Por Eva Borreguero, directora de Programas Educativos de Casa Asia (EL PAÍS, 25/07/07):
Este año se conmemora el sesenta aniversario de la independencia de Pakistán. La recién creada nación surgió del drama de una partición que costó la vida de un millón de personas y produjo el desplazamiento de doce millones de hindúes, shijs y musulmanes. Pero junto con el dolor y el trauma coexistía la esperanza de un futuro prometedor. Pakistán, primer Estado moderno creado por criterio de religión, contaba a su favor con una ubicación geopolítica que hacía de él un eje en torno a cuyas fronteras giraría la futura posición del mundo asiático. Al menos así lo creía su fundador, el quaid-i-azam el “gran líder”, Mohammad Alí Jinnah.
Jinnah tenía en la mente un Pakistán demócrata, cuyas fuerzas armadas se limitasen a defender la territorialidad del Estado secular, y donde coexistiesen pacíficamente distintos grupos religiosos. Si Jinnah levantase hoy la cabeza y viera la situación actual en que se encuentra el país, se preguntaría, como sus escasos seguidores supervivientes, cuál ha sido el fallo que arruinó esa hermosa utopía. Tal vez, si alguien planteara esta pregunta al actual presidente de Pakistán, Pervez Musharraf, el general señalaría con el dedo a una clase política corrupta y sin escrúpulos que ha sacrificado los intereses de la nación con la finalidad de fortalecer sus feudos personales de poder. Y en muchos aspectos de su acusación no erraría. Sin por ello menospreciar la incidencia del islamismo militante encabezado por uno de los grandes propagandistas del fundamentalismo en el pasado siglo, el Maulana Maududi, sobre cuya incidencia en los tiempos del general-dictador Zia ul-Haqq nos informaba magistralmente la película El silencio del agua. Algo que Jinnah no pudo siquiera sospechar.
Ahora bien, en este laberinto de difícil salida que se ha convertido la vida política pakistaní, el ejército tiene asimismo su responsabilidad en la medida que durante décadas ha mantenido una relación simbiótica con las formaciones islamistas para poder deslegitimar y debilitar a los partidos políticos de corte secular. El precio a pagar ha sido el de la creciente expansión y desarrollo de las formaciones islamistas, cuya presencia y visibilidad en el dominio público es mayor ahora que hace ocho años, hasta el punto de desafiar a las propias fuerzas del Estado en la capital del país.
El episodio de la Mezquita Roja de Islamabad es un síntoma más de la creciente polarización de dos sectores importantes de la sociedad pakistaní: el de los islamistas activistas comprometidos con una visión integrista del islam, y el de una clase media-alta, modernizante y atraída por Occidente en sus gustos y formas de vivir. No me resisto a introducir una experiencia personal: la visita a la madraza femenina de la Mezquita Roja, Jamia Hafsa. Allí me entrevisté con su directora, Uma Hassan, esposa del fallecido Rasheed Ghazi, muerto en el curso del asalto a la mezquita.
Jamia Hafsa era una especie de convento de clausura en el que toda comunicación física estaba mediada por tornos, cortinas, ventanas con barrotes, y grandes cerrojos externos que cerraban las habitaciones de las niñas. Al hablar con las profesoras me expresaron su deseo de hacer extensivo este espacio cerrado de cara a la esfera de lo público, de modo que tanto en los aviones, como en los hospitales, o en cualquier otro espacio compartido, se recrease una gran clausura reservada para las mujeres.
En la madraza estudiaban cerca de tres mil niñas con edades que comprendían de los seis años en adelante. Allí aprendían desde conocimientos religiosos básicos hasta el equivalente a un doctorado femenino en ley sagrada, que otorgaba a su poseedora el título de muftiyya. La educación de estas niñas tenía como única finalidad la transmisión de la ortodoxia en el seno de la familia por medio de los vínculos de la mujer con su marido e hijos. Educación e implantación de la sharía iban de la mano.
Uma Hassan era una mujer de carácter afable y de lo más cordial, si bien firme en sus planteamientos. El islam, me explicaba Uma, era una cadena de amor y obediencia, donde el amor se expresaba en forma de acatamiento. El primer eslabón de esa cadena estaba forjado por el sometimiento del niño a los padres, y el último por el de la sociedad a la ley sagrada, a la sharía. En este proceso de concatenación de afectos y lealtades, la familia tradicional jugaba un papel crucial, pues a partir de ella se construía todo el orden social. Dentro de la familia, la mujer a su vez era central como articuladora de la trama social desde sus funciones de madre y esposa. De ahí que fuese un error sacarla fuera del espacio del hogar y atribuirle cometidos propiamente masculinos, “El principal choque con Occidente -me señaló Uma- proviene de la libertad de las mujeres”. La identidad del grupo cuajaba en torno al concepto de umma o comunidad de creyentes. Y es aquí donde la yihad adquiría sentido. “La comunidad de creyentes es como un cuerpo, cuando te duele una muela, sufre todo el cuerpo. No hay separación en el sentimiento y la vitalidad. Si padecen en Irak, las niñas de nuestra medersa también sufren, ellas lloran por los bosnios, y por todos los musulmanes del mundo que padecen a manos de los no musulmanes”.
El elemento más vital del colegio eran las niñas, vestidas con hiyabs de color pastel -lila, rosa, verde y azul-, colores que indicaban el curso que estudiaban. Ellas, con sus juegos y sus voces hacían de la madraza un lugar vivo, pero la institución en sí, y el pensamiento que la sustentaba, era oscuro como la vestimenta de las profesoras y muftiyyas.
Claro que frente a la minoría que representa Jamia Hafsa, se alza otra, no menos numerosa pero sí bastante más desorganizada, la de mujeres y hombres pakistaníes que representan la vanguardia aperturista y modernizante del país. Ésta es la minoría que no ha podido, o no ha querido, sumarse a la diáspora de ciudadanos de clase media-alta que eligieron irse a vivir a los Estados Unidos y Canadá. Una minoría maniatada por el régimen militar, pero a veces también cómoda con él.
El único terreno de encuentro entre islamistas y partidarios de la modernidad ha de ser el que proporcione una sociedad políticamente libre, en la cual se haga valer la voluntad de la gran mayoría que aspira a vivir en consonancia con los valores predominantes de nuestros tiempos, y no con los supuestos y mitificados de hace siglos. Ahora bien sería ingenuo ver en la democracia la panacea al problema de los islamistas radicales. Pakistán tiene su cuota fija de voto religioso, y los islamistas no solamente son una fuerza bisagra beneficiaria de distintas coyunturas, sino que además a la hora de movilizarse son los más activos, y están mucho más motivados por la fuerza de sus creencias que el resto de la población. En estas condiciones, existe el riesgo añadido de que el régimen militar, lejos de proporcionar orden deseado se convierta en un agente de inestabilidad social.
Este año se conmemora el sesenta aniversario de la independencia de Pakistán. La recién creada nación surgió del drama de una partición que costó la vida de un millón de personas y produjo el desplazamiento de doce millones de hindúes, shijs y musulmanes. Pero junto con el dolor y el trauma coexistía la esperanza de un futuro prometedor. Pakistán, primer Estado moderno creado por criterio de religión, contaba a su favor con una ubicación geopolítica que hacía de él un eje en torno a cuyas fronteras giraría la futura posición del mundo asiático. Al menos así lo creía su fundador, el quaid-i-azam el “gran líder”, Mohammad Alí Jinnah.
Jinnah tenía en la mente un Pakistán demócrata, cuyas fuerzas armadas se limitasen a defender la territorialidad del Estado secular, y donde coexistiesen pacíficamente distintos grupos religiosos. Si Jinnah levantase hoy la cabeza y viera la situación actual en que se encuentra el país, se preguntaría, como sus escasos seguidores supervivientes, cuál ha sido el fallo que arruinó esa hermosa utopía. Tal vez, si alguien planteara esta pregunta al actual presidente de Pakistán, Pervez Musharraf, el general señalaría con el dedo a una clase política corrupta y sin escrúpulos que ha sacrificado los intereses de la nación con la finalidad de fortalecer sus feudos personales de poder. Y en muchos aspectos de su acusación no erraría. Sin por ello menospreciar la incidencia del islamismo militante encabezado por uno de los grandes propagandistas del fundamentalismo en el pasado siglo, el Maulana Maududi, sobre cuya incidencia en los tiempos del general-dictador Zia ul-Haqq nos informaba magistralmente la película El silencio del agua. Algo que Jinnah no pudo siquiera sospechar.
Ahora bien, en este laberinto de difícil salida que se ha convertido la vida política pakistaní, el ejército tiene asimismo su responsabilidad en la medida que durante décadas ha mantenido una relación simbiótica con las formaciones islamistas para poder deslegitimar y debilitar a los partidos políticos de corte secular. El precio a pagar ha sido el de la creciente expansión y desarrollo de las formaciones islamistas, cuya presencia y visibilidad en el dominio público es mayor ahora que hace ocho años, hasta el punto de desafiar a las propias fuerzas del Estado en la capital del país.
El episodio de la Mezquita Roja de Islamabad es un síntoma más de la creciente polarización de dos sectores importantes de la sociedad pakistaní: el de los islamistas activistas comprometidos con una visión integrista del islam, y el de una clase media-alta, modernizante y atraída por Occidente en sus gustos y formas de vivir. No me resisto a introducir una experiencia personal: la visita a la madraza femenina de la Mezquita Roja, Jamia Hafsa. Allí me entrevisté con su directora, Uma Hassan, esposa del fallecido Rasheed Ghazi, muerto en el curso del asalto a la mezquita.
Jamia Hafsa era una especie de convento de clausura en el que toda comunicación física estaba mediada por tornos, cortinas, ventanas con barrotes, y grandes cerrojos externos que cerraban las habitaciones de las niñas. Al hablar con las profesoras me expresaron su deseo de hacer extensivo este espacio cerrado de cara a la esfera de lo público, de modo que tanto en los aviones, como en los hospitales, o en cualquier otro espacio compartido, se recrease una gran clausura reservada para las mujeres.
En la madraza estudiaban cerca de tres mil niñas con edades que comprendían de los seis años en adelante. Allí aprendían desde conocimientos religiosos básicos hasta el equivalente a un doctorado femenino en ley sagrada, que otorgaba a su poseedora el título de muftiyya. La educación de estas niñas tenía como única finalidad la transmisión de la ortodoxia en el seno de la familia por medio de los vínculos de la mujer con su marido e hijos. Educación e implantación de la sharía iban de la mano.
Uma Hassan era una mujer de carácter afable y de lo más cordial, si bien firme en sus planteamientos. El islam, me explicaba Uma, era una cadena de amor y obediencia, donde el amor se expresaba en forma de acatamiento. El primer eslabón de esa cadena estaba forjado por el sometimiento del niño a los padres, y el último por el de la sociedad a la ley sagrada, a la sharía. En este proceso de concatenación de afectos y lealtades, la familia tradicional jugaba un papel crucial, pues a partir de ella se construía todo el orden social. Dentro de la familia, la mujer a su vez era central como articuladora de la trama social desde sus funciones de madre y esposa. De ahí que fuese un error sacarla fuera del espacio del hogar y atribuirle cometidos propiamente masculinos, “El principal choque con Occidente -me señaló Uma- proviene de la libertad de las mujeres”. La identidad del grupo cuajaba en torno al concepto de umma o comunidad de creyentes. Y es aquí donde la yihad adquiría sentido. “La comunidad de creyentes es como un cuerpo, cuando te duele una muela, sufre todo el cuerpo. No hay separación en el sentimiento y la vitalidad. Si padecen en Irak, las niñas de nuestra medersa también sufren, ellas lloran por los bosnios, y por todos los musulmanes del mundo que padecen a manos de los no musulmanes”.
El elemento más vital del colegio eran las niñas, vestidas con hiyabs de color pastel -lila, rosa, verde y azul-, colores que indicaban el curso que estudiaban. Ellas, con sus juegos y sus voces hacían de la madraza un lugar vivo, pero la institución en sí, y el pensamiento que la sustentaba, era oscuro como la vestimenta de las profesoras y muftiyyas.
Claro que frente a la minoría que representa Jamia Hafsa, se alza otra, no menos numerosa pero sí bastante más desorganizada, la de mujeres y hombres pakistaníes que representan la vanguardia aperturista y modernizante del país. Ésta es la minoría que no ha podido, o no ha querido, sumarse a la diáspora de ciudadanos de clase media-alta que eligieron irse a vivir a los Estados Unidos y Canadá. Una minoría maniatada por el régimen militar, pero a veces también cómoda con él.
El único terreno de encuentro entre islamistas y partidarios de la modernidad ha de ser el que proporcione una sociedad políticamente libre, en la cual se haga valer la voluntad de la gran mayoría que aspira a vivir en consonancia con los valores predominantes de nuestros tiempos, y no con los supuestos y mitificados de hace siglos. Ahora bien sería ingenuo ver en la democracia la panacea al problema de los islamistas radicales. Pakistán tiene su cuota fija de voto religioso, y los islamistas no solamente son una fuerza bisagra beneficiaria de distintas coyunturas, sino que además a la hora de movilizarse son los más activos, y están mucho más motivados por la fuerza de sus creencias que el resto de la población. En estas condiciones, existe el riesgo añadido de que el régimen militar, lejos de proporcionar orden deseado se convierta en un agente de inestabilidad social.
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