Por Jean Daniel, director de Le Nouvel Observateur. Traducción de José Luis Sánchez- Silva (EL PAÍS, 08/07/07):
Seguramente, Tony Blair ha rediseñado la economía británica intentando avivar el dinamismo de los intercambios que le había legado Margaret Thatcher e incorporando cierto número de medidas sociales. Aunque Blair deja un Reino Unido con mayores desigualdades que antes (la distancia entre las rentas más altas y las más bajas ha batido un nuevo récord), también es cierto que su Gobierno ha creado empleo, ha reducido los déficits y se ha desembarazado de cierto número de tradiciones.
No obstante, cabe decir sin incurrir en paradoja que la Historia le juzgará severamente por haber respetado demasiado dos tradiciones de su país.
La primera es la relativa al famoso hábeas corpus del que pueden beneficiarse los individuos y que forma parte, desde la Carta Magna de 1215, de la carta de libertades del mundo. Pero, según el gran ensayista inglés Edmund Burke, una de las pocas cosas positivas de la Revolución Francesa de 1789 fue, precisamente, considerar que el hábeas corpus concernía a los individuos y no a las comunidades.
Hoy nos damos cuenta de que conceder a las comunidades todo el abanico de libertades que contiene el hábeas corpus era, en efecto, un error. El resultado es que ahora hay en el Reino Unido una nación musulmana que se distingue de Irlanda del Norte, Escocia y el País de Gales en el sentido de que en su caso las tradiciones británicas no funcionan -al revés que en los otros tres- como elemento aglutinador. Es como si, por una revancha de la Historia, los antiguos colonizados pretendiesen ejercer sobre el territorio británico los derechos que les negaron sus antiguos colonizadores.
La segunda tradición que Tony Blair no ha creído oportuno modernizar, ni adaptar, ni modificar, es la que vincula desde siempre incondicionalmente, para lo bueno y para lo malo, al Reino Unido con Estados Unidos. Winston Churchill decía con humor: “A los americanos y a nosotros sólo nos separa la misma lengua”. Blair ha contribuido a sacralizar la alianza anglosajona y la supremacía norteamericana. Pero resulta que ese matrimonio, que había conocido buenos tiempos, con George Bush ha conocido los peores.
Desde el principio, Tony Blair dudó que realmente hubiera armas de destrucción masiva en Irak y que eso pudiese justificar una segunda intervención militar contra este Estado. Sus confidentes más próximos añadieron públicamente que Tony Blair pensaba, como James Baker, Sbignew Brezinski y, sobre todo, Colin Powell, que, aunque en un primer momento la llamada Coalición se granjease la indulgencia o la complicidad de algunos gobiernos árabes, una intervención en Irak conmocionaría durante largo tiempo a la opinión arábigo-musulmana, comprometería la legitimidad religiosa de Arabia Saudí en La Meca y favorecería, bajo el impulso iraní, todos los movimientos terroristas formados en Afganistán, Pakistán y Líbano.
Jimmy Carter fue más lejos en su denuncia. El antiguo presidente de Estados Unidos afirmó que sin la adhesión de Tony Blair a la política de George Bush, el desastre iraquí seguramente hubiera sido menor, y que los preparativos de la guerra hubieran podido venir precedidos de unas negociaciones de paz en Oriente Próximo.
Aún no sabemos lo que piensa Gordon Brown del carácter incondicional del vínculo entre Londres y Washington para el futuro. No sabemos si es un militante de la causa anglosajona en el mundo y de la supremacía atlantista. Simplemente, vamos a tener la ocasión de comprobar si está en condiciones de corregir los dos mayores errores históricos de su predecesor: por una parte, la instalación en el territorio del Reino Unido de una comunidad cuyo repliegue sobre sí misma amenaza con conducir a un conflicto de civilizaciones, y, por otra, la perpetuación contra viento y marea de una actitud servil hacia Estados Unidos.
Seguramente, Tony Blair ha rediseñado la economía británica intentando avivar el dinamismo de los intercambios que le había legado Margaret Thatcher e incorporando cierto número de medidas sociales. Aunque Blair deja un Reino Unido con mayores desigualdades que antes (la distancia entre las rentas más altas y las más bajas ha batido un nuevo récord), también es cierto que su Gobierno ha creado empleo, ha reducido los déficits y se ha desembarazado de cierto número de tradiciones.
No obstante, cabe decir sin incurrir en paradoja que la Historia le juzgará severamente por haber respetado demasiado dos tradiciones de su país.
La primera es la relativa al famoso hábeas corpus del que pueden beneficiarse los individuos y que forma parte, desde la Carta Magna de 1215, de la carta de libertades del mundo. Pero, según el gran ensayista inglés Edmund Burke, una de las pocas cosas positivas de la Revolución Francesa de 1789 fue, precisamente, considerar que el hábeas corpus concernía a los individuos y no a las comunidades.
Hoy nos damos cuenta de que conceder a las comunidades todo el abanico de libertades que contiene el hábeas corpus era, en efecto, un error. El resultado es que ahora hay en el Reino Unido una nación musulmana que se distingue de Irlanda del Norte, Escocia y el País de Gales en el sentido de que en su caso las tradiciones británicas no funcionan -al revés que en los otros tres- como elemento aglutinador. Es como si, por una revancha de la Historia, los antiguos colonizados pretendiesen ejercer sobre el territorio británico los derechos que les negaron sus antiguos colonizadores.
La segunda tradición que Tony Blair no ha creído oportuno modernizar, ni adaptar, ni modificar, es la que vincula desde siempre incondicionalmente, para lo bueno y para lo malo, al Reino Unido con Estados Unidos. Winston Churchill decía con humor: “A los americanos y a nosotros sólo nos separa la misma lengua”. Blair ha contribuido a sacralizar la alianza anglosajona y la supremacía norteamericana. Pero resulta que ese matrimonio, que había conocido buenos tiempos, con George Bush ha conocido los peores.
Desde el principio, Tony Blair dudó que realmente hubiera armas de destrucción masiva en Irak y que eso pudiese justificar una segunda intervención militar contra este Estado. Sus confidentes más próximos añadieron públicamente que Tony Blair pensaba, como James Baker, Sbignew Brezinski y, sobre todo, Colin Powell, que, aunque en un primer momento la llamada Coalición se granjease la indulgencia o la complicidad de algunos gobiernos árabes, una intervención en Irak conmocionaría durante largo tiempo a la opinión arábigo-musulmana, comprometería la legitimidad religiosa de Arabia Saudí en La Meca y favorecería, bajo el impulso iraní, todos los movimientos terroristas formados en Afganistán, Pakistán y Líbano.
Jimmy Carter fue más lejos en su denuncia. El antiguo presidente de Estados Unidos afirmó que sin la adhesión de Tony Blair a la política de George Bush, el desastre iraquí seguramente hubiera sido menor, y que los preparativos de la guerra hubieran podido venir precedidos de unas negociaciones de paz en Oriente Próximo.
Aún no sabemos lo que piensa Gordon Brown del carácter incondicional del vínculo entre Londres y Washington para el futuro. No sabemos si es un militante de la causa anglosajona en el mundo y de la supremacía atlantista. Simplemente, vamos a tener la ocasión de comprobar si está en condiciones de corregir los dos mayores errores históricos de su predecesor: por una parte, la instalación en el territorio del Reino Unido de una comunidad cuyo repliegue sobre sí misma amenaza con conducir a un conflicto de civilizaciones, y, por otra, la perpetuación contra viento y marea de una actitud servil hacia Estados Unidos.
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