Por Antoni Segura, catedrático de Historia Contemporánea y director del Centre d’Estudis Històrics Internacionals (CEHI) de la Universidad de Barcelona (EL PAÍS, 28/07/07):
La cumbre euromediterránea de Barcelona de noviembre de 2005 no respondió a las expectativas creadas por el Proceso de Barcelona (PB), abierto diez años antes con la participación de los países de la UE (15) y de doce países ribereños no comunitarios (hoy, Malta y Chipre forman parte de la UE y Turquía negocia su adhesión). Se podía haber avanzado más como se indicaba en estas páginas el 24 de noviembre de 2005: “Es necesario un nuevo impulso y un renovado compromiso si realmente se quiere llegar a alcanzar aquel espacio de desarrollo compartido, ’sostenible y equilibrado’, y de ‘paz y estabilidad’ que se apuntaba hace diez años”. Se denunciaba la cicatería europea que, en una década, sólo había invertido 9.000 millones de euros en los objetivos de la Declaración de Barcelona de 1995 y que se concretaban en tres cestas: la económica, que, con el horizonte del 2010, quería convertir el espacio mediterráneo en una zona de libre comercio y lograr “un desarrollo socioeconómico sostenible y equilibrado”; la social y cultural, que impulsaría el diálogo intercultural, la lucha contra la pobreza y la intolerancia, el respeto entre culturas y religiones, la mejora de la salud, del bienestar y de la emigración; y la política y de seguridad, que velaría por los valores democráticos, las libertades, los derechos humanos, la autodeterminación de los pueblos, el Proceso de Paz en Oriente Medio, la lucha contra la delincuencia internacional y la no proliferación de armas de destrucción masiva.
Se ha avanzado poco, es cierto, y, como evidenció la cumbre de 2005, las preocupaciones no son las mismas de hace doce años. La situación internacional ha ido a peor tras el 11-S y la invasión de Irak, el Proceso de Paz está muerto, los avances en libertades y derechos humanos en los países no comunitarios han sido escasos, los procesos de transición política están paralizados y las políticas del miedo señorean en ambas orillas, mientras se ensancha la brecha entre ricos y pobres. Así y todo, sería injusto no reconocer que hoy el espacio euromediterráneo es una realidad mucho más consolidada y que los intercambios comerciales y culturales se han incrementado notablemente, mientras la inversión y la cooperación europeas han posibilitado el desarrollo del sur, aunque en medida insuficiente, como atestigua el creciente flujo de inmigrantes que intenta alcanzar las costas europeas. Asimismo, se han creado instancias de deliberación conjunta -Asamblea Parlamentaria Euromediterránea- y de diálogo cultural -Fundación Anna Lindh- destinadas a promover la participación de la sociedad civil.
Y, sin embargo, el presidente francés Nicolas Sarkozy apuesta por articular una Unión Mediterránea (UM) que sólo comprometa a los países mediterráneos. Una iniciativa que parece un retorno a la política de los setenta y los ochenta cuando París lideraba la Política Mediterránea Global -acuerdos de primera generación con Israel (1975); Argelia, Marruecos y Túnez (1976); Egipto, Jordania, Líbano y Siria (1977)- o la denominada Política Mediterránea Renovada, que dio lugar a diversas iniciativas: Fórum Mediterráneo de 1988, Conferencia para la Seguridad y la Cooperación en el Mediterráneo de 1990, Diálogo Euro-árabe entre la CEE y la Liga Árabe, Grupo 5+5, que desde 1990 estableció un fórum de reflexión conjunta entre los países del norte (Portugal, España, Francia, Italia y Malta) y los países de la Unión del Magreb Árabe.
El PB surge de la capacidad de Europa de definir sus políticas mediterráneas tras la desaparición del mundo bipolar. Es la culminación de las políticas anteriores y pretende ir mucho más allá. Su objetivo final es articular un espacio euromediterráneo con capacidad de cohesión social -gracias a un desarrollo compartido-, cultural y política de acuerdo con la tendencia, introducida por la globalización, hacia la consolidación de grandes espacios socioeconómicos. Por el contrario, la propuesta de Sarkozy tiende a limitar esta tendencia reduciéndola a espacios muy concretos (migraciones, seguridad, codesarrollo y medio ambiente), desvinculándola de la UE, dotando a la UM de instituciones propias y limitándola a una relación bilateral entre los países mediterráneos europeos y no europeos (Magreb, Egipto y Turquía).
La propuesta de Sarkozy ha sido acogida favorablemente por el presidente italiano Romano Prodi, por el Gobierno de Marruecos, que sería uno de los países más beneficiados, y, con matices, por José Luis Rodríguez Zapatero. Turquía, en cambio, ya ha manifestado que no aceptará una presencia privilegiada en la UM a cambio de no entrar en la UE. Y ahí es donde radica uno de los principales problemas de la propuesta, que no se sabe si responde a la necesidad de dar un nuevo impulso a las políticas mediterráneas europeas, en cuyo caso sería complementaria del PB tal como sugiere el Gobierno español, o si responde a las necesidades internas y europeas del presidente francés: retomar la iniciativa en las políticas mediterráneas en detrimento del liderazgo -no siempre bien aprovechado- que confirió a España el PB; relanzar el protagonismo de París en la UE de los 27, consolidando el eje Berlín-París con una clara división del trabajo (Europa del Este y Mediterráneo); e intentando compensar a Turquía por la negativa francesa a admitirla en la UE.
Sarkozy sostiene que la UM representa para el Mediterráneo lo mismo que la Comunidad Europea del Carbón y del Acero de 1951 para la actual UE. No hay duda de que, de ser así, complementaría e impulsaría el PB con una UM capaz de crear un primer núcleo fuerte de países de primera velocidad; pero, al mismo tiempo, surge la duda de si las intenciones de Sarkozy no responden fundamentalmente a la agenda de los intereses de la derecha francesa y es, en realidad, una propuesta en la que diluir el carácter multilateral y de desarrollo -económico, social y político- compartido que se fijó como objetivo el PB.
La cumbre euromediterránea de Barcelona de noviembre de 2005 no respondió a las expectativas creadas por el Proceso de Barcelona (PB), abierto diez años antes con la participación de los países de la UE (15) y de doce países ribereños no comunitarios (hoy, Malta y Chipre forman parte de la UE y Turquía negocia su adhesión). Se podía haber avanzado más como se indicaba en estas páginas el 24 de noviembre de 2005: “Es necesario un nuevo impulso y un renovado compromiso si realmente se quiere llegar a alcanzar aquel espacio de desarrollo compartido, ’sostenible y equilibrado’, y de ‘paz y estabilidad’ que se apuntaba hace diez años”. Se denunciaba la cicatería europea que, en una década, sólo había invertido 9.000 millones de euros en los objetivos de la Declaración de Barcelona de 1995 y que se concretaban en tres cestas: la económica, que, con el horizonte del 2010, quería convertir el espacio mediterráneo en una zona de libre comercio y lograr “un desarrollo socioeconómico sostenible y equilibrado”; la social y cultural, que impulsaría el diálogo intercultural, la lucha contra la pobreza y la intolerancia, el respeto entre culturas y religiones, la mejora de la salud, del bienestar y de la emigración; y la política y de seguridad, que velaría por los valores democráticos, las libertades, los derechos humanos, la autodeterminación de los pueblos, el Proceso de Paz en Oriente Medio, la lucha contra la delincuencia internacional y la no proliferación de armas de destrucción masiva.
Se ha avanzado poco, es cierto, y, como evidenció la cumbre de 2005, las preocupaciones no son las mismas de hace doce años. La situación internacional ha ido a peor tras el 11-S y la invasión de Irak, el Proceso de Paz está muerto, los avances en libertades y derechos humanos en los países no comunitarios han sido escasos, los procesos de transición política están paralizados y las políticas del miedo señorean en ambas orillas, mientras se ensancha la brecha entre ricos y pobres. Así y todo, sería injusto no reconocer que hoy el espacio euromediterráneo es una realidad mucho más consolidada y que los intercambios comerciales y culturales se han incrementado notablemente, mientras la inversión y la cooperación europeas han posibilitado el desarrollo del sur, aunque en medida insuficiente, como atestigua el creciente flujo de inmigrantes que intenta alcanzar las costas europeas. Asimismo, se han creado instancias de deliberación conjunta -Asamblea Parlamentaria Euromediterránea- y de diálogo cultural -Fundación Anna Lindh- destinadas a promover la participación de la sociedad civil.
Y, sin embargo, el presidente francés Nicolas Sarkozy apuesta por articular una Unión Mediterránea (UM) que sólo comprometa a los países mediterráneos. Una iniciativa que parece un retorno a la política de los setenta y los ochenta cuando París lideraba la Política Mediterránea Global -acuerdos de primera generación con Israel (1975); Argelia, Marruecos y Túnez (1976); Egipto, Jordania, Líbano y Siria (1977)- o la denominada Política Mediterránea Renovada, que dio lugar a diversas iniciativas: Fórum Mediterráneo de 1988, Conferencia para la Seguridad y la Cooperación en el Mediterráneo de 1990, Diálogo Euro-árabe entre la CEE y la Liga Árabe, Grupo 5+5, que desde 1990 estableció un fórum de reflexión conjunta entre los países del norte (Portugal, España, Francia, Italia y Malta) y los países de la Unión del Magreb Árabe.
El PB surge de la capacidad de Europa de definir sus políticas mediterráneas tras la desaparición del mundo bipolar. Es la culminación de las políticas anteriores y pretende ir mucho más allá. Su objetivo final es articular un espacio euromediterráneo con capacidad de cohesión social -gracias a un desarrollo compartido-, cultural y política de acuerdo con la tendencia, introducida por la globalización, hacia la consolidación de grandes espacios socioeconómicos. Por el contrario, la propuesta de Sarkozy tiende a limitar esta tendencia reduciéndola a espacios muy concretos (migraciones, seguridad, codesarrollo y medio ambiente), desvinculándola de la UE, dotando a la UM de instituciones propias y limitándola a una relación bilateral entre los países mediterráneos europeos y no europeos (Magreb, Egipto y Turquía).
La propuesta de Sarkozy ha sido acogida favorablemente por el presidente italiano Romano Prodi, por el Gobierno de Marruecos, que sería uno de los países más beneficiados, y, con matices, por José Luis Rodríguez Zapatero. Turquía, en cambio, ya ha manifestado que no aceptará una presencia privilegiada en la UM a cambio de no entrar en la UE. Y ahí es donde radica uno de los principales problemas de la propuesta, que no se sabe si responde a la necesidad de dar un nuevo impulso a las políticas mediterráneas europeas, en cuyo caso sería complementaria del PB tal como sugiere el Gobierno español, o si responde a las necesidades internas y europeas del presidente francés: retomar la iniciativa en las políticas mediterráneas en detrimento del liderazgo -no siempre bien aprovechado- que confirió a España el PB; relanzar el protagonismo de París en la UE de los 27, consolidando el eje Berlín-París con una clara división del trabajo (Europa del Este y Mediterráneo); e intentando compensar a Turquía por la negativa francesa a admitirla en la UE.
Sarkozy sostiene que la UM representa para el Mediterráneo lo mismo que la Comunidad Europea del Carbón y del Acero de 1951 para la actual UE. No hay duda de que, de ser así, complementaría e impulsaría el PB con una UM capaz de crear un primer núcleo fuerte de países de primera velocidad; pero, al mismo tiempo, surge la duda de si las intenciones de Sarkozy no responden fundamentalmente a la agenda de los intereses de la derecha francesa y es, en realidad, una propuesta en la que diluir el carácter multilateral y de desarrollo -económico, social y político- compartido que se fijó como objetivo el PB.
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