Por Barbara Probst Solomon, periodista y escritora estadounidense. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 25/01/09):
La operación de Bernie Madoff era la crónica de un delito anunciado. Una explosión repentina de dinero nuevo en una sociedad no sólo permite la aparición de nuevos peluqueros y restaurantes, sino también de nuevos delincuentes, y, cuando Madoff inventó la gestión electrónica de los traspasos de acciones, la producción industrial se consideraba un remanente sentimental de otra época y a nadie pareció llamarle la atención ni preocuparle que el desempleo se hubiera disparado en el Estado de Nueva York. Harry Markopolos, miembro de una firma financiera, curiosamente situada en Boston y no en Nueva York, advirtió en repetidas ocasiones a una SEC [la Comisión del Mercado de Valores de Estados Unidos] de ineficacia criminal de que Madoff estaba llevando a cabo “el mayor esquema de Ponzi del mundo”. Una señal de alarma que deberían haber visto, y no vieron, los investigadores fue que la firma auditora de las actividades de Madoff no era una de las ocho grandes que suelen utilizarse, sino una pequeña oficina que habría encajado muy bien en la película Los productores, con Nathan Lane y Matthew Broderick. The Washington Post publicó informaciones que ponían en duda las actividades de Madoff. ¿Por qué nadie tomó medidas?
¿A quién interesaba desenmascarar a Madoff? No a la SEC, cuyos empleados, mal formados, confiaban quizá en obtener mejores trabajos con él. Ni a los responsables de los fondos alternativos, que podían ser considerados cómplices. Ni a un establishment amorfo, un sistema que quería que los buenos tiempos nunca se acabaran. Ni tampoco a las organizaciones benéficas, que quieren hacer buenas obras como sea y, cada vez más, se despreocupan por el origen del dinero.
No sé qué pasó con Madoff, pero mi propia experiencia de hace muchos años (una joven viuda cuya herencia disminuyó misteriosamente hasta alcanzar, como dijo un amigo, el valor de una bicicleta; mi novela Smart Hearts in the City estaba vagamente basada en el caso, que tardé años en ganar) me enseñó varias cosas sobre el dinero y el sistema. 1. No se descubre un delito de cuello blanco a base de hurgar en auditorías. Primero hay que estar convencido de que existe un delito y luego buscar las auditorías para comprobarlo, no al revés. 2. Es necesaria una gran motivación para soportar la humillación de que a uno le tomen por loco. 3. Lo más importante, hay que aprender a sortear los mecanismos del sistema (cualquier sistema). Los que denuncian cosas no le caen bien a nadie.
Madoff sabía que era fundamental que sus clientes se sintieran tan impresionados por su respetabilidad como por su habilidad con el dinero; era un sociópata que necesitaba engañar a la gente y ganar la partida. Sus víctimas consideraban que era una “suerte” que él las hubiera aceptado y los rechazados sentían que habían caído ignominiosamente en desgracia; ninguno de los dos grupos entendía que lo que le hacía falta a Madoff eran clientes que no necesitasen retirar fondos.
Todo esto habría dado muy buen material a un Balzac, un Proust y, por supuesto, un F. Scott Fitzgerald, pero los novelistas literarios contemporáneos, equivocadamente, no suelen preocuparse por cómo se gana la vida la gente. Y Madoff necesitaba un toque de misterio. El edificio Lipstick (así llamado por su forma ovalada, como de barra de labios), en el que Madoff tenía su despacho legítimo en un piso y su falsa oficina en otro, está fuera del circuito habitual y es un lugar en el que Madoff podía evitar a otros intermediarios y banqueros que observaran sus idas y venidas.
En su búsqueda de respetabilidad, Madoff se centró en la pequeña sinagoga ortodoxa de la Quinta Avenida a la altura de las calles sesenta y tantos. A diferencia del enorme y elegante Temple Emmanuel, constituido a mediados del siglo XIX por judíos alemanes que preferían una religión light, o la rígida sinagoga de españoles y portugueses, con sus profundas raíces históricas, o la amplia Sinagoga Central -con su vasta congregación y sus mujeres cantoras, dedicada al ecumenismo, la cultura, la música, etcétera-, todos ellos lugares llenos de individuos que tenían conexiones propias con Wall Street, la Sinagoga de la Quinta Avenida, más aislada, ofrecía a Madoff una oportunidad única para controlar su entorno. No tuvo que conquistar más a que a una sola persona, su presidente, el gestor de fondos alternativos Ezra Merkin, que, sin saberlo -o sin preocuparse-, le abrió la puerta a las organizaciones benéficas judías a las que posteriormente robó.
Como el estafador que se casa con una mujer, le roba el dinero y luego le regala unas cuantas joyas compradas con el dinero robado, por las que ella, como tonta, le da las gracias, Madoff contribuyó a las grandes organizaciones benéficas judías con los fondos robados y, de esa forma, se situó como respetable líder de la comunidad.
Al meditar sobre estas revelaciones, recuerdo la época en la que discutía con mis abogados porque pensaba que había algo extraño en la auditoría que nos habían presentado tras la muerte de mi esposo: no podía dejar de mirar un paquete de acciones presuntamente sin valor que rendía 50 dólares cada trimestre. Lo examinaba una y otra vez, cada vez con más detalle. Hasta que resultó que no era un paquete de acciones, como insistían los brillantes abogados, sino una manzana de naves industriales (las naves industriales no son una cosa que se pueda hacer trocitos y enviar a las islas Caimán). Recuerdo el día en que encontré esas naves, el día en que me hice mayor. Mi marido, que era muy de izquierdas (más que yo), había demostrado excesiva ignorancia sobre nuestra fuente de ingresos.
El caso Madoff tiene demasiadas connotaciones. El dinero suscita, o demasiado temor y respeto por el mero hecho de ser dinero, con lo que implica -la autoridad-, o, en el otro extremo, la fe infantil que no necesita ninguna atención; y ambos extremos son muy típicos de Estados Unidos. En otras palabras, una receta perfecta para el desastre.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
La operación de Bernie Madoff era la crónica de un delito anunciado. Una explosión repentina de dinero nuevo en una sociedad no sólo permite la aparición de nuevos peluqueros y restaurantes, sino también de nuevos delincuentes, y, cuando Madoff inventó la gestión electrónica de los traspasos de acciones, la producción industrial se consideraba un remanente sentimental de otra época y a nadie pareció llamarle la atención ni preocuparle que el desempleo se hubiera disparado en el Estado de Nueva York. Harry Markopolos, miembro de una firma financiera, curiosamente situada en Boston y no en Nueva York, advirtió en repetidas ocasiones a una SEC [la Comisión del Mercado de Valores de Estados Unidos] de ineficacia criminal de que Madoff estaba llevando a cabo “el mayor esquema de Ponzi del mundo”. Una señal de alarma que deberían haber visto, y no vieron, los investigadores fue que la firma auditora de las actividades de Madoff no era una de las ocho grandes que suelen utilizarse, sino una pequeña oficina que habría encajado muy bien en la película Los productores, con Nathan Lane y Matthew Broderick. The Washington Post publicó informaciones que ponían en duda las actividades de Madoff. ¿Por qué nadie tomó medidas?
¿A quién interesaba desenmascarar a Madoff? No a la SEC, cuyos empleados, mal formados, confiaban quizá en obtener mejores trabajos con él. Ni a los responsables de los fondos alternativos, que podían ser considerados cómplices. Ni a un establishment amorfo, un sistema que quería que los buenos tiempos nunca se acabaran. Ni tampoco a las organizaciones benéficas, que quieren hacer buenas obras como sea y, cada vez más, se despreocupan por el origen del dinero.
No sé qué pasó con Madoff, pero mi propia experiencia de hace muchos años (una joven viuda cuya herencia disminuyó misteriosamente hasta alcanzar, como dijo un amigo, el valor de una bicicleta; mi novela Smart Hearts in the City estaba vagamente basada en el caso, que tardé años en ganar) me enseñó varias cosas sobre el dinero y el sistema. 1. No se descubre un delito de cuello blanco a base de hurgar en auditorías. Primero hay que estar convencido de que existe un delito y luego buscar las auditorías para comprobarlo, no al revés. 2. Es necesaria una gran motivación para soportar la humillación de que a uno le tomen por loco. 3. Lo más importante, hay que aprender a sortear los mecanismos del sistema (cualquier sistema). Los que denuncian cosas no le caen bien a nadie.
Madoff sabía que era fundamental que sus clientes se sintieran tan impresionados por su respetabilidad como por su habilidad con el dinero; era un sociópata que necesitaba engañar a la gente y ganar la partida. Sus víctimas consideraban que era una “suerte” que él las hubiera aceptado y los rechazados sentían que habían caído ignominiosamente en desgracia; ninguno de los dos grupos entendía que lo que le hacía falta a Madoff eran clientes que no necesitasen retirar fondos.
Todo esto habría dado muy buen material a un Balzac, un Proust y, por supuesto, un F. Scott Fitzgerald, pero los novelistas literarios contemporáneos, equivocadamente, no suelen preocuparse por cómo se gana la vida la gente. Y Madoff necesitaba un toque de misterio. El edificio Lipstick (así llamado por su forma ovalada, como de barra de labios), en el que Madoff tenía su despacho legítimo en un piso y su falsa oficina en otro, está fuera del circuito habitual y es un lugar en el que Madoff podía evitar a otros intermediarios y banqueros que observaran sus idas y venidas.
En su búsqueda de respetabilidad, Madoff se centró en la pequeña sinagoga ortodoxa de la Quinta Avenida a la altura de las calles sesenta y tantos. A diferencia del enorme y elegante Temple Emmanuel, constituido a mediados del siglo XIX por judíos alemanes que preferían una religión light, o la rígida sinagoga de españoles y portugueses, con sus profundas raíces históricas, o la amplia Sinagoga Central -con su vasta congregación y sus mujeres cantoras, dedicada al ecumenismo, la cultura, la música, etcétera-, todos ellos lugares llenos de individuos que tenían conexiones propias con Wall Street, la Sinagoga de la Quinta Avenida, más aislada, ofrecía a Madoff una oportunidad única para controlar su entorno. No tuvo que conquistar más a que a una sola persona, su presidente, el gestor de fondos alternativos Ezra Merkin, que, sin saberlo -o sin preocuparse-, le abrió la puerta a las organizaciones benéficas judías a las que posteriormente robó.
Como el estafador que se casa con una mujer, le roba el dinero y luego le regala unas cuantas joyas compradas con el dinero robado, por las que ella, como tonta, le da las gracias, Madoff contribuyó a las grandes organizaciones benéficas judías con los fondos robados y, de esa forma, se situó como respetable líder de la comunidad.
Al meditar sobre estas revelaciones, recuerdo la época en la que discutía con mis abogados porque pensaba que había algo extraño en la auditoría que nos habían presentado tras la muerte de mi esposo: no podía dejar de mirar un paquete de acciones presuntamente sin valor que rendía 50 dólares cada trimestre. Lo examinaba una y otra vez, cada vez con más detalle. Hasta que resultó que no era un paquete de acciones, como insistían los brillantes abogados, sino una manzana de naves industriales (las naves industriales no son una cosa que se pueda hacer trocitos y enviar a las islas Caimán). Recuerdo el día en que encontré esas naves, el día en que me hice mayor. Mi marido, que era muy de izquierdas (más que yo), había demostrado excesiva ignorancia sobre nuestra fuente de ingresos.
El caso Madoff tiene demasiadas connotaciones. El dinero suscita, o demasiado temor y respeto por el mero hecho de ser dinero, con lo que implica -la autoridad-, o, en el otro extremo, la fe infantil que no necesita ninguna atención; y ambos extremos son muy típicos de Estados Unidos. En otras palabras, una receta perfecta para el desastre.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
No hay comentarios.:
Publicar un comentario