domingo, enero 25, 2009

José se declara en bancarrota

Por AMANDA MARS - Barcelona - (El País.com, 25/01/2009)

José García empieza el relato con algo parecido a un quién se lo iba a decir a él. Fue empleado de banco durante 35 años, hasta 2001, y los últimos 15, director de sucursal. A los 59 años, casado y con tres hijos ya adultos, espera que cualquier día de estos le notifiquen que el piso en el que vive, en la población barcelonesa de Sant Boi de Llobregat, ya no es suyo y que debe marcharse. Y sus deudas, lejos de extinguirse, le perseguirán hasta el último de sus días.

Su espiral a la ruina comenzó en 2004, después de dejar el banco. Un antiguo cliente le pidió que le avalase en una póliza de crédito de 100.000 euros que había pedido para su empresa, una financiera, en la que también le ofrecía un puesto de trabajo como administrativo. Él y su mujer, ama de casa, lo firmaron y se convirtieron en avalistas de una deuda que venció en 2005 y la empresa no pagó. José casi había olvidado la historia cuando la entidad financiera en cuestión, la Caja de Ahorros de Granada, le envió un burofax pidiendo esos 100.000 euros que no tenía ni por asomo.

Solicitó sin éxito que convirtiese la póliza en préstamo para ir pagando poco a poco, pero no lo logró. Es entonces, en el umbral del embargo, cuando llamó a la puerta de un abogado y se agarró a algo parecido a un clavo ardiendo: a lo que antes se conocía como suspensión de pagos. Como si fuera una empresa, se declaró en bancarrota y solicitó un concurso de acreedores con una deuda total de 302.976 euros: 169.000 por el aval de Caja Granada más los intereses y costas, 75.300 por otro aval fallido con Banco Guipuzcoano y 58.200 por la hipoteca de la vivienda que tenía con La Caixa. Era una manera de paralizar el embargo de su casa y ganar unos meses de tiempo.

El año pasado este tipo de historias proliferó. La crisis, el cierre del grifo crediticio y los avales con fatal desenlace multiplicaron por 3,5 el número de personas que se acogieron a la antigua suspensión de pagos, como si fueran empresas, hasta las 417, según los datos de PriceWaterhouseCoopers. Fue el tipo de concurso que más creció, junto con al solicitados por constructores y promotores inmobiliarios. Su peso en el total de procesos ha pasado del 12% al 15%.

Algunas de estas personas tenían algún tipo de actividad empresarial, pero otras, como José García, son particulares, asalariado sin negocio alguno. Los datos desagregados del Instituto Nacional de Estadística revelan que en este caso el salto es aún mayor, del 320%: hasta septiembre, 252 personas sin actividad empresarial se habían declarado insolventes (ver cuadro).

Suspender pagos significa agrupar a todos los acreedores y tratar de llegar a un acuerdo para pagar de forma conjunta, pedir un aplazamiento (cinco años como máximo) y una quita de la deuda del 50% como tope. La aplicación del proceso en familias es más fácil desde la reforma de la Ley Concursal en 2004.

"Lo piden cabezas de familia con problemas financieros, y también personas que han firmado avales para empresas, a veces siendo accionistas", explica Julio Ichaso, de PriceWaterhouseCoopers. Es el caso de Fernando Martín, que además de suspender pagos su empresa, Martinsa-Fadesa, lo ha hecho él mismo.

Otras veces, se gasta mucho más de lo que se tiene y el infortunio, como una bola de nieve, de deuda, no deja de crecer. Francisco Rodríguez, nombre ficticio, es empleado de unos grandes almacenes de Barcelona. Suspendió pagos el verano pasado con una deuda de 365.000 euros, de los cuales 230.000 correspondían a un credito hipotecario. El resto, un rosario de pequeñas deudas con unas 16 entidades financieras de todo tipo (bancos, cajas, prestamistas de crédito rápido, reunificadoras de deuda, tarjetas de crédito...). "No sabía muy bien explicar en qué se había gastado el dinero, en viajar, en consumir, en vivir bien, en vivir...", explica una fuente judicial que ha trabajado en el caso.

Como muchas de las empresas hoy en la UCI, este empleado llevaba años viviendo por encima de sus posibilidades junto a su mujer, ama de casa, y sus hijos, de 27 y 22 años. Pedía créditos y luego los refinanciaba sucesivamente, hasta que un día ya no logró una nueva prórroga y no pudo pagar. "La pelota se había hecho muy grande, había agotado ya cualquier capacidad de crédito", apunta la misma fuente. Antes, una familia así podía vender su vivienda, pero hoy, en el mejor de los casos, se malvende y no sirve para salir del apuro, explican los expertos.

Este es uno de esos casos con pocas posibilidades de final feliz. "Es un proceso muy cosotos y, salvo que se llegue a un acuerdo con los acreedores, no merece la pena. Lo hace quien no tiene otro remedio", explica, Inés Lantín, directora del Registro de Economistas Forenses.

El economista forense es el administrador concursal que nombra el juez para administrar a una empresa que suspende pagos. Controla finanzas y decisiones de esa empresa. Y en una familia, se hace cargo de los ingresos y los raciona como un tutor. Así, hasta el final. El final es pagar la deuda. O liquidar la empresa. En el caso de una persona, la deuda pesa hasta el final de sus días.

El administrador que el juez nombró tomó las riendas de la maltrecha economía de José García: de 1.000 euros que gana trabajando para la misma empresa que le llevó a la ruina, le dejó algo más de 900 para alimentarse él y su mujer, pagar las facturas y los billetes del autobús. El resto debe ahorrarlo. No hay margen para mucho más. El pago de la deuda sigue congelado dada la imposibilidad de afrontarla con sus ingresos. José no tendría legalmente derecho a alimentos, pero los tribunales suelen atenuar esta situación.

"Ahora es fácil hablar, yo les firmé el aval de buena fe, pero me engañaron. Sigo trabajando para ellos porque necesito esos 1.000 euros para sobrevivir, pero me gustaría encontrar empleo en otra parte", explica.

Su abogado, José María Marqués, carga contra los avales. "Las personas en una situación así tendrían que tener una segunda oportunidad, poner el contador a cero en algún momento...", señala. La acumulación de concursos hace trabajar a destajo a los juzgados que él más conoce, los de Barcelona: "Hay ocho, pero debería haber 16", sostiene.

José no logró cerrar un convenio con los acreedores, Caja Granada y otros bancos. Además, dejó de pagar las cuotas de la hipoteca de su piso previendo que le iba a ser embargado tarde o temprano. Lo perdió y Caja Granada, su acreedor, se lo adjudicó en la subasta, de modo que, en realidad, aunque haya perdido la vivienda, no ha saldado la deuda con la entidad. Ahora aspira a poder seguir viviendo en su casa. "Yo estoy muy agradecido a Caja Granada por las puertas abiertas que me ha dejado, y espero poder seguir viviendo en el piso pagándoles un alquiler", apunta.

Algunas veces el concurso sale bien, o todo lo bien que puede salir un proceso así. Como el caso de José Arnulfo Aldana, que suspendió pagos en 2006 cuando su restaurante naufragó, pero llegó a un acuerdo con sus acreedores y logró pagar el 70% de su deuda con el traspaso del local.

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