Por Juan José Solozabal, catedrático de Derecho Constitucional (EL CORREO DIGITAL, 26/07/07):
En el Evangelio se dice qué hay que hacer para ser discípulo, a saber, seguir al maestro, imitarle, pero ¿qué hay que hacer para llegar a ser maestro?, entendiendo por tal alguien cuyo pensamiento se reconoce de modo incuestionable y que es tenido como una referencia moral. A mi juicio Hannah Arendt, el centenario de cuyo nacimiento acabamos de traspasar, es un prototipo de esta figura tan difícil, especialmente en los tiempos de oscuridad que vivimos. Fijaría su atractivo en tres o cuatro rasgos de su biografía personal e intelectual.
En primer lugar, su coraje para vivir de acuerdo con sus ideas como intelectual y militante política esforzada incansablemente en la defensa de valores universales y racionales frente al totalitarismo y la injusticia. No es muy difícil imaginarse el atractivo de esta profesora alemana comprometida en la lucha contra el nazismo, con una actividad arriesgada y constante a favor de los refugiados, internada ella misma en un campo al efecto en Francia, manteniéndose en la supervivencia en Estados Unidos que no obstante no ceja en su labor intelectual comenzada con sus maestros Heidegger y Jaspers. Ciertamente es inevitable comparar su dura biografía con la de algún otro intelectual del mismo origen judío, pero que, sin negarle a la vez su valía y su valor, no puede dejar de mostrar un aspecto de instalado (me refiero a Berlin) frente a la condición de ‘paria’ de Arendt. En esta clave de firmeza debe sin duda entenderse su fidelidad intelectual y sentimental a Heidegger, y que desde la perspectiva de la coherencia no es una debilidad de Arendt, sino una prueba de la solidez de sus afectos y lealtades.
Tampoco es de desdeñar la simpatía que en el lector despierta la independencia de nuestra autora, de la que no era infrecuente que ella misma alardease. «La izquierda piensa que soy conservadora y los conservadores a veces me consideran de izquierdas, disidente o Dios sabe qué No pertenezco a ningún grupo. Como saben, el único grupo al que he pertenecido es el sionismo. Y naturalmente, se debió a Hitler. Duró de 1933 al 1943, luego rompí con él». Desde luego hay diferentes factores que permitirían inscribir en una línea de izquierdas a Arendt, así su alto aprecio de Marx o el reconocimiento de algunos logros institucionales de las revoluciones socialistas, como los soviets o los consejos, que ofrecerían en la práctica -según creo, equivocadamente- mayores oportunidades de participación que los tradicionales órganos representativos. Pero la izquierda de su tiempo no le perdonaría con facilidad la equiparación del totalitarismo de Hitler y el de Stalin.
Arendt, en segundo lugar, es una pensadora cuyas reflexiones interesan, pues no aspira a la construcción de un gran sistema, sino a facilitarnos la comprensión de nuestro mundo y nuestros problemas. El conocimiento político tiene por objeto siempre la experiencia política, bien es cierto que dentro de un esquema o marco conceptual determinado, ya se trate de un tema concreto de nuestro tiempo o se plantee un objeto de mayor entidad. «¿Cuál es el objeto de nuestro pensar? ¿La experiencia! Y si perdemos el suelo de la experiencia entonces nos encontramos con todo tipo de teorías. Cuando el teórico de la política empieza a construir sus sistemas, normalmente también se enfrenta a abstracciones». Ceñirse a la experiencia lleva a proposiciones de prudencia, a un conocimiento ponderativo, alejado del dogmatismo o la petulancia.
Este propósito de utilidad de la reflexión que le hizo escribir páginas memorables sobre el totalitarismo, la revolución o la responsabilidad ante el nazismo, condujo a Arendt a comprender perfectamente el papel del Estado para asegurar una vida activa plena, que sólo se nos alcanza como ciudadanos. Cuando repaso la idea de Arendt sobre el Estado, como tercer punto de mi reflexión arendtiana, no puedo menos de recordar una lección magnífica de teoría y ciudadanía democrática que Joseba Arregi nos ofreció un día y que sorprendió profundamente a quienes no tenían la suerte de conocerle como yo. Se trataba de una reunión en Sevilla acerca del Estado autonómico, que había convocado una conocida fundación, en cuya dirección participa un bilbaíno ilustre, Juanma Eguiagaray. Tras una ronda de intervenciones en las que se celebraba el adelgazamiento del Estado (quizás alguien, alguno de los progres-viejos como los llama Francesc de Carreras, allá presentes, estuviera todavía pensando en la desaparición o ‘aufhebung’ de la organización política de que hablase Marx y sobre todo Engels), Arregi hizo una defensa encendida del Estado constitucional español como verdadero valedor de los derechos de los vascos, comenzando por el de la propia vida. Una idea muy próxima a la de Arendt.
Arendt ofrece, en efecto, dos justificaciones del Estado. Primeramente es la participación en sus instituciones lo que permite la verdadera actividad política, como ocasión de convencer a los demás y decidir sobre lo que conviene a la comunidad. No hay, entonces, vida política al margen de las instituciones, diríamos, sin el Estado. La libertad en que está pensando Arendt es la libertad de los antiguos, la libertad que no reclama un espacio de autodeterminación, en la que se mueve la persona sin injerencias públicas, sino la libertad de participación, para intervenir en la actuación concreta de los poderes públicos, cuya organización, primero, y funcionamiento después, es imposible sin la presencia de los ciudadanos.
Pero el Estado no sólo ofrece el ámbito de nuestra actividad política, sino la misma posibilidad de nuestros derechos. Arendt fue durante parte de su vida una refugiada y no le fue desconocida la suerte de los apátridas, esto es, respectivamente, alguien cuyos derechos no fueron ni jurídicamente ni efectivamente respaldados por ningún Estado. Aunque Hannah Arendt no era jurista sabía perfectamente que los derechos fundamentales sin un Estado que los reconozca o declare, y los proteja en su ordenamiento, no son más que simples nombres o vagos postulados filosóficos. Lo que le queda a uno cuando no tiene un Estado que se los reconozca o que garantice su observancia internacional son esas cláusulas generalistas de las declaraciones, que se han limitado a trasponer tales postulados desde el cielo de los valores, sin utilidad alguna. La experiencia nazi y la idea anglosajona de los derechos, le habían enseñado a Arendt que unos derechos no reclamables, sin protección judicial, esto es, sin Estado, no son nada.
En el Evangelio se dice qué hay que hacer para ser discípulo, a saber, seguir al maestro, imitarle, pero ¿qué hay que hacer para llegar a ser maestro?, entendiendo por tal alguien cuyo pensamiento se reconoce de modo incuestionable y que es tenido como una referencia moral. A mi juicio Hannah Arendt, el centenario de cuyo nacimiento acabamos de traspasar, es un prototipo de esta figura tan difícil, especialmente en los tiempos de oscuridad que vivimos. Fijaría su atractivo en tres o cuatro rasgos de su biografía personal e intelectual.
En primer lugar, su coraje para vivir de acuerdo con sus ideas como intelectual y militante política esforzada incansablemente en la defensa de valores universales y racionales frente al totalitarismo y la injusticia. No es muy difícil imaginarse el atractivo de esta profesora alemana comprometida en la lucha contra el nazismo, con una actividad arriesgada y constante a favor de los refugiados, internada ella misma en un campo al efecto en Francia, manteniéndose en la supervivencia en Estados Unidos que no obstante no ceja en su labor intelectual comenzada con sus maestros Heidegger y Jaspers. Ciertamente es inevitable comparar su dura biografía con la de algún otro intelectual del mismo origen judío, pero que, sin negarle a la vez su valía y su valor, no puede dejar de mostrar un aspecto de instalado (me refiero a Berlin) frente a la condición de ‘paria’ de Arendt. En esta clave de firmeza debe sin duda entenderse su fidelidad intelectual y sentimental a Heidegger, y que desde la perspectiva de la coherencia no es una debilidad de Arendt, sino una prueba de la solidez de sus afectos y lealtades.
Tampoco es de desdeñar la simpatía que en el lector despierta la independencia de nuestra autora, de la que no era infrecuente que ella misma alardease. «La izquierda piensa que soy conservadora y los conservadores a veces me consideran de izquierdas, disidente o Dios sabe qué No pertenezco a ningún grupo. Como saben, el único grupo al que he pertenecido es el sionismo. Y naturalmente, se debió a Hitler. Duró de 1933 al 1943, luego rompí con él». Desde luego hay diferentes factores que permitirían inscribir en una línea de izquierdas a Arendt, así su alto aprecio de Marx o el reconocimiento de algunos logros institucionales de las revoluciones socialistas, como los soviets o los consejos, que ofrecerían en la práctica -según creo, equivocadamente- mayores oportunidades de participación que los tradicionales órganos representativos. Pero la izquierda de su tiempo no le perdonaría con facilidad la equiparación del totalitarismo de Hitler y el de Stalin.
Arendt, en segundo lugar, es una pensadora cuyas reflexiones interesan, pues no aspira a la construcción de un gran sistema, sino a facilitarnos la comprensión de nuestro mundo y nuestros problemas. El conocimiento político tiene por objeto siempre la experiencia política, bien es cierto que dentro de un esquema o marco conceptual determinado, ya se trate de un tema concreto de nuestro tiempo o se plantee un objeto de mayor entidad. «¿Cuál es el objeto de nuestro pensar? ¿La experiencia! Y si perdemos el suelo de la experiencia entonces nos encontramos con todo tipo de teorías. Cuando el teórico de la política empieza a construir sus sistemas, normalmente también se enfrenta a abstracciones». Ceñirse a la experiencia lleva a proposiciones de prudencia, a un conocimiento ponderativo, alejado del dogmatismo o la petulancia.
Este propósito de utilidad de la reflexión que le hizo escribir páginas memorables sobre el totalitarismo, la revolución o la responsabilidad ante el nazismo, condujo a Arendt a comprender perfectamente el papel del Estado para asegurar una vida activa plena, que sólo se nos alcanza como ciudadanos. Cuando repaso la idea de Arendt sobre el Estado, como tercer punto de mi reflexión arendtiana, no puedo menos de recordar una lección magnífica de teoría y ciudadanía democrática que Joseba Arregi nos ofreció un día y que sorprendió profundamente a quienes no tenían la suerte de conocerle como yo. Se trataba de una reunión en Sevilla acerca del Estado autonómico, que había convocado una conocida fundación, en cuya dirección participa un bilbaíno ilustre, Juanma Eguiagaray. Tras una ronda de intervenciones en las que se celebraba el adelgazamiento del Estado (quizás alguien, alguno de los progres-viejos como los llama Francesc de Carreras, allá presentes, estuviera todavía pensando en la desaparición o ‘aufhebung’ de la organización política de que hablase Marx y sobre todo Engels), Arregi hizo una defensa encendida del Estado constitucional español como verdadero valedor de los derechos de los vascos, comenzando por el de la propia vida. Una idea muy próxima a la de Arendt.
Arendt ofrece, en efecto, dos justificaciones del Estado. Primeramente es la participación en sus instituciones lo que permite la verdadera actividad política, como ocasión de convencer a los demás y decidir sobre lo que conviene a la comunidad. No hay, entonces, vida política al margen de las instituciones, diríamos, sin el Estado. La libertad en que está pensando Arendt es la libertad de los antiguos, la libertad que no reclama un espacio de autodeterminación, en la que se mueve la persona sin injerencias públicas, sino la libertad de participación, para intervenir en la actuación concreta de los poderes públicos, cuya organización, primero, y funcionamiento después, es imposible sin la presencia de los ciudadanos.
Pero el Estado no sólo ofrece el ámbito de nuestra actividad política, sino la misma posibilidad de nuestros derechos. Arendt fue durante parte de su vida una refugiada y no le fue desconocida la suerte de los apátridas, esto es, respectivamente, alguien cuyos derechos no fueron ni jurídicamente ni efectivamente respaldados por ningún Estado. Aunque Hannah Arendt no era jurista sabía perfectamente que los derechos fundamentales sin un Estado que los reconozca o declare, y los proteja en su ordenamiento, no son más que simples nombres o vagos postulados filosóficos. Lo que le queda a uno cuando no tiene un Estado que se los reconozca o que garantice su observancia internacional son esas cláusulas generalistas de las declaraciones, que se han limitado a trasponer tales postulados desde el cielo de los valores, sin utilidad alguna. La experiencia nazi y la idea anglosajona de los derechos, le habían enseñado a Arendt que unos derechos no reclamables, sin protección judicial, esto es, sin Estado, no son nada.
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