Por Serafín Fanjul, catedrático de la UAM (ABC, 26/07/07):
Desde que la corrección política, inventada y exportada por las universidades americanas, se adueñó de la izquierda europea, ésta ha encontrado en la sustitución de términos el bálsamo salvador de su carencia de contenidos y conceptos. El poder y los grupos políticos, religiosos o ideológicos siempre han intentado manipular el lenguaje. Sin embargo, para nuestros progresistas esa maniobra se volvió imperativo categórico cuando los pufos urbanísticos, la ética de quita y pon o la adopción de la política económica y social de la derecha, incluso llevándola mucho más lejos, se han convertido en puntales de la supervivencia de partidos cuyo izquierdismo real brilla por su ausencia. Bien es cierto que el eufemismo (v.g. «empleadas de hogar» por criadas, o «productores» por obreros) no es una creación de ahora, pero en la actualidad la sociedad entera acepta mansamente el enmascaramiento de ciertas ideas con tal de que las cebaderas sigan llenas. Es más vistoso decir subsahariano que negro (¿cómo llamarán a los de las Antillas?); y aunque para «señorita» -de quince años, por ejemplo- no haya un recambio, las feministas se erizan como puercoespines (o puercaespinas) cada vez que oyen tan inocente vocablo. Se amalgaman en el intento designios de edulcorar, engañar, distraer, pero también la pedantería de grupo o la búsqueda de una jerga enrevesada que preste respetabilidad a quienes no la tienen de suyo. Así, un fallecimiento en accidente se describe como «heridas incompatibles con la vida»; el derrumbamiento de una casa es la «anulación de la ley de gravedad»; el despido se convierte en «extinción de la relación laboral», la locura en «desorden neurológico grave», los coches usados en «seminuevos», los barrenderos en «agentes de superficie», el recreo escolar en «segmento de ocio» y los impuestos -ésta es de Rodríguez- en «aportación a los ingresos del Estado». Hay muchas más que no podemos ni debemos reseñar aquí. Baste dejar sentada la intención de falsear la realidad, al tiempo que se impone una disciplina ideológica que nadie osa contravenir por el riesgo de ser marginado y aislado en la sociedad, por lo mucho que sufre la imagen del infractor.
Leo en ABC (30-05-07) que un concejal de El Vendrell ha sido condenado a pagar una multa de 400 euros por llamar moro a un moro. La descalificación del condenado viene alfombrada con su descripción como «ultraderechista y xenófobo», lo cual, por sí solo, ya le convierte en culpable de antemano. Sin entrar en la ideología política del perjudicado -que desconocemos- sí vale la pena recordar que descalificaciones similares («fascista» es la más común) se aplican a cualquiera que incordie o reclame contra el buenismo avasallador. Por añadidura, es obvio que todos tenemos derecho a las garantías y amparo de la ley -«Juzgarnos por lo que hacemos, no por quién somos», me aclaró un viejo conocido encumbrado a magistrado progre-, no sólo los asesinos etarras, los punkis, okupas y demás familia. Todos. Imagino que el condenado recurrirá una sentencia tan absurda, pero no es su caso particular lo llamativo, sino la extensión del conflicto por esta palabra.
Busco en el DRAE: «Moro: Natural del África Septentrional frontera a España./ 2. Perteneciente o relativo a esta parte de África o a sus naturales./ 3. Por extensión, que profesa la religión islámica./ 4. Dícese del musulmán que habitó en España desde el siglo VIII hasta el XV./ 5. Perteneciente o relativo a la España musulmana de aquel tiempo. / 6. Dícese del musulmán de Mindanao y de otras islas de Malasia… etc.». Es decir, pronunciar la voz «moro» no es insultar a nadie sino, simplemente, hablar en castellano, con lo cual podríamos entrar en atrevidas exégesis sobre si el veredicto es, o no, un ñoño subproducto más de lo políticamente correcto conducente al pensamiento único, agarrándose a leyes interpretables, de las cuales en España tenemos una porción. Ya se sabe: al enemigo se le aplica la ley y al amigo se le interpreta. Y para qué aludir a casos recientes.
Diciéndolo por derecho: la sentencia es pura sinrazón, un contradiós a pelo, una prueba más de cómo la gazmoñería puede convertirse en arma represiva, porque sí y punto, so color de defender la autoestima de éste o aquél. ¿Debemos expurgar y purificar toda la literatura española, incluida la jurídica y administrativa, anterior al siglo XX, limpiándola de un término tan ofensivo? Pues no vamos a parar. Sólo un botón de muestra: cuando la expedición de Magallanes-Elcano alcanza la isla de Palawán (Paragua), entre Mindoro y Joló, Antonio Pigafetta (a propósito, vean la excelente versión de Leoncio Cabrero) refiere agresivamente «Aquel rey es moro y por nombre Siripada». ¡Que empuren a Pigafetta! Pero es que hay más delito: cuanto Santiago Matamoros sea habido en iglesias, catedrales y hasta sacristías y columbarios, transmútese en Santiago Matamagrebíes o, mejor aún, barrénese y trocéese la estatua hasta convertirla en picadillo de carcoma, como hizo Hitler nada más entrar en París con la efigie del general Mangin invasor del Ruhr en 1923. Y las malhadadas fiestas levantinas, andaluzas y manchegas (y hasta de Zacatecas, México) por mal nombre conocidas como de «Moros y Cristianos» recíclense -dirá el progre- en «Fiestas de Magrebíes y Cristianos». Ya lo saben en Alcoy. Aunque, bien mirado, sería preferible abolir tan crudo insulto para el islam como es andar mostrando Vírgenes y San Jorges con tal hostilidad, obedeciendo así al justo deseo -ya expreso- de los moros aquí afincados ayer por la tarde, o de los españoles conversos de anteayer que, sin duda, ofrecerán alternativas más lúdicas, solidarias, multiculturales y, sobre todo, divertidas que estas antiguallas arcaicas, xenófobas, de derechas. Y cuantos topónimos se apelliden Matamoros, deberán, púdicamente, denominarse Matamagrebíes o Matamusulmanes, para que quede constancia de nuestra crueldad y proclividad a sevicias y crímenes, aunque aprovecho la ocasión para dar un disgusto a los gurús de nuestra cultura presente -que van mundo adelante repitiendo que en esos lugares se mataban moros- informándoles de que Matamoros sólo es «Mata de los Moros», ¿o es que en Matallana mataban llanas y en Matagorda gordas? Y el muy musulmán -y terrorista- Frente Moro de Filipinas, afine el título y hágase otra fiestecita de Subú´ para cambiarse la marca y adoptar el mucho más apropiado nombre de Frente Magrebí de Liberación y etcétera.
Pasaremos por alto los miles de injurias, insultos y maldiciones contra los cristianos y el cristianismo que hermosean la literatura árabe de viajes, las crónicas históricas o los compendios jurídicos, pero, si desean divertirse, no más asómense a la prodigiosa y preciosista casuística de los musulmanes, por ejemplo para distinguir entre las maldiciones que deben dirigirse a los cristianos según caigamos en la primera o la segunda mitad de Ramadán (véase la obra de Abu Bakr de Tortosa «Libro de las innovaciones y las novedades», versión de M. I. Fierro, pg. 239). Verán qué tolerancia. Por desgracia, el pequeño suceso de El Vendrell no es un hecho aislado sino que se enmarca en una presión psicológica permanente, también a través de la lengua: no contentos con ocupar progresivamente el espacio público, pretenden imponernos una determinada forma de hablar que recorta los flecos del pasado en un solo sentido -como en todo-, bien que con el concurso de una tropa auxiliar de buenistas hispanos, poco lectores pero muy habladores, porque el lance de «moro» va inserto en toda una línea que, en los medios de comunicación, exhibe cual divisa de torneo para listos, Girona, Lleida, A Coruña… No veo nunca al-Qáhira por El Cairo, München por Munich o Moskba por Moscú: ¿será por tratarse de lugares de importancia menor que Hondarribia y compañía? No se puede pedir a los periodistas, ni a nadie, que conozcan todos los idiomas. Bástenos, pues, para entendernos en nuestro país, con el castellano y el sentido común, que no es poco.
El palabro «musulmán» es una composición de francés y persa (con el sufijo -an de plural en esta última lengua) que entró en español a través de la literatura romántica francesa para designar al que hasta entonces se llamaba con llana y sana naturalidad «moro», y yo lo prefiero, como la mayoría del pueblo español, que sabe muy bien lo que quiere decir con el término, sin necesidad de caer en la cursilada de «magrebí». Y meta -o entienda- el matiz peyorativo quien guste, no yo. Subjetividad pura al servicio oportunista del poder del momento.
Desde que la corrección política, inventada y exportada por las universidades americanas, se adueñó de la izquierda europea, ésta ha encontrado en la sustitución de términos el bálsamo salvador de su carencia de contenidos y conceptos. El poder y los grupos políticos, religiosos o ideológicos siempre han intentado manipular el lenguaje. Sin embargo, para nuestros progresistas esa maniobra se volvió imperativo categórico cuando los pufos urbanísticos, la ética de quita y pon o la adopción de la política económica y social de la derecha, incluso llevándola mucho más lejos, se han convertido en puntales de la supervivencia de partidos cuyo izquierdismo real brilla por su ausencia. Bien es cierto que el eufemismo (v.g. «empleadas de hogar» por criadas, o «productores» por obreros) no es una creación de ahora, pero en la actualidad la sociedad entera acepta mansamente el enmascaramiento de ciertas ideas con tal de que las cebaderas sigan llenas. Es más vistoso decir subsahariano que negro (¿cómo llamarán a los de las Antillas?); y aunque para «señorita» -de quince años, por ejemplo- no haya un recambio, las feministas se erizan como puercoespines (o puercaespinas) cada vez que oyen tan inocente vocablo. Se amalgaman en el intento designios de edulcorar, engañar, distraer, pero también la pedantería de grupo o la búsqueda de una jerga enrevesada que preste respetabilidad a quienes no la tienen de suyo. Así, un fallecimiento en accidente se describe como «heridas incompatibles con la vida»; el derrumbamiento de una casa es la «anulación de la ley de gravedad»; el despido se convierte en «extinción de la relación laboral», la locura en «desorden neurológico grave», los coches usados en «seminuevos», los barrenderos en «agentes de superficie», el recreo escolar en «segmento de ocio» y los impuestos -ésta es de Rodríguez- en «aportación a los ingresos del Estado». Hay muchas más que no podemos ni debemos reseñar aquí. Baste dejar sentada la intención de falsear la realidad, al tiempo que se impone una disciplina ideológica que nadie osa contravenir por el riesgo de ser marginado y aislado en la sociedad, por lo mucho que sufre la imagen del infractor.
Leo en ABC (30-05-07) que un concejal de El Vendrell ha sido condenado a pagar una multa de 400 euros por llamar moro a un moro. La descalificación del condenado viene alfombrada con su descripción como «ultraderechista y xenófobo», lo cual, por sí solo, ya le convierte en culpable de antemano. Sin entrar en la ideología política del perjudicado -que desconocemos- sí vale la pena recordar que descalificaciones similares («fascista» es la más común) se aplican a cualquiera que incordie o reclame contra el buenismo avasallador. Por añadidura, es obvio que todos tenemos derecho a las garantías y amparo de la ley -«Juzgarnos por lo que hacemos, no por quién somos», me aclaró un viejo conocido encumbrado a magistrado progre-, no sólo los asesinos etarras, los punkis, okupas y demás familia. Todos. Imagino que el condenado recurrirá una sentencia tan absurda, pero no es su caso particular lo llamativo, sino la extensión del conflicto por esta palabra.
Busco en el DRAE: «Moro: Natural del África Septentrional frontera a España./ 2. Perteneciente o relativo a esta parte de África o a sus naturales./ 3. Por extensión, que profesa la religión islámica./ 4. Dícese del musulmán que habitó en España desde el siglo VIII hasta el XV./ 5. Perteneciente o relativo a la España musulmana de aquel tiempo. / 6. Dícese del musulmán de Mindanao y de otras islas de Malasia… etc.». Es decir, pronunciar la voz «moro» no es insultar a nadie sino, simplemente, hablar en castellano, con lo cual podríamos entrar en atrevidas exégesis sobre si el veredicto es, o no, un ñoño subproducto más de lo políticamente correcto conducente al pensamiento único, agarrándose a leyes interpretables, de las cuales en España tenemos una porción. Ya se sabe: al enemigo se le aplica la ley y al amigo se le interpreta. Y para qué aludir a casos recientes.
Diciéndolo por derecho: la sentencia es pura sinrazón, un contradiós a pelo, una prueba más de cómo la gazmoñería puede convertirse en arma represiva, porque sí y punto, so color de defender la autoestima de éste o aquél. ¿Debemos expurgar y purificar toda la literatura española, incluida la jurídica y administrativa, anterior al siglo XX, limpiándola de un término tan ofensivo? Pues no vamos a parar. Sólo un botón de muestra: cuando la expedición de Magallanes-Elcano alcanza la isla de Palawán (Paragua), entre Mindoro y Joló, Antonio Pigafetta (a propósito, vean la excelente versión de Leoncio Cabrero) refiere agresivamente «Aquel rey es moro y por nombre Siripada». ¡Que empuren a Pigafetta! Pero es que hay más delito: cuanto Santiago Matamoros sea habido en iglesias, catedrales y hasta sacristías y columbarios, transmútese en Santiago Matamagrebíes o, mejor aún, barrénese y trocéese la estatua hasta convertirla en picadillo de carcoma, como hizo Hitler nada más entrar en París con la efigie del general Mangin invasor del Ruhr en 1923. Y las malhadadas fiestas levantinas, andaluzas y manchegas (y hasta de Zacatecas, México) por mal nombre conocidas como de «Moros y Cristianos» recíclense -dirá el progre- en «Fiestas de Magrebíes y Cristianos». Ya lo saben en Alcoy. Aunque, bien mirado, sería preferible abolir tan crudo insulto para el islam como es andar mostrando Vírgenes y San Jorges con tal hostilidad, obedeciendo así al justo deseo -ya expreso- de los moros aquí afincados ayer por la tarde, o de los españoles conversos de anteayer que, sin duda, ofrecerán alternativas más lúdicas, solidarias, multiculturales y, sobre todo, divertidas que estas antiguallas arcaicas, xenófobas, de derechas. Y cuantos topónimos se apelliden Matamoros, deberán, púdicamente, denominarse Matamagrebíes o Matamusulmanes, para que quede constancia de nuestra crueldad y proclividad a sevicias y crímenes, aunque aprovecho la ocasión para dar un disgusto a los gurús de nuestra cultura presente -que van mundo adelante repitiendo que en esos lugares se mataban moros- informándoles de que Matamoros sólo es «Mata de los Moros», ¿o es que en Matallana mataban llanas y en Matagorda gordas? Y el muy musulmán -y terrorista- Frente Moro de Filipinas, afine el título y hágase otra fiestecita de Subú´ para cambiarse la marca y adoptar el mucho más apropiado nombre de Frente Magrebí de Liberación y etcétera.
Pasaremos por alto los miles de injurias, insultos y maldiciones contra los cristianos y el cristianismo que hermosean la literatura árabe de viajes, las crónicas históricas o los compendios jurídicos, pero, si desean divertirse, no más asómense a la prodigiosa y preciosista casuística de los musulmanes, por ejemplo para distinguir entre las maldiciones que deben dirigirse a los cristianos según caigamos en la primera o la segunda mitad de Ramadán (véase la obra de Abu Bakr de Tortosa «Libro de las innovaciones y las novedades», versión de M. I. Fierro, pg. 239). Verán qué tolerancia. Por desgracia, el pequeño suceso de El Vendrell no es un hecho aislado sino que se enmarca en una presión psicológica permanente, también a través de la lengua: no contentos con ocupar progresivamente el espacio público, pretenden imponernos una determinada forma de hablar que recorta los flecos del pasado en un solo sentido -como en todo-, bien que con el concurso de una tropa auxiliar de buenistas hispanos, poco lectores pero muy habladores, porque el lance de «moro» va inserto en toda una línea que, en los medios de comunicación, exhibe cual divisa de torneo para listos, Girona, Lleida, A Coruña… No veo nunca al-Qáhira por El Cairo, München por Munich o Moskba por Moscú: ¿será por tratarse de lugares de importancia menor que Hondarribia y compañía? No se puede pedir a los periodistas, ni a nadie, que conozcan todos los idiomas. Bástenos, pues, para entendernos en nuestro país, con el castellano y el sentido común, que no es poco.
El palabro «musulmán» es una composición de francés y persa (con el sufijo -an de plural en esta última lengua) que entró en español a través de la literatura romántica francesa para designar al que hasta entonces se llamaba con llana y sana naturalidad «moro», y yo lo prefiero, como la mayoría del pueblo español, que sabe muy bien lo que quiere decir con el término, sin necesidad de caer en la cursilada de «magrebí». Y meta -o entienda- el matiz peyorativo quien guste, no yo. Subjetividad pura al servicio oportunista del poder del momento.
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