Por Mateo Madridejos, periodista e historiador (EL PERIÓDICO, 25/01/09):
Luego de 23 días de bombardeo y asalto de los blindados israelís, detenidos por razones electorales coincidentes con la fiesta de Obama, los habitantes de Gaza entierran a sus muertos y se enfrentan con una pavorosa devastación. El mundo árabe está desgarrado entre facciones políticas y religiosas, y en Israel, como es habitual, proliferan las preguntas sin respuesta. La misma zozobra y los mismos dilemas. ¿Cuál es el verdadero resultado de la guerra? ¿Por qué terminó sin haber logrado los objetivos que flotaban en el ambiente belicoso? ¿Qué hacer cuando Hamás vuelva a disparar sus cohetes? ¿Garrote militar o paz por territorios? ¿Coexistencia o escudo estratégico?
La clase política israelí, en plena campaña electoral, aguijoneada por una opinión pública en crisis existencial, se debate entre los cálculos del Gobierno sobre el debilitamiento de Hamás y el oportunismo de la derecha nacionalista, dirigida por Binyamin Netanyahu, que apoyó la guerra, pero exigió su continuación hasta el sometimiento o la aniquilación de los terroristas. El electorado, exaltado y obnubilado por los combates, se escora aún más a la derecha en todas las encuestas, de manera que el Likud, el partido que más hizo por militarizar a la sociedad, se perfila como el probable vencedor de las elecciones del 10 de febrero.
El exministro Yosi Beilin, uno de los escasos líderes del movimiento pacifista en Israel, asegura que las operaciones cesaron a causa de las divergencias dentro del Gobierno, cuando el Ejército estaba a punto de obtener una victoria decisiva. Según esa hipótesis, tanto el ministro de Defensa, Ehud Barak (laborista), como la ministra de Exteriores, Tzipi Livni (Kadima), que compiten por el sector moderado de los votantes, actuaron en la creencia de que la ofensiva favorecía a Netanyahu, un declarado obstruccionista de cualquier negociación.
El cese de hostilidades, no pactado entre los beligerantes, parece destinado a ser otra pausa en la contienda inacabable que libran ambas comunidades desde hace casi un siglo. Las tropas siguen desplegadas en torno a Gaza, listas para cualquier eventualidad, pese al espanto y la indignación mostrados ante las ruinas por el secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, o las diversas denuncias por las armas empleadas y contra el proceder israelí. Lo más que se espera es que un agente exterior, que no puede ser otro que EEUU, imponga una tregua ataviada con la retórica de la paz definitiva, pero frágil como las anteriores, mientras Europa acalla el demonio del antisemitismo con el pago de la factura de la reconstrucción.
LA TRAGEDIA de Gaza confirma que la dominación militar de Israel y las presiones internacionales solo pueden mantener un simulacro de paz, como todos los que se arrastran desde 1948, a menos que las partes implicadas, tras reconocerse recíprocamente, como hicieron Rabin y Arafat en 1993 (acuerdos de Oslo), establezcan sin ambigüedad y apliquen sin reservas, incluso bajo presión terrorista, el mapa territorial y las estrictas condiciones de la convivencia. Pero esa aspiración no es ni siquiera una remota esperanza.
El coste moral de la guerra ha sido inmenso para Israel, pero no por ello ha ganado terreno el campo de la paz, ni siquiera el de los que consideran que la solución de los dos estados es inevitable para preservar el carácter judío de las instituciones. El escritor David Grossman lo expresa con dolorida elocuencia: “En medio de la ola de nacionalismo hiperbólico que recorre la nación, no resultará ofensivo recordar que, en último extremo, la operación de Gaza no es sino el final de otra etapa en la larga carrera azuzada con fuego, violencia y odio”. Ese nacionalismo o sionismo, como todos los de su estirpe, actúa como una ideología excluyente que justifica la ocupación y los castigos colectivos, al tiempo que sirve de coartada para que muchos israelís utilicen unos sofisticados mecanismos psicológicos que les permiten vivir con buena conciencia en un medio hostil.
EL PRESIDENTE de la Autoridad Palestina, Mahmud Abás, ha perdido parte de su credibilidad por la infructuosa negociación, mientras Hamás se fortalecía como vocero de la resistencia, que no vacila en parapetarse detrás de la población civil, y abogado recalcitrante de la ominosa estrategia de prosperar en la desolación. Y no debe olvidarse que el terrorismo islámico, al enquistarse en el conflicto inmemorial, alimenta tanto los delirios de venganza de los desesperados como los temores de los judíos, cuando Obama ya tiene el dilema sobre la mesa: restaurar un Gobierno palestino de unidad, como pretenden Abás y el presidente egipcio, Hosni Mubarak, o mantener el aislamiento de Hamás.
Las reiteradas expediciones punitivas israelís no sirvieron para que los árabes y los palestinos en particular reconocieran sus crímenes y, sobre todo, sus clamorosos errores, ni para que los gacenses, utilizados por los islamistas, admitieran los límites de su inocencia o denunciaran las provocaciones de los fedayines. El alma de Israel necesita de una catarsis que no acaba de llegar, mientras los árabes pronuncian sus diatribas y dirimen sus divergencias en la televisión, arma arrojadiza de exhibición y complacencia con la que se excita a unas masas que enmascaran con sus gritos y su dolor la indigencia política y el fanatismo a que están sometidas por sus tiranos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Luego de 23 días de bombardeo y asalto de los blindados israelís, detenidos por razones electorales coincidentes con la fiesta de Obama, los habitantes de Gaza entierran a sus muertos y se enfrentan con una pavorosa devastación. El mundo árabe está desgarrado entre facciones políticas y religiosas, y en Israel, como es habitual, proliferan las preguntas sin respuesta. La misma zozobra y los mismos dilemas. ¿Cuál es el verdadero resultado de la guerra? ¿Por qué terminó sin haber logrado los objetivos que flotaban en el ambiente belicoso? ¿Qué hacer cuando Hamás vuelva a disparar sus cohetes? ¿Garrote militar o paz por territorios? ¿Coexistencia o escudo estratégico?
La clase política israelí, en plena campaña electoral, aguijoneada por una opinión pública en crisis existencial, se debate entre los cálculos del Gobierno sobre el debilitamiento de Hamás y el oportunismo de la derecha nacionalista, dirigida por Binyamin Netanyahu, que apoyó la guerra, pero exigió su continuación hasta el sometimiento o la aniquilación de los terroristas. El electorado, exaltado y obnubilado por los combates, se escora aún más a la derecha en todas las encuestas, de manera que el Likud, el partido que más hizo por militarizar a la sociedad, se perfila como el probable vencedor de las elecciones del 10 de febrero.
El exministro Yosi Beilin, uno de los escasos líderes del movimiento pacifista en Israel, asegura que las operaciones cesaron a causa de las divergencias dentro del Gobierno, cuando el Ejército estaba a punto de obtener una victoria decisiva. Según esa hipótesis, tanto el ministro de Defensa, Ehud Barak (laborista), como la ministra de Exteriores, Tzipi Livni (Kadima), que compiten por el sector moderado de los votantes, actuaron en la creencia de que la ofensiva favorecía a Netanyahu, un declarado obstruccionista de cualquier negociación.
El cese de hostilidades, no pactado entre los beligerantes, parece destinado a ser otra pausa en la contienda inacabable que libran ambas comunidades desde hace casi un siglo. Las tropas siguen desplegadas en torno a Gaza, listas para cualquier eventualidad, pese al espanto y la indignación mostrados ante las ruinas por el secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, o las diversas denuncias por las armas empleadas y contra el proceder israelí. Lo más que se espera es que un agente exterior, que no puede ser otro que EEUU, imponga una tregua ataviada con la retórica de la paz definitiva, pero frágil como las anteriores, mientras Europa acalla el demonio del antisemitismo con el pago de la factura de la reconstrucción.
LA TRAGEDIA de Gaza confirma que la dominación militar de Israel y las presiones internacionales solo pueden mantener un simulacro de paz, como todos los que se arrastran desde 1948, a menos que las partes implicadas, tras reconocerse recíprocamente, como hicieron Rabin y Arafat en 1993 (acuerdos de Oslo), establezcan sin ambigüedad y apliquen sin reservas, incluso bajo presión terrorista, el mapa territorial y las estrictas condiciones de la convivencia. Pero esa aspiración no es ni siquiera una remota esperanza.
El coste moral de la guerra ha sido inmenso para Israel, pero no por ello ha ganado terreno el campo de la paz, ni siquiera el de los que consideran que la solución de los dos estados es inevitable para preservar el carácter judío de las instituciones. El escritor David Grossman lo expresa con dolorida elocuencia: “En medio de la ola de nacionalismo hiperbólico que recorre la nación, no resultará ofensivo recordar que, en último extremo, la operación de Gaza no es sino el final de otra etapa en la larga carrera azuzada con fuego, violencia y odio”. Ese nacionalismo o sionismo, como todos los de su estirpe, actúa como una ideología excluyente que justifica la ocupación y los castigos colectivos, al tiempo que sirve de coartada para que muchos israelís utilicen unos sofisticados mecanismos psicológicos que les permiten vivir con buena conciencia en un medio hostil.
EL PRESIDENTE de la Autoridad Palestina, Mahmud Abás, ha perdido parte de su credibilidad por la infructuosa negociación, mientras Hamás se fortalecía como vocero de la resistencia, que no vacila en parapetarse detrás de la población civil, y abogado recalcitrante de la ominosa estrategia de prosperar en la desolación. Y no debe olvidarse que el terrorismo islámico, al enquistarse en el conflicto inmemorial, alimenta tanto los delirios de venganza de los desesperados como los temores de los judíos, cuando Obama ya tiene el dilema sobre la mesa: restaurar un Gobierno palestino de unidad, como pretenden Abás y el presidente egipcio, Hosni Mubarak, o mantener el aislamiento de Hamás.
Las reiteradas expediciones punitivas israelís no sirvieron para que los árabes y los palestinos en particular reconocieran sus crímenes y, sobre todo, sus clamorosos errores, ni para que los gacenses, utilizados por los islamistas, admitieran los límites de su inocencia o denunciaran las provocaciones de los fedayines. El alma de Israel necesita de una catarsis que no acaba de llegar, mientras los árabes pronuncian sus diatribas y dirimen sus divergencias en la televisión, arma arrojadiza de exhibición y complacencia con la que se excita a unas masas que enmascaran con sus gritos y su dolor la indigencia política y el fanatismo a que están sometidas por sus tiranos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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