Por Prudencio García, investigador y consultor internacional del Instituto Ciencia y Sociedad, y profesor del Instituto Universitario Gutiérrez Mellado de la UNED (EL PAÍS, 18/07/07):
Los periodistas se agolpaban, aquel 30 de diciembre de 1990, ante la puerta de la prisión. No era para menos: el general golpista Jorge Videla, ex jefe de la primera Junta Militar (condenado ya por sentencia firme a prisión perpetua), iba a salir en libertad, como consecuencia del segundo indulto otorgado por el entonces presidente argentino Carlos Menem a los principales responsables de los horrores de la dictadura militar de 1976-1983, con sus miles de secuestros, torturas y asesinatos.
El recién liberado, eufórico, declaró a la prensa nada menos que lo siguiente:
“No basta con indultarnos y ponernos en libertad. La sociedad argentina está en deuda con nosotros. Para empezar, debe pedirnos perdón y proceder a la restitución de todos nuestros grados y honores”. Y añadió: “En cuanto a las acusaciones que tuvimos que soportar de torturas y similares, fueron acusaciones injustas. Todos sabemos que incluso en estos mismos momentos se está torturando en las comisarías argentinas. Porque, como todo el mundo sabe, sin ese requisito no hay investigación seria que pueda progresar”.
Esta defensa de la tortura como práctica cotidiana, permanentemente aplicable incluso en tiempo de paz (ni siquiera como recurso excepcional, tal como la contempla la perversa “Teoría de las manos sucias”, tan exhaustivamente utilizada por tantos torturadores y genocidas), vino a demostrar una vez más la calaña del tipo de sujetos a los que esta clase de indultos devuelve la libertad.
Pero la sociedad argentina, lejos de pedir perdón a sus máximos criminales y devolverles sus honores, como exigía tan destacado y patriótico líder, tomó otra muy diferente actitud, mantenida tenazmente hasta hoy por las organizaciones defensoras de los Derechos Humanos y por el sector más sano e intachable del aparato judicial argentino. Como consecuencia de ello, el ascético Videla (que pasaba las sesiones del juicio leyendo la Biblia con gran recogimiento, sin dedicar la menor atención a los atroces testimonios que prestaban sus víctimas, todavía angustiadas y muchas veces llorando ante los jueces de la Cámara Federal) se encuentra hoy en situación de arresto domiciliario por diversos delitos no cubiertos por aquellos indultos, situación que se verá agravada en un próximo futuro, al poder ser acusado de muchos más delitos, y de muy superior gravedad.
En efecto, en una decisión largamente esperada y de considerable alcance, la Corte Suprema de Argentina ha derribado la última barrera que todavía protegía la impunidad de los peores criminales de la dictadura, al declarar inconstitucional el indulto concedido en 1989 al general Santiago Riberos, uno de los destacados jefes militares que se vieron favorecidos por el primer indulto, otorgado por Carlos Menem poco después de su acceso al poder. Noticia trascendental, ya que este nuevo pronunciamiento judicial sienta una jurisprudencia que afectará a todos los altos jefes cuya impunidad se vio protegida por aquel mismo indulto, y también por el posterior, el que benefició al ya citado general Videla un año después.
¿Cómo pudo producirse aquella calamitosa serie de claudicaciones legales (qué penoso resulta aplicarles este calificativo) que aseguraron a cientos de torturadores y asesinos, durante décadas, la más perniciosa impunidad? La respuesta está clara: aquello fue el fruto de la debilidad del poder civil, sometido a la presión, entonces irresistible, del estamento militar.
Tras el juicio de las Juntas y su sentencia condenatoria de 1985, la fuerte presión estamental consiguió forzar la Ley de Punto Final de 1986, que limitaba a sólo 60 días el plazo de presentación de denuncias. Pero, tras la aplicación de esa ley, todavía quedaban imputados casi 400 represores. Posteriormente, la insurrección militar de Semana Santa de 1987 forzó la promulgación de la Ley de Obediencia Debida. Aquel vergonzoso concepto de que los secuestros, torturas y asesinatos de miles de ciudadanos debían quedar impunes, con el pretexto de que fueron cometidos obedeciendo órdenes superiores, determinó que el número de procesados quedara reducido a la raquítica cifra de 38, todos ellos de alta graduación (generales del Ejército, almirantes de la Armada o brigadieres de Aviación). Aquellos 38 constituían el núcleo responsable y ejecutor, el listón mínimo que el presidente Alfonsín no estaba dispuesto a rebajar ni un milímetro más.
Pero Alfonsín perdió las elecciones de 1989 y Menem llegó al poder. Pronto, una frase del nuevo presidente nos dio la clave de lo que se avecinaba: “Como todo el mundo sabe, en Argentina es difícil gobernar sin los militares, pero resulta imposible gobernar contra los militares”. (Absolutamente nadie le pedía que gobernara “contra los militares”, sino sólo que se cumpliera el mínimo grado de justicia imprescindible, requerido por la sociedad). Así llegó el primer indulto (octubre de 1989). Aquellos 38 jefes, que ostentaron los más altos cargos responsables de la criminal estructura represiva, quedaban desprocesados, libres de toda amenaza de juicio y prisión.
¿Qué faltaba todavía para completar el círculo de la impunidad? Liberar a los seis máximos responsables, condenados ya por sentencia firme: cuatro miembros de las Juntas Militares (Videla, Massera, Viola y Lambruschini) y dos generales (Camps y Richieri), ex jefes de la Policía de Buenos Aires, todos ellos sentenciados a largas penas de prisión. El segundo y último indulto de Menem (1990) se encargó de ponerlos también en libertad.
Hoy, tras una lucha infatigable de décadas de duración, la sociedad argentina culmina otro de sus grandes hitos, en su admirable esfuerzo por derrotar a la impunidad y recuperar la dignidad, un día pisoteada, de una sociedad civil acogotada por la presión militar. Pero el camino ha sido largo, arduo y difícil.
Ya en 2003, tras considerables esfuerzos y venciendo innumerables obstáculos, se logró consumar el derribo de las dos máximas barreras que protegían la impunidad: las leyes de Punto Final y Obediencia Debida fueron anuladas con la práctica unanimidad del Congreso y el Senado. En 2005 llegó otro importante paso: la Corte Suprema ratificaba dicha anulación. Ello supuso la reapertura de importantes causas penales, entre otras, la de la Esma (Escuela de Mecánica de la Armada, escenario de las mayores atrocidades cometidas por la Marina) y la del Primer Cuerpo (que concentra algunos de los episodios más terribles protagonizados por el Ejército).
Pero todavía quedaba la última barrera: los indultos menemistas. Ahora, la nueva y decisiva resolución de la Corte Suprema vuelve a colocar frente a la responsabilidad de sus crímenes a uno de aquellos 38 presuntos criminales -¡qué poco presuntos!- que fueron indebidamente desprocesados casi dos décadas atrás. Los restantes -salvo los ya fallecidos- vendrán tras él.
La última barrera, tras la serie de interminables obstáculos tan trabajosamente desmantelados durante tantos años de lucha por la justicia, cae al fin. Admirable ejemplo de fuerza moral y dignidad civil para tantas otras sociedades latinoamericanas, todavía castigadas por la más infranqueable impunidad.
Los periodistas se agolpaban, aquel 30 de diciembre de 1990, ante la puerta de la prisión. No era para menos: el general golpista Jorge Videla, ex jefe de la primera Junta Militar (condenado ya por sentencia firme a prisión perpetua), iba a salir en libertad, como consecuencia del segundo indulto otorgado por el entonces presidente argentino Carlos Menem a los principales responsables de los horrores de la dictadura militar de 1976-1983, con sus miles de secuestros, torturas y asesinatos.
El recién liberado, eufórico, declaró a la prensa nada menos que lo siguiente:
“No basta con indultarnos y ponernos en libertad. La sociedad argentina está en deuda con nosotros. Para empezar, debe pedirnos perdón y proceder a la restitución de todos nuestros grados y honores”. Y añadió: “En cuanto a las acusaciones que tuvimos que soportar de torturas y similares, fueron acusaciones injustas. Todos sabemos que incluso en estos mismos momentos se está torturando en las comisarías argentinas. Porque, como todo el mundo sabe, sin ese requisito no hay investigación seria que pueda progresar”.
Esta defensa de la tortura como práctica cotidiana, permanentemente aplicable incluso en tiempo de paz (ni siquiera como recurso excepcional, tal como la contempla la perversa “Teoría de las manos sucias”, tan exhaustivamente utilizada por tantos torturadores y genocidas), vino a demostrar una vez más la calaña del tipo de sujetos a los que esta clase de indultos devuelve la libertad.
Pero la sociedad argentina, lejos de pedir perdón a sus máximos criminales y devolverles sus honores, como exigía tan destacado y patriótico líder, tomó otra muy diferente actitud, mantenida tenazmente hasta hoy por las organizaciones defensoras de los Derechos Humanos y por el sector más sano e intachable del aparato judicial argentino. Como consecuencia de ello, el ascético Videla (que pasaba las sesiones del juicio leyendo la Biblia con gran recogimiento, sin dedicar la menor atención a los atroces testimonios que prestaban sus víctimas, todavía angustiadas y muchas veces llorando ante los jueces de la Cámara Federal) se encuentra hoy en situación de arresto domiciliario por diversos delitos no cubiertos por aquellos indultos, situación que se verá agravada en un próximo futuro, al poder ser acusado de muchos más delitos, y de muy superior gravedad.
En efecto, en una decisión largamente esperada y de considerable alcance, la Corte Suprema de Argentina ha derribado la última barrera que todavía protegía la impunidad de los peores criminales de la dictadura, al declarar inconstitucional el indulto concedido en 1989 al general Santiago Riberos, uno de los destacados jefes militares que se vieron favorecidos por el primer indulto, otorgado por Carlos Menem poco después de su acceso al poder. Noticia trascendental, ya que este nuevo pronunciamiento judicial sienta una jurisprudencia que afectará a todos los altos jefes cuya impunidad se vio protegida por aquel mismo indulto, y también por el posterior, el que benefició al ya citado general Videla un año después.
¿Cómo pudo producirse aquella calamitosa serie de claudicaciones legales (qué penoso resulta aplicarles este calificativo) que aseguraron a cientos de torturadores y asesinos, durante décadas, la más perniciosa impunidad? La respuesta está clara: aquello fue el fruto de la debilidad del poder civil, sometido a la presión, entonces irresistible, del estamento militar.
Tras el juicio de las Juntas y su sentencia condenatoria de 1985, la fuerte presión estamental consiguió forzar la Ley de Punto Final de 1986, que limitaba a sólo 60 días el plazo de presentación de denuncias. Pero, tras la aplicación de esa ley, todavía quedaban imputados casi 400 represores. Posteriormente, la insurrección militar de Semana Santa de 1987 forzó la promulgación de la Ley de Obediencia Debida. Aquel vergonzoso concepto de que los secuestros, torturas y asesinatos de miles de ciudadanos debían quedar impunes, con el pretexto de que fueron cometidos obedeciendo órdenes superiores, determinó que el número de procesados quedara reducido a la raquítica cifra de 38, todos ellos de alta graduación (generales del Ejército, almirantes de la Armada o brigadieres de Aviación). Aquellos 38 constituían el núcleo responsable y ejecutor, el listón mínimo que el presidente Alfonsín no estaba dispuesto a rebajar ni un milímetro más.
Pero Alfonsín perdió las elecciones de 1989 y Menem llegó al poder. Pronto, una frase del nuevo presidente nos dio la clave de lo que se avecinaba: “Como todo el mundo sabe, en Argentina es difícil gobernar sin los militares, pero resulta imposible gobernar contra los militares”. (Absolutamente nadie le pedía que gobernara “contra los militares”, sino sólo que se cumpliera el mínimo grado de justicia imprescindible, requerido por la sociedad). Así llegó el primer indulto (octubre de 1989). Aquellos 38 jefes, que ostentaron los más altos cargos responsables de la criminal estructura represiva, quedaban desprocesados, libres de toda amenaza de juicio y prisión.
¿Qué faltaba todavía para completar el círculo de la impunidad? Liberar a los seis máximos responsables, condenados ya por sentencia firme: cuatro miembros de las Juntas Militares (Videla, Massera, Viola y Lambruschini) y dos generales (Camps y Richieri), ex jefes de la Policía de Buenos Aires, todos ellos sentenciados a largas penas de prisión. El segundo y último indulto de Menem (1990) se encargó de ponerlos también en libertad.
Hoy, tras una lucha infatigable de décadas de duración, la sociedad argentina culmina otro de sus grandes hitos, en su admirable esfuerzo por derrotar a la impunidad y recuperar la dignidad, un día pisoteada, de una sociedad civil acogotada por la presión militar. Pero el camino ha sido largo, arduo y difícil.
Ya en 2003, tras considerables esfuerzos y venciendo innumerables obstáculos, se logró consumar el derribo de las dos máximas barreras que protegían la impunidad: las leyes de Punto Final y Obediencia Debida fueron anuladas con la práctica unanimidad del Congreso y el Senado. En 2005 llegó otro importante paso: la Corte Suprema ratificaba dicha anulación. Ello supuso la reapertura de importantes causas penales, entre otras, la de la Esma (Escuela de Mecánica de la Armada, escenario de las mayores atrocidades cometidas por la Marina) y la del Primer Cuerpo (que concentra algunos de los episodios más terribles protagonizados por el Ejército).
Pero todavía quedaba la última barrera: los indultos menemistas. Ahora, la nueva y decisiva resolución de la Corte Suprema vuelve a colocar frente a la responsabilidad de sus crímenes a uno de aquellos 38 presuntos criminales -¡qué poco presuntos!- que fueron indebidamente desprocesados casi dos décadas atrás. Los restantes -salvo los ya fallecidos- vendrán tras él.
La última barrera, tras la serie de interminables obstáculos tan trabajosamente desmantelados durante tantos años de lucha por la justicia, cae al fin. Admirable ejemplo de fuerza moral y dignidad civil para tantas otras sociedades latinoamericanas, todavía castigadas por la más infranqueable impunidad.
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