Por Rafael Rojas, historiador cubano exiliado en México (EL PAÍS, 18/01/09):
La Revolución, en cualquiera de sus acepciones, cumple 50 años, pero el último Gobierno cubano, el de Raúl Castro, llega apenas a su primer aniversario. Si hubiera que hacer balance del primer ejercicio de esta Administración, asumiéndola desde las normas analíticas de cualquier democracia del planeta, diríamos que el Gobierno del menor de los Castro se ha caracterizado por dos cosas: levantar una expectativa de reformas económicas -no realizadas- y diversificar las relaciones internacionales de la isla.
Entre el 24 de febrero de 2008, cuando asumió el poder, y el verano de ese año, Raúl Castro pronunció varios discursos en los que habló de la necesidad de “cambios estructurales y de concepto”, y de la derogación de restricciones innecesarias y obsoletas. La ciudadanía de la isla y del exilio y la comunidad internacional tradujeron aquellos discursos como el inminente anuncio de un paquete de reformas que incluiría una flexibilización del régimen de propiedad, un ajuste de precios y salarios, y la eliminación de algunas trabas a derechos civiles, como el permiso gubernamental de entrada y salida del país.
Tras una tímida liberalización del consumo y la entrega de tierras a los campesinos en usufructo, las principales reformas esperadas no llegaron. La explicación de la parálisis osciló entre un cambio de prioridades generado por los huracanes Gustav e Ike, que azotaron la isla en el verano, y una recuperación física de Fidel Castro, documentada por médicos y amigos, y por el incremento notable de “reflexiones” del Comandante en los meses previos a las elecciones en Estados Unidos. En su última comparecencia ante la Asamblea Nacional, Raúl atribuyó la postergación de las reformas a la “crisis económica internacional” desatada a fines del 2008.
El otro elemento distintivo del primer año de gobierno de Raúl -la diversificación de las relaciones internacionales- no está desconectado de las expectativas de reforma. La consolidación de las relaciones con China y Rusia, la derogación de sanciones de la Unión Europea y el restablecimiento del diálogo con España, además del importante relanzamiento de los vínculos con América Latina -prioridad de la relación con Brasil, ingreso al Grupo de Río, normalización diplomática con México, viajes de Martín Torrijos, Rafael Correa, Cristina Fernández, Michelle Bachelet y Felipe Calderón a La Habana-, están ligados a la esperanza de que el Gobierno de Raúl emprenda cambios.
El canciller Pérez Roque dijo en Moscú que si Estados Unidos levanta el embargo comercial, Cuba será “el país más libre del planeta”. El propio Raúl Castro afirmó recientemente que su Gobierno está dispuesto a “discutir” con la nueva Administración de Barack Obama si ésta lo desea. “Discutir” significa, naturalmente, algo más que dialogar: intercambiar desacuerdos, negociar diferendos. Ambas declaraciones implican un reconocimiento de los deseos de cambio que predominan en la comunidad internacional, que comparten la UE y América Latina, España y Brasil, pero que se ocultan bajo la corrección diplomática del “diálogo” y el “entendimiento”.
Cuando Raúl Castro afirma que es un “comunista” partidario del “pluralismo” internacional, está diciendo que Cuba ha pasado, finalmente, de una diplomacia intervencionista a otra aislacionista. La Cuba de Raúl estaría renunciando a promover su socialismo entre las izquierdas y las derechas latinoamericanas -algo que, desde la perspectiva del último Fidel, el de la “batalla de ideas” y la alianza frenética con Chávez y Morales, sería inconcebible- a cambio de que esas izquierdas y esas derechas no presionen a Cuba para que se democratice. El aislacionismo de la Cuba de Raúl viene acompañado de una estrategia regional hacia la isla, en la que el liderazgo de Chávez y Morales es compensado o desplazado por el de Lula y Bachelet.
La ausencia de presión, que esos países contraponen a la estrategia punitiva de Estados Unidos, no significa que, por otros medios, las nuevas izquierdas latinoamericanas traten de incentivar una apertura de la economía y la política cubanas. Cuando algunos presidentes y cancilleres de la región apelan a la “doctrina de la diversidad” y dicen que “Cuba ha elegido el socialismo”, es decir, el partido único y la economía de Estado, como modelo, sólo están llamando a que se abandone el embargo y el aislamiento como métodos de democratización. Aun así, tres países bien posicionados en la nueva política exterior de La Habana (Brasil, México y Chile) tuvieron buenas relaciones con los Estados Unidos de Bush y tendrán buenas relaciones con los Estados Unidos de Obama.
A excepción de Chávez y otros líderes de tendencia autoritaria y antiamericana, los gobernantes de esa izquierda democrática saben que el modelo elegido por las élites cubanas -no por la ciudadanía de la isla y del exilio- desde hace 50 años es inadecuado para fomentar el crecimiento económico, el pluralismo político y la justicia social. Ninguno de esos gobiernos, ni siquiera el venezolano, ha seguido el camino de Cuba, aunque todos coinciden en que la política de Estados Unidos hacia la isla ha sido un fracaso y que la plena incorporación de La Habana a los foros regionales puede ser el modo más eficaz de alentar reformas.
La Cuba de Raúl es más una promesa que una realidad, pero es tan equivocado concluir, como algunos líderes en el exilio, que la nueva estrategia latinoamericana está desprovista de toda voluntad reformista o democratizadora, como suponer, a la manera de los gobernantes cubanos, que esas izquierdas siguen adorando al totalitarismo habanero como hace, todavía, dos décadas. La “solidaridad con Cuba” no es hoy una muestra de admiración ideológica, sino una resuelta oposición a la política de Washington, una apuesta pragmática por la integración comercial y diplomática de la región y una sutil reacción contra el protagonismo de Chávez.
Buena parte del despliegue diplomático de los últimos meses entre América Latina y Cuba tiene que ver con el traspaso de poderes que sucede en Estados Unidos. Las izquierdas latinoamericanas sienten, algunas con placer, la ausencia de su vecino en la región, provocada por el desinterés de la vieja Administración y por la falta de estrategia hemisférica de la nueva. Cuando Washington regrese a la región, el tema de Cuba reaparecerá en buena parte de sus intercambios con las cancillerías latinoamericanas y, probablemente, veremos con mayor claridad el aspecto democratizador de la nueva diplomacia regional.
Ideológicamente hablando, la Cuba de Raúl es el comunismo vuelto nacionalismo o el “socialismo en un solo país”, como decía el Stalin anterior a la Segunda Guerra Mundial. El relato que lo sostiene es una brutal simplificación de la historia, según el cual, Estados Unidos ha querido apoderarse de la isla desde fines del siglo XVIII o principios del XIX, y Cuba ha tenido que blindarse políticamente, bajo la forma totalitaria, para salvar su independencia. La Cuba de Raúl pide, por tanto, que las democracias latinoamericanas y europeas se relacionen con un comunismo del Caribe como si se tratara de una especificidad cultural.
El socialismo cubano, como cualquier otro régimen político de América Latina, está rebasado de problemas domésticos y no puede darse el lujo de andar presionando a los capitalismos y las democracias vecinas, y pide lo mismo a cambio. Sin embargo, la aspiración a que los temas de derechos humanos y democracia sean dejados a un lado, en la negociación con América Latina o Europa, mientras una nueva élite del poder se consolida en La Habana, es quimérica. Estados Unidos, bajo una Administración mejor vista en el mundo, como la del demócrata Barack Obama, tal vez se encargue de que eso no suceda.
La nueva relación entre la comunidad internacional y el Gobierno de Raúl Castro podría estar basada en un equívoco. El mundo quiere que Cuba cambie, cree que su Gobierno tiene la voluntad de cambiar y ese Gobierno le hace creer al mundo que desea el cambio. Sin embargo, a partir de una observación elemental de su primer año, no hay evidencias suficientes para asegurar que la Cuba de Raúl cambia en lo esencial. Si La Habana no inicia pronto las reformas que Cuba necesita, América Latina y Europa tendrán que reevaluar sus políticas hacia la isla.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
La Revolución, en cualquiera de sus acepciones, cumple 50 años, pero el último Gobierno cubano, el de Raúl Castro, llega apenas a su primer aniversario. Si hubiera que hacer balance del primer ejercicio de esta Administración, asumiéndola desde las normas analíticas de cualquier democracia del planeta, diríamos que el Gobierno del menor de los Castro se ha caracterizado por dos cosas: levantar una expectativa de reformas económicas -no realizadas- y diversificar las relaciones internacionales de la isla.
Entre el 24 de febrero de 2008, cuando asumió el poder, y el verano de ese año, Raúl Castro pronunció varios discursos en los que habló de la necesidad de “cambios estructurales y de concepto”, y de la derogación de restricciones innecesarias y obsoletas. La ciudadanía de la isla y del exilio y la comunidad internacional tradujeron aquellos discursos como el inminente anuncio de un paquete de reformas que incluiría una flexibilización del régimen de propiedad, un ajuste de precios y salarios, y la eliminación de algunas trabas a derechos civiles, como el permiso gubernamental de entrada y salida del país.
Tras una tímida liberalización del consumo y la entrega de tierras a los campesinos en usufructo, las principales reformas esperadas no llegaron. La explicación de la parálisis osciló entre un cambio de prioridades generado por los huracanes Gustav e Ike, que azotaron la isla en el verano, y una recuperación física de Fidel Castro, documentada por médicos y amigos, y por el incremento notable de “reflexiones” del Comandante en los meses previos a las elecciones en Estados Unidos. En su última comparecencia ante la Asamblea Nacional, Raúl atribuyó la postergación de las reformas a la “crisis económica internacional” desatada a fines del 2008.
El otro elemento distintivo del primer año de gobierno de Raúl -la diversificación de las relaciones internacionales- no está desconectado de las expectativas de reforma. La consolidación de las relaciones con China y Rusia, la derogación de sanciones de la Unión Europea y el restablecimiento del diálogo con España, además del importante relanzamiento de los vínculos con América Latina -prioridad de la relación con Brasil, ingreso al Grupo de Río, normalización diplomática con México, viajes de Martín Torrijos, Rafael Correa, Cristina Fernández, Michelle Bachelet y Felipe Calderón a La Habana-, están ligados a la esperanza de que el Gobierno de Raúl emprenda cambios.
El canciller Pérez Roque dijo en Moscú que si Estados Unidos levanta el embargo comercial, Cuba será “el país más libre del planeta”. El propio Raúl Castro afirmó recientemente que su Gobierno está dispuesto a “discutir” con la nueva Administración de Barack Obama si ésta lo desea. “Discutir” significa, naturalmente, algo más que dialogar: intercambiar desacuerdos, negociar diferendos. Ambas declaraciones implican un reconocimiento de los deseos de cambio que predominan en la comunidad internacional, que comparten la UE y América Latina, España y Brasil, pero que se ocultan bajo la corrección diplomática del “diálogo” y el “entendimiento”.
Cuando Raúl Castro afirma que es un “comunista” partidario del “pluralismo” internacional, está diciendo que Cuba ha pasado, finalmente, de una diplomacia intervencionista a otra aislacionista. La Cuba de Raúl estaría renunciando a promover su socialismo entre las izquierdas y las derechas latinoamericanas -algo que, desde la perspectiva del último Fidel, el de la “batalla de ideas” y la alianza frenética con Chávez y Morales, sería inconcebible- a cambio de que esas izquierdas y esas derechas no presionen a Cuba para que se democratice. El aislacionismo de la Cuba de Raúl viene acompañado de una estrategia regional hacia la isla, en la que el liderazgo de Chávez y Morales es compensado o desplazado por el de Lula y Bachelet.
La ausencia de presión, que esos países contraponen a la estrategia punitiva de Estados Unidos, no significa que, por otros medios, las nuevas izquierdas latinoamericanas traten de incentivar una apertura de la economía y la política cubanas. Cuando algunos presidentes y cancilleres de la región apelan a la “doctrina de la diversidad” y dicen que “Cuba ha elegido el socialismo”, es decir, el partido único y la economía de Estado, como modelo, sólo están llamando a que se abandone el embargo y el aislamiento como métodos de democratización. Aun así, tres países bien posicionados en la nueva política exterior de La Habana (Brasil, México y Chile) tuvieron buenas relaciones con los Estados Unidos de Bush y tendrán buenas relaciones con los Estados Unidos de Obama.
A excepción de Chávez y otros líderes de tendencia autoritaria y antiamericana, los gobernantes de esa izquierda democrática saben que el modelo elegido por las élites cubanas -no por la ciudadanía de la isla y del exilio- desde hace 50 años es inadecuado para fomentar el crecimiento económico, el pluralismo político y la justicia social. Ninguno de esos gobiernos, ni siquiera el venezolano, ha seguido el camino de Cuba, aunque todos coinciden en que la política de Estados Unidos hacia la isla ha sido un fracaso y que la plena incorporación de La Habana a los foros regionales puede ser el modo más eficaz de alentar reformas.
La Cuba de Raúl es más una promesa que una realidad, pero es tan equivocado concluir, como algunos líderes en el exilio, que la nueva estrategia latinoamericana está desprovista de toda voluntad reformista o democratizadora, como suponer, a la manera de los gobernantes cubanos, que esas izquierdas siguen adorando al totalitarismo habanero como hace, todavía, dos décadas. La “solidaridad con Cuba” no es hoy una muestra de admiración ideológica, sino una resuelta oposición a la política de Washington, una apuesta pragmática por la integración comercial y diplomática de la región y una sutil reacción contra el protagonismo de Chávez.
Buena parte del despliegue diplomático de los últimos meses entre América Latina y Cuba tiene que ver con el traspaso de poderes que sucede en Estados Unidos. Las izquierdas latinoamericanas sienten, algunas con placer, la ausencia de su vecino en la región, provocada por el desinterés de la vieja Administración y por la falta de estrategia hemisférica de la nueva. Cuando Washington regrese a la región, el tema de Cuba reaparecerá en buena parte de sus intercambios con las cancillerías latinoamericanas y, probablemente, veremos con mayor claridad el aspecto democratizador de la nueva diplomacia regional.
Ideológicamente hablando, la Cuba de Raúl es el comunismo vuelto nacionalismo o el “socialismo en un solo país”, como decía el Stalin anterior a la Segunda Guerra Mundial. El relato que lo sostiene es una brutal simplificación de la historia, según el cual, Estados Unidos ha querido apoderarse de la isla desde fines del siglo XVIII o principios del XIX, y Cuba ha tenido que blindarse políticamente, bajo la forma totalitaria, para salvar su independencia. La Cuba de Raúl pide, por tanto, que las democracias latinoamericanas y europeas se relacionen con un comunismo del Caribe como si se tratara de una especificidad cultural.
El socialismo cubano, como cualquier otro régimen político de América Latina, está rebasado de problemas domésticos y no puede darse el lujo de andar presionando a los capitalismos y las democracias vecinas, y pide lo mismo a cambio. Sin embargo, la aspiración a que los temas de derechos humanos y democracia sean dejados a un lado, en la negociación con América Latina o Europa, mientras una nueva élite del poder se consolida en La Habana, es quimérica. Estados Unidos, bajo una Administración mejor vista en el mundo, como la del demócrata Barack Obama, tal vez se encargue de que eso no suceda.
La nueva relación entre la comunidad internacional y el Gobierno de Raúl Castro podría estar basada en un equívoco. El mundo quiere que Cuba cambie, cree que su Gobierno tiene la voluntad de cambiar y ese Gobierno le hace creer al mundo que desea el cambio. Sin embargo, a partir de una observación elemental de su primer año, no hay evidencias suficientes para asegurar que la Cuba de Raúl cambia en lo esencial. Si La Habana no inicia pronto las reformas que Cuba necesita, América Latina y Europa tendrán que reevaluar sus políticas hacia la isla.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
No hay comentarios.:
Publicar un comentario