Por Gregorio Morán (LA VANGUARDIA, 24/01/09):
El avezado distribuidor, convencido de que el espectador español es idiota por tradición, y que él lo sabe muy bien porque lleva años en el oficio, decidió que para atraer a la gente hay que poner a las películas títulos muy sencillos, que lo digan todo. Así por ejemplo, lo que en Francia se recibe como Entre los muros, aquí lo podemos ver como La clase, porque es cosa de institutos y de chavales.
Es posible que cualquier curtido profesor de instituto contemple la película con cierta conmiseración, porque él lo sufre todos los días y desde hace ya un puñado de años; un continuado descenso a los infiernos, al que no se le ve fin ni remedio. Pero yo confieso que me quedé literalmente estupefacto ante la brutalidad y la fuerza de unas imágenes tan naturales como un documental rodado en la selva urbana de un instituto de las afueras de París, con tres cámaras y unos alumnos impecables en su credibilidad de hijos de un tiempo estúpido y sin sentido. Y unos padres - nosotros-que perdimos el norte, y los demás puntos cardinales, hace ya unos cuantos años. Más o menos el día que descubrimos que la educación libérrima en una sociedad violenta y competitiva era tan inútil y contraproducente como vender preservativos en la plaza de San Pedro.
Pero de las cosas que más me impresionaron de este filme documental es la actitud del profesor. La complejidad de sus actitudes. François Bégaudeau despliega una naturalidad que para sí quisieran muchos actores profesionales.
Uno piensa, tras ver el filme, que no hubiera sido posible tanta autenticidad -palabra que detesto- de no ser porque prácticamente todos los actores son reales, menos el director del filme, Laurent Cantet, que construye de manera magistral un mosaico en el que está plasmado y hasta definido el mundo de la enseñanza pública en su realidad cotidiana.
Me gustaría saber cómo definirían los espectadores la actitud de conjunto del profesor François, porque tengo la convicción de que cada uno extraerá una conclusión diferente; no sólo a partir de su experiencia personal como colega, padre, ex alumno, que todas valen, sino como ciudadano. A mí, íntimamente, me ha dejado desolado. ¿Merece la pena tanto esfuerzo para tan menguados resultados? No es que cuestione la paciencia del profesor, al contrario, me admira. Lo que me abruma es pensar que la capacidad pedagógica de ese hombre, excepcional en muchos conceptos, está derrochada en un patatal. Hay un momento de una delicadeza suprema; cuando el muchacho chino responde en voz alta y con cierta timidez a la pregunta de qué cosas le producen vergüenza, y lo hace tomándose su tiempo, y con un esfuerzo superlativo, incontestable, suelta que “le avergüenza el comportamiento de sus compañeros”. Resulta aleccionador ese contraste entre pobres y emigrantes, asiáticos y africanos. Ahí está un debate sobre los fondos ocultos de civilización y de barbarie, sobre los posos de cultura en los que aramos.
Pero hay mucho más. Al espectador español le llamarán la atención un par de cosas, prácticamente desaparecidas de nuestra enseñanza hace ya muchos años. Una es la importancia del usted, la otra la exposición verbal en público. Esa intransigencia del profesor en mantener el usted; yo me atrevería a decir que la más llamativa de todas, porque hay otras que han dejado de existir de tal modo en la enseñanza pública, que cuando se dan parecen ejercicios de otra época. Me estoy refiriendo a levantarse cuando entra el profesor, por ejemplo. Una encuesta en los colegios públicos españoles, ¡de las grandes ciudades!, nos dejaría anonadados; resalto lo de las grandes ciudades, porque me consta que en provincias -ese término en ocasiones evocador-, tal cosa sigue manteniéndose como un formalismo obligado, porque significa dos cosas: respeto y diferencia. Respeto -si no existe no hay posibilidad de cultura-, y diferencia, porque no es lo mismo quien aprende que quien enseña. Todo profesor es un conservador que transmite letra muerta; de él depende que se haga viva.
La gran cuestión entre los muros se centra en la igualdad, el elemento más conflictivo. La falacia de que tiene los mismos derechos el que enseña que el que aprende. Los derechos de un alumno no son los mismos que los de un profesor, y mientras esta obviedad no esté clara en los estudiantes, en los profesores y en los padres, la enseñanza pública será un ejercicio de masoquismo y supervivencia.
De ahí la insistencia del profesor François en considerar el tuteo una ofensa a sus derechos y una ruptura de los deberes del alumno. No somos iguales, por algo tan evidente de que si lo fuéramos, yo no estaría aquí esforzándome y tú no tendrías la obligación de escucharme. Hay un definitorio refrán castellano que el tiempo ha convertido en luminoso: donde hay confianza, mea la perra.
El otro asunto, para mí capital, es el abandono de la exposición verbal en la enseñanza pública española. Observen algo tan simple como la televisión, cómo es posible que cuando un tipo de la calle habla en francés o en italiano, lo haga de corrido, y en el caso del castellano sea un milagro el que puede entenderse, a menos que sea latinoamericano. Nace de un viejo problema de educación, y eso en un país donde la retórica lo domina todo y que tiene como libro canónico el tratado más implacable contra la retórica común, como es El Quijote. La izquierda pedagógica de los setenta hubiera barrido de un plumazo el debate sobre todas esas zarandajas del usted y la oratoria. Lo importante entonces era el modelo educativo, la igualdad y los contenidos. Nos quedamos sin contenidos, el punto de igualdad lo marca el último que llega y el modelo educativo desapareció hasta de los programas partidarios.
Hay tal cantidad de matices en esa clase entre los muros que temo se me pierdan los más importantes. Los padres, por ejemplo. Aparecen en apenas dos secuencias. Siempre en defensa de los suyos, es decir, de los chavales, de sus hijos. Pero no en defensa de la enseñanza de sus hijos, sino en la defensa de sus hijos a secas. La responsabilidad que tenemos los padres en la quiebra de la enseñanza pública en España es aún superior a la de los profesores. ¡Y pensar que nosotros luchamos por que las asociaciones de padres participaran en todos los niveles de la programación educativa! Lo mejor que se puede decir es que se trataba de una herencia dieciochesca, ilustrada, según la cual todo padre quería la mejor cultura para sus hijos. ¡Y un carajo! Todo padre en el deterioro social que siguió a la transición, lo que quería es que su hijo aprobara como fuera; como en el fútbol, sin razón o con ella, pero aprobado. Y que ningún metepatas de profesor le dijera que su hijo estaba mal educado desde su casa, ni tenía posibilidades de hacer otra cosa que buscar un trabajo que le desasnara.
No obstante hay en este filme documental un asunto de fondo que plantea un debate de una actualidad radical, que va a la raíz del asunto. La parte más compleja de la película tiene por protagonista a un joven emigrante de Mali, Solimán, que por su comportamiento hace aún más difícil el desarrollo de una clase ya de por sí conflictiva. Llega un momento que el consejo disciplinario del colegio público ha de decidir su expulsión. La actitud de François, el profesor protagonista, es la de rechazar la expulsión y evitar por todos los medios que este muchacho tenga que volver a Mali. En su concepción está patente el viejo sueño pedagógico, según el cual si se pierde un alumno es como si se hubieran perdido todos. Carezco de la más mínima paciencia pedagógica, cuestión bastante más difícil que la capacidad pedagógica, y por eso lo pregunto con timidez. ¿De verdad que eso tiene algún sentido en el caos en el que estamos metidos? Quizá sea una pregunta sin importancia, pero sobre todo no se pierdan esta película. Estamos en una época sin respuestas, por eso es importante ir precisando más en el arte de hacer preguntas.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
El avezado distribuidor, convencido de que el espectador español es idiota por tradición, y que él lo sabe muy bien porque lleva años en el oficio, decidió que para atraer a la gente hay que poner a las películas títulos muy sencillos, que lo digan todo. Así por ejemplo, lo que en Francia se recibe como Entre los muros, aquí lo podemos ver como La clase, porque es cosa de institutos y de chavales.
Es posible que cualquier curtido profesor de instituto contemple la película con cierta conmiseración, porque él lo sufre todos los días y desde hace ya un puñado de años; un continuado descenso a los infiernos, al que no se le ve fin ni remedio. Pero yo confieso que me quedé literalmente estupefacto ante la brutalidad y la fuerza de unas imágenes tan naturales como un documental rodado en la selva urbana de un instituto de las afueras de París, con tres cámaras y unos alumnos impecables en su credibilidad de hijos de un tiempo estúpido y sin sentido. Y unos padres - nosotros-que perdimos el norte, y los demás puntos cardinales, hace ya unos cuantos años. Más o menos el día que descubrimos que la educación libérrima en una sociedad violenta y competitiva era tan inútil y contraproducente como vender preservativos en la plaza de San Pedro.
Pero de las cosas que más me impresionaron de este filme documental es la actitud del profesor. La complejidad de sus actitudes. François Bégaudeau despliega una naturalidad que para sí quisieran muchos actores profesionales.
Uno piensa, tras ver el filme, que no hubiera sido posible tanta autenticidad -palabra que detesto- de no ser porque prácticamente todos los actores son reales, menos el director del filme, Laurent Cantet, que construye de manera magistral un mosaico en el que está plasmado y hasta definido el mundo de la enseñanza pública en su realidad cotidiana.
Me gustaría saber cómo definirían los espectadores la actitud de conjunto del profesor François, porque tengo la convicción de que cada uno extraerá una conclusión diferente; no sólo a partir de su experiencia personal como colega, padre, ex alumno, que todas valen, sino como ciudadano. A mí, íntimamente, me ha dejado desolado. ¿Merece la pena tanto esfuerzo para tan menguados resultados? No es que cuestione la paciencia del profesor, al contrario, me admira. Lo que me abruma es pensar que la capacidad pedagógica de ese hombre, excepcional en muchos conceptos, está derrochada en un patatal. Hay un momento de una delicadeza suprema; cuando el muchacho chino responde en voz alta y con cierta timidez a la pregunta de qué cosas le producen vergüenza, y lo hace tomándose su tiempo, y con un esfuerzo superlativo, incontestable, suelta que “le avergüenza el comportamiento de sus compañeros”. Resulta aleccionador ese contraste entre pobres y emigrantes, asiáticos y africanos. Ahí está un debate sobre los fondos ocultos de civilización y de barbarie, sobre los posos de cultura en los que aramos.
Pero hay mucho más. Al espectador español le llamarán la atención un par de cosas, prácticamente desaparecidas de nuestra enseñanza hace ya muchos años. Una es la importancia del usted, la otra la exposición verbal en público. Esa intransigencia del profesor en mantener el usted; yo me atrevería a decir que la más llamativa de todas, porque hay otras que han dejado de existir de tal modo en la enseñanza pública, que cuando se dan parecen ejercicios de otra época. Me estoy refiriendo a levantarse cuando entra el profesor, por ejemplo. Una encuesta en los colegios públicos españoles, ¡de las grandes ciudades!, nos dejaría anonadados; resalto lo de las grandes ciudades, porque me consta que en provincias -ese término en ocasiones evocador-, tal cosa sigue manteniéndose como un formalismo obligado, porque significa dos cosas: respeto y diferencia. Respeto -si no existe no hay posibilidad de cultura-, y diferencia, porque no es lo mismo quien aprende que quien enseña. Todo profesor es un conservador que transmite letra muerta; de él depende que se haga viva.
La gran cuestión entre los muros se centra en la igualdad, el elemento más conflictivo. La falacia de que tiene los mismos derechos el que enseña que el que aprende. Los derechos de un alumno no son los mismos que los de un profesor, y mientras esta obviedad no esté clara en los estudiantes, en los profesores y en los padres, la enseñanza pública será un ejercicio de masoquismo y supervivencia.
De ahí la insistencia del profesor François en considerar el tuteo una ofensa a sus derechos y una ruptura de los deberes del alumno. No somos iguales, por algo tan evidente de que si lo fuéramos, yo no estaría aquí esforzándome y tú no tendrías la obligación de escucharme. Hay un definitorio refrán castellano que el tiempo ha convertido en luminoso: donde hay confianza, mea la perra.
El otro asunto, para mí capital, es el abandono de la exposición verbal en la enseñanza pública española. Observen algo tan simple como la televisión, cómo es posible que cuando un tipo de la calle habla en francés o en italiano, lo haga de corrido, y en el caso del castellano sea un milagro el que puede entenderse, a menos que sea latinoamericano. Nace de un viejo problema de educación, y eso en un país donde la retórica lo domina todo y que tiene como libro canónico el tratado más implacable contra la retórica común, como es El Quijote. La izquierda pedagógica de los setenta hubiera barrido de un plumazo el debate sobre todas esas zarandajas del usted y la oratoria. Lo importante entonces era el modelo educativo, la igualdad y los contenidos. Nos quedamos sin contenidos, el punto de igualdad lo marca el último que llega y el modelo educativo desapareció hasta de los programas partidarios.
Hay tal cantidad de matices en esa clase entre los muros que temo se me pierdan los más importantes. Los padres, por ejemplo. Aparecen en apenas dos secuencias. Siempre en defensa de los suyos, es decir, de los chavales, de sus hijos. Pero no en defensa de la enseñanza de sus hijos, sino en la defensa de sus hijos a secas. La responsabilidad que tenemos los padres en la quiebra de la enseñanza pública en España es aún superior a la de los profesores. ¡Y pensar que nosotros luchamos por que las asociaciones de padres participaran en todos los niveles de la programación educativa! Lo mejor que se puede decir es que se trataba de una herencia dieciochesca, ilustrada, según la cual todo padre quería la mejor cultura para sus hijos. ¡Y un carajo! Todo padre en el deterioro social que siguió a la transición, lo que quería es que su hijo aprobara como fuera; como en el fútbol, sin razón o con ella, pero aprobado. Y que ningún metepatas de profesor le dijera que su hijo estaba mal educado desde su casa, ni tenía posibilidades de hacer otra cosa que buscar un trabajo que le desasnara.
No obstante hay en este filme documental un asunto de fondo que plantea un debate de una actualidad radical, que va a la raíz del asunto. La parte más compleja de la película tiene por protagonista a un joven emigrante de Mali, Solimán, que por su comportamiento hace aún más difícil el desarrollo de una clase ya de por sí conflictiva. Llega un momento que el consejo disciplinario del colegio público ha de decidir su expulsión. La actitud de François, el profesor protagonista, es la de rechazar la expulsión y evitar por todos los medios que este muchacho tenga que volver a Mali. En su concepción está patente el viejo sueño pedagógico, según el cual si se pierde un alumno es como si se hubieran perdido todos. Carezco de la más mínima paciencia pedagógica, cuestión bastante más difícil que la capacidad pedagógica, y por eso lo pregunto con timidez. ¿De verdad que eso tiene algún sentido en el caos en el que estamos metidos? Quizá sea una pregunta sin importancia, pero sobre todo no se pierdan esta película. Estamos en una época sin respuestas, por eso es importante ir precisando más en el arte de hacer preguntas.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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