Por Pascal Boniface, director del Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas de París. Traducción: Juan Gabriel López Guix (LA VANGUARDIA, 26/07/07):
Los principales asesores en la lucha antiterrorista de George W. Bush acaban de enviarle un informe. Las conclusiones son inapelables. Estados Unidos está perdiendo terreno en la lucha contra Al Qaeda. Por terribles que sean, esas conclusiones no resultan sorprendentes.
Desde el 11-S del 2001, los atentados de Madrid de marzo del 2004 y los de Londres de julio del 2005, el terrorismo forma parte de nuestro horizonte cotidiano. Se lo presenta como la principal amenaza que pesa sobre la seguridad mundial.
Estas afirmaciones son discutibles e ineludibles al mismo tiempo. Discutibles porque el terrorismo apareció mucho antes del 11-S. Si utilizamos como criterio el número de víctimas anuales, la falta de acceso al agua potable o las armas de pequeños calibres, por tomar sólo dos ejemplos, causan muchos más daños. En cuanto al grado de amenaza global para el futuro de la humanidad, no cabe duda de que el calentamiento climático parece portador de peligros muchos más serios.
No obstante, la temática del terrorismo se ha convertido en ineludible. El terrorismo ha pasado a ser la prioridad estratégica de Estados Unidos, el país más poderoso del planeta. Y lo mismo ocurre con un buen número de sus aliados. Se trata de una preocupación principal de las opiniones públicas de numerosos países desarrollados que, de modo recurrente en los sondeos, colocan el terrorismo a la cabeza de las amenazas que pueden afectarlos. En resumen, debemos vivir con el terrorismo, que se ha inscrito de modo duradero en nuestro paisaje estratégico. Y no parece que vaya a abandonarlo pronto. La condena del terrorismo suscita unanimidad o casi unanimidad. Su definición resulta más discutida. Los terroristas de unos son a veces los resistentes de otros. Podríamos ponernos fácilmente de acuerdo sobre una definición común: el terrorismo es una acción violenta llevada a cabo con fines políticos y que golpea de modo indiscriminado poblaciones civiles. Así que no sólo es condenable en términos morales, sino contraproducente en términos políticos. Queda por saber si limitamos la definición del terrorismo a los grupos infraestatales o si dicha definición se aplica también a la acción de los estados. ¿Podemos hablar de terrorismo de Estado? Aquí, de nuevo, la batalla ideológica es enconada.
Desde que George W. Bush convirtió la lucha contra el terrorismo en el eje rector de su política internacional, tenemos a veces la impresión de asistir con impotencia al desarrollo de un mal guión.
Porque, si bien existe un gran acuerdo sobre el objetivo, las opciones para llegar a él son de lo más discutibles. George W. Bush recuerda a veces el chiste del borracho que pierde las llaves y las busca, no donde se supone que las ha perdido, sino donde hay luz porque es más práctico. Hay en George W. Bush una negativa a abordar las raíces políticas del terrorismo, una negativa incluso a nombrarlas y una determinación respecto a los medios militares y de seguridad. Sin duda considera que eso supone menos esfuerzos a Estados Unidos, que resulta más fácil aumentar los gastos militares que atacar las raíces del terrorismo. Sin embargo, al proceder de semejante modo, tiene tan pocas posibilidades de triunfar sobre el terrorismo como nuestro borracho de encontrar sus llaves.
¿Quién puede aún pretender de modo serio que la guerra de Iraq fue una respuesta apropiada a los atentados del 11-S? ¿Quién puede aún negar que, lejos de combatir el terrorismo, esta guerra ha venido a estimularlo? ¿Quién duda aún de los peligros que comportaba querer modificar el mapa político-estratégico de Oriente Medio sin enfrentarse antes a una verdadera resolución del conflicto palestino-israelí? No es la única ceguera reprensible de George W. Bush. No contento con haber estimulado mediante su proceder el mal que pretendía combatir, ha venido a dar argumentos suplementarios a sus adversarios. Porque si según él los terroristas odian la democracia, ¿no es maltratar sus principios darles parcialmente la razón?
Desde las restricciones sobre las libertades públicas hasta los escándalos absolutos que representan Abu Graib y Guantánamo, George W. Bush ha añadido al fracaso estratégico un desastre moral. Ahora bien, este desastre moral contribuye al fracaso estratégico.
Más que un crimen, es una torpeza. La defensa del derecho internacional se ha convertido hoy en una cuestión de seguridad, un asunto geopolítico. ¿No deberíamos admitir que, si hay una divisoria entre las democracias y los regímenes no democráticos, no es otra que la línea que separa los regímenes democráticos que respetan sus propios principios y los que no lo hacen? Es falso que no se pueda combatir el terrorismo estando atado por el derecho. Al contrario, con el apoyo de éste, no MESEGUER burlándose de los principios que uno mismo afirma querer aplicar, se podrá combatir de modo más eficaz el terrorismo.
Encarcelamientos abusivos, represiones excesivas, torturas, humillaciones, constituyen otros tantos resortes susceptibles de transformar a un ser antes pacífico en alguien sediento de venganza. Los aliados de Estados Unidos deben sostener el objetivo de la lucha contra el terrorismo porque su seguridad también está en juego. Pero, justamente, para hacerlo de modo eficaz, también deben colocar los principios políticos y sobre todo los principios democráticos en el corazón de ese combate y no dudar en expresar su desacuerdo, si consideran que la política estadounidense no va por la buena dirección. Las democracias deben ser ejemplares. Esa característica, lejos de constituir una debilidad, constituye una fuerza. Esa fuerza ejemplar es el modo en que la democracia progresa, se arraiga y se extiende.
Los principales asesores en la lucha antiterrorista de George W. Bush acaban de enviarle un informe. Las conclusiones son inapelables. Estados Unidos está perdiendo terreno en la lucha contra Al Qaeda. Por terribles que sean, esas conclusiones no resultan sorprendentes.
Desde el 11-S del 2001, los atentados de Madrid de marzo del 2004 y los de Londres de julio del 2005, el terrorismo forma parte de nuestro horizonte cotidiano. Se lo presenta como la principal amenaza que pesa sobre la seguridad mundial.
Estas afirmaciones son discutibles e ineludibles al mismo tiempo. Discutibles porque el terrorismo apareció mucho antes del 11-S. Si utilizamos como criterio el número de víctimas anuales, la falta de acceso al agua potable o las armas de pequeños calibres, por tomar sólo dos ejemplos, causan muchos más daños. En cuanto al grado de amenaza global para el futuro de la humanidad, no cabe duda de que el calentamiento climático parece portador de peligros muchos más serios.
No obstante, la temática del terrorismo se ha convertido en ineludible. El terrorismo ha pasado a ser la prioridad estratégica de Estados Unidos, el país más poderoso del planeta. Y lo mismo ocurre con un buen número de sus aliados. Se trata de una preocupación principal de las opiniones públicas de numerosos países desarrollados que, de modo recurrente en los sondeos, colocan el terrorismo a la cabeza de las amenazas que pueden afectarlos. En resumen, debemos vivir con el terrorismo, que se ha inscrito de modo duradero en nuestro paisaje estratégico. Y no parece que vaya a abandonarlo pronto. La condena del terrorismo suscita unanimidad o casi unanimidad. Su definición resulta más discutida. Los terroristas de unos son a veces los resistentes de otros. Podríamos ponernos fácilmente de acuerdo sobre una definición común: el terrorismo es una acción violenta llevada a cabo con fines políticos y que golpea de modo indiscriminado poblaciones civiles. Así que no sólo es condenable en términos morales, sino contraproducente en términos políticos. Queda por saber si limitamos la definición del terrorismo a los grupos infraestatales o si dicha definición se aplica también a la acción de los estados. ¿Podemos hablar de terrorismo de Estado? Aquí, de nuevo, la batalla ideológica es enconada.
Desde que George W. Bush convirtió la lucha contra el terrorismo en el eje rector de su política internacional, tenemos a veces la impresión de asistir con impotencia al desarrollo de un mal guión.
Porque, si bien existe un gran acuerdo sobre el objetivo, las opciones para llegar a él son de lo más discutibles. George W. Bush recuerda a veces el chiste del borracho que pierde las llaves y las busca, no donde se supone que las ha perdido, sino donde hay luz porque es más práctico. Hay en George W. Bush una negativa a abordar las raíces políticas del terrorismo, una negativa incluso a nombrarlas y una determinación respecto a los medios militares y de seguridad. Sin duda considera que eso supone menos esfuerzos a Estados Unidos, que resulta más fácil aumentar los gastos militares que atacar las raíces del terrorismo. Sin embargo, al proceder de semejante modo, tiene tan pocas posibilidades de triunfar sobre el terrorismo como nuestro borracho de encontrar sus llaves.
¿Quién puede aún pretender de modo serio que la guerra de Iraq fue una respuesta apropiada a los atentados del 11-S? ¿Quién puede aún negar que, lejos de combatir el terrorismo, esta guerra ha venido a estimularlo? ¿Quién duda aún de los peligros que comportaba querer modificar el mapa político-estratégico de Oriente Medio sin enfrentarse antes a una verdadera resolución del conflicto palestino-israelí? No es la única ceguera reprensible de George W. Bush. No contento con haber estimulado mediante su proceder el mal que pretendía combatir, ha venido a dar argumentos suplementarios a sus adversarios. Porque si según él los terroristas odian la democracia, ¿no es maltratar sus principios darles parcialmente la razón?
Desde las restricciones sobre las libertades públicas hasta los escándalos absolutos que representan Abu Graib y Guantánamo, George W. Bush ha añadido al fracaso estratégico un desastre moral. Ahora bien, este desastre moral contribuye al fracaso estratégico.
Más que un crimen, es una torpeza. La defensa del derecho internacional se ha convertido hoy en una cuestión de seguridad, un asunto geopolítico. ¿No deberíamos admitir que, si hay una divisoria entre las democracias y los regímenes no democráticos, no es otra que la línea que separa los regímenes democráticos que respetan sus propios principios y los que no lo hacen? Es falso que no se pueda combatir el terrorismo estando atado por el derecho. Al contrario, con el apoyo de éste, no MESEGUER burlándose de los principios que uno mismo afirma querer aplicar, se podrá combatir de modo más eficaz el terrorismo.
Encarcelamientos abusivos, represiones excesivas, torturas, humillaciones, constituyen otros tantos resortes susceptibles de transformar a un ser antes pacífico en alguien sediento de venganza. Los aliados de Estados Unidos deben sostener el objetivo de la lucha contra el terrorismo porque su seguridad también está en juego. Pero, justamente, para hacerlo de modo eficaz, también deben colocar los principios políticos y sobre todo los principios democráticos en el corazón de ese combate y no dudar en expresar su desacuerdo, si consideran que la política estadounidense no va por la buena dirección. Las democracias deben ser ejemplares. Esa característica, lejos de constituir una debilidad, constituye una fuerza. Esa fuerza ejemplar es el modo en que la democracia progresa, se arraiga y se extiende.
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