas web son un prodigio de mal diseño de interacción (quien haya intentado comprar un billete por Renfe lo ha comprobado). Es frecuente, por ejemplo en bancos, la aparición de anuncios ajenos a lo que uno quiere hacer, a veces incluso en ventanas emergentes. Además, el usuario está inerme ante una transacción fallida y se ve expuesto a mensajes de error incomprensibles. El resultado es que hay que acabar por llamar al teléfono de asistencia.
En los teléfonos uno se ve enfrentado de nuevo a un pésimo diseño de la interacción, y a pérdidas de tiempo: músicas, menús numéricos por los que hay que avanzar, y donde uno no siempre encuentra la opción que necesita…
Cuando uno conecta por fin con un ser humano, descubre que su capacidad de acción es realmente escasa: un férreo manual de procedimientos, con frecuencia mal planeado, va dictando paso a paso lo que pueden hacer… que no siempre es lo que necesitamos. Por supuesto, de nada sirve pedir contacto con un superior o, con alguien que realmente sepa del tema: no se conseguirá.
Las empresas están ahorrando mucho con la sustitución de personal de alta cualificación y próximo al cliente por otro de menor formación, localizado en lugares más baratos y apoyado en manuales de procedimientos. Pero el resultado es penoso para el usuario.
Por otra parte, cada vez se aprovechan más las comunicaciones telefónicas para incluir mensajes publicitarios, promociones, etcétera. ¡Todo ello con frecuencia en llamadas costeadas por el cliente!
La presión publicitaria dentro de las llamadas a empresas con las que ya tenemos relación es un tipo de spam aún más grave que el que proviene de desconocidos, porque se está usando un canal privilegiado de contacto para fines que no son los propios. Que el teléfono del banco de Internet ofrezca un fondo de inversión cuando llamas para otra cosa es un abuso de confianza. O que un trámite insoslayable como es la validación de una tarjeta de crédito se use para intentar vender un seguro sobre su pérdida es una falta de respeto para el cliente. Como me dijo la señorita del Santander a la que interrumpí en su perorata: “Pues hasta que no acabe no puedo validar su tarjeta”.
La necesidad (pero también la moda) de la seguridad tiene unos costes suplementarios de gestión para los ciudadanos. Hoy en día no se puede dar un paso sin pins y puks, claves, firmas electrónicas y códigos para acceder a las distintas operaciones que uno necesita. Y, o se elige la misma clave para todos los casos -lo que no parece conveniente- o el maremágnum de cifras y letras que se deben controlar es notable.
Y la situación se va complicando progresivamente: se piden claves dobles o triples para entrar en una cuenta y hacer una transferencia, y el último grito: se demanda obligatoriamente el número de móvil para rematar la operación con una clave por SMS que luego hay que introducir en la página web. Claro, que cuando vemos cómo usan el teléfono móvil que les hemos dado para hacernos llegar mensajes o llamadas publicitarias, comprendemos mejor los intereses que les guían…
Los procedimientos para protestar por estas prácticas, o para hacer que cesen llamadas y mensajes de márketing, son arcanos y diseñados para descorazonar. Los mismos que me permiten mover miles de euros con una simple clave dada por teléfono, suelen pedirme que mande un fax (¡a mí, a un particular!) cuando por fin consigo saber cómo protestar. Respecto a la queja ante organismos oficiales… ¿han visto campañas sobre cómo hacerlo? ¿Lo han intentado? Nuestro país no fomenta una cultura de la protesta ciudadana. De modo que en la práctica no hay medios para defenderse del mal trato y de la insaciabilidad publicitaria de aquellos con quienes no tenemos más remedio que relacionarnos.
Sí: podríamos dedicar nuestra vida a denunciar cada uno de estos abusos o infracciones, pero muchos creemos que los poderes públicos deberían proteger efectivamente a sus ciudadanos de estas constantes, desgastadoras y abusivas prácticas. En vez de no hacerlo.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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