Por Pablo Salvador Coderch, catedrático de Derecho Civil de la Universitat Pompeu Fabra (EL PAÍS, 20/07/07):
Sólo en el ajedrez, un juego antiguo de guerra, las piezas son blancas o negras. La realidad es mucho más compleja, multicolor, y quienes juegan con ella pasando por alto esta diferencia, lo hacen a su riesgo y pierden la partida.
Esto es, precisamente, lo que ha ocurrido en el caso del año judicial norteamericano (Parents Involved in Community Schools c. Seattle School District No 1): la cuestión planteada ante el Tribunal Supremo federal era si el consejo de un distrito escolar podía o no clasificar a los alumnos en función de su raza para asignarlos luego a un centro concreto, distinto del preferido por los padres y situado, por ejemplo, a más de quince kilómetros de su casa, cuando había otro a sólo uno y medio. No, por supuesto, ha resuelto una mayoría de cinco jueces.
Como era de esperar, los precandidatos por el Partido Demócrata a las elecciones presidenciales del año que viene han protestado contra un tribunal tachado de conservador, The New York Times ha publicado un editorial en contra y cada cual ha asumido su papel. Mas, insisto, las cosas no son blancas o negras.
Al caso lo ha matado la tosquedad supina de la distinción bipolar, que introducía un consejo escolar de Seattle, entre “blancos” y “no blancos”, como si anduviera jugando al ajedrez con los padres. Es decir, de un lado, estarían los caucásicos; del otro, se amontonarían negros, indios americanos, hispanos y asiáticos de mil procedencias y culturas. Diferenciar así a la gente es de una simpleza descomunal, el equivalente legal a pegarse un tiro en el zapato. Al presidente del Tribunal, John Roberts -abogado excelente y juez muy conservador nombrado por Bush y confirmado por tres cuartas partes de los senadores, aunque ni Hillary Clinton ni Barack Obama le votaron-, le ha faltado tiempo para escribir que “bajo la ordenanza del distrito de Seattle, una escuela con un 50% de escolares de origen asiático, otro 50% blancos, pero sin ningún afroamericano, se consideraría equilibrada; en cambio, otro centro escolar con un 30% de asiáticos, un 25% de afroamericanos, otro 25% de latinos y un 20% de blancos no lo sería”. Como para entender esto habría que abjurar de toda fe en la razón humana, Roberts no ha tenido la más mínima dificultad para convencer al actual juez bisagra del Tribunal, el magistrado Anthony Kennedy, y llevarse el gato al agua. Y lo mismo ha pasado en otro caso, acumulado al anterior, de un distrito de Kentucky cuyo consejo escolar distinguía salvajemente entre “negros” y “otros”, sin más. Así, escribe la mayoría, decisiones de ingeniería social basadas exclusivamente en la raza de los afectados no resultan aceptables. De todos modos, y para salvar la doctrina anterior del Tribunal sobre discriminación positiva, Roberts ha tenido que hacer equilibrios: la raza, por sí sola, dice, nunca puede valer como criterio decisivo, pero si es uno más, entre otros factores relevantes, entonces puede resultar admisible. Con todo, Roberts no ha conseguido formar mayoría para el desarrollo lógico de su tesis, según la cual Estados Unidos de América forma “una nación de individuos” y toda política legal que tratara de reflejar en sus escuelas o instituciones una distribución racial coincidente con la demográfica -el llamado equilibrio racial- sería inconstitucional. El magistrado Kennedy no le ha seguido en esto, pues cree, con razón, que los consejos escolares deben poder disponer de medios para juntar a niños de distintos orígenes culturales o étnicos, para decidir dónde construir escuelas, tener en cuenta la composición demográfica de los vecindarios, asignar recursos adicionales a tal o cual iniciativa o realizar seguimientos de resultados escolares según la raza de los escolares.
La actual minoría liberal del Tribunal ha puesto el grito en el cielo. Esta decisión, escribe el generalmente ponderado magistrado Stephen Breyer, pone en peligro al derecho del país y a la nación entera. Exagera, pero hace bien en prevenir al país de lo que resta por hacer en discriminación racial. La minoría casi se atreve a publicar lo inefable: el problema racial en Estados Unidos se centra en la implosión de su cultura negra. Las demás son cuestiones de inmigración, de otro orden, por tanto.
Mas cada país tiene sus tradiciones culturales en tema escolar y, por eso, sus casos son de importación difícil. Los franceses, por ejemplo, jamás admitirían una política basada en el reconocimiento explícito de la raza de los escolares, aunque su pomposo sistema de la “Carta Escolar”, en cuya virtud manda el criterio de la proximidad geográfica entre el domicilio de los padres y el centro, sólo ha servido para trasladar al precio de los pisos la mejor calidad de las escuelas de su barrio: cuando se atranca la puerta a la economía, ésta entra por la ventana. Los suecos, socialdemócratas serios, establecieron hará unos quince años un sistema admirable de libre elección entre centros públicos o privados, todos financiados o subsidiados por el Estado, y montado sobre la base de un orden estricto de peticiones. Los finlandeses, en cambio, priman a sus escuelas públicas, pero seleccionan con rigor luterano a sus maestros y les pagan muy bien. En Cataluña, les retribuimos francamente mal y les seleccionamos con métodos sonrojantes: en el último concurso de acceso de los profesores de enseñanza pública hemos privilegiado de forma escandalosa los años de interinidad de los candidatos sobre su mérito y capacidad demostrados en un concurso. Así, hay cosas aún peores que regular la realidad como si fuera un juego. Hacerle trampas a la gente es una de ellas. Pero acabará por enterarse.
Sólo en el ajedrez, un juego antiguo de guerra, las piezas son blancas o negras. La realidad es mucho más compleja, multicolor, y quienes juegan con ella pasando por alto esta diferencia, lo hacen a su riesgo y pierden la partida.
Esto es, precisamente, lo que ha ocurrido en el caso del año judicial norteamericano (Parents Involved in Community Schools c. Seattle School District No 1): la cuestión planteada ante el Tribunal Supremo federal era si el consejo de un distrito escolar podía o no clasificar a los alumnos en función de su raza para asignarlos luego a un centro concreto, distinto del preferido por los padres y situado, por ejemplo, a más de quince kilómetros de su casa, cuando había otro a sólo uno y medio. No, por supuesto, ha resuelto una mayoría de cinco jueces.
Como era de esperar, los precandidatos por el Partido Demócrata a las elecciones presidenciales del año que viene han protestado contra un tribunal tachado de conservador, The New York Times ha publicado un editorial en contra y cada cual ha asumido su papel. Mas, insisto, las cosas no son blancas o negras.
Al caso lo ha matado la tosquedad supina de la distinción bipolar, que introducía un consejo escolar de Seattle, entre “blancos” y “no blancos”, como si anduviera jugando al ajedrez con los padres. Es decir, de un lado, estarían los caucásicos; del otro, se amontonarían negros, indios americanos, hispanos y asiáticos de mil procedencias y culturas. Diferenciar así a la gente es de una simpleza descomunal, el equivalente legal a pegarse un tiro en el zapato. Al presidente del Tribunal, John Roberts -abogado excelente y juez muy conservador nombrado por Bush y confirmado por tres cuartas partes de los senadores, aunque ni Hillary Clinton ni Barack Obama le votaron-, le ha faltado tiempo para escribir que “bajo la ordenanza del distrito de Seattle, una escuela con un 50% de escolares de origen asiático, otro 50% blancos, pero sin ningún afroamericano, se consideraría equilibrada; en cambio, otro centro escolar con un 30% de asiáticos, un 25% de afroamericanos, otro 25% de latinos y un 20% de blancos no lo sería”. Como para entender esto habría que abjurar de toda fe en la razón humana, Roberts no ha tenido la más mínima dificultad para convencer al actual juez bisagra del Tribunal, el magistrado Anthony Kennedy, y llevarse el gato al agua. Y lo mismo ha pasado en otro caso, acumulado al anterior, de un distrito de Kentucky cuyo consejo escolar distinguía salvajemente entre “negros” y “otros”, sin más. Así, escribe la mayoría, decisiones de ingeniería social basadas exclusivamente en la raza de los afectados no resultan aceptables. De todos modos, y para salvar la doctrina anterior del Tribunal sobre discriminación positiva, Roberts ha tenido que hacer equilibrios: la raza, por sí sola, dice, nunca puede valer como criterio decisivo, pero si es uno más, entre otros factores relevantes, entonces puede resultar admisible. Con todo, Roberts no ha conseguido formar mayoría para el desarrollo lógico de su tesis, según la cual Estados Unidos de América forma “una nación de individuos” y toda política legal que tratara de reflejar en sus escuelas o instituciones una distribución racial coincidente con la demográfica -el llamado equilibrio racial- sería inconstitucional. El magistrado Kennedy no le ha seguido en esto, pues cree, con razón, que los consejos escolares deben poder disponer de medios para juntar a niños de distintos orígenes culturales o étnicos, para decidir dónde construir escuelas, tener en cuenta la composición demográfica de los vecindarios, asignar recursos adicionales a tal o cual iniciativa o realizar seguimientos de resultados escolares según la raza de los escolares.
La actual minoría liberal del Tribunal ha puesto el grito en el cielo. Esta decisión, escribe el generalmente ponderado magistrado Stephen Breyer, pone en peligro al derecho del país y a la nación entera. Exagera, pero hace bien en prevenir al país de lo que resta por hacer en discriminación racial. La minoría casi se atreve a publicar lo inefable: el problema racial en Estados Unidos se centra en la implosión de su cultura negra. Las demás son cuestiones de inmigración, de otro orden, por tanto.
Mas cada país tiene sus tradiciones culturales en tema escolar y, por eso, sus casos son de importación difícil. Los franceses, por ejemplo, jamás admitirían una política basada en el reconocimiento explícito de la raza de los escolares, aunque su pomposo sistema de la “Carta Escolar”, en cuya virtud manda el criterio de la proximidad geográfica entre el domicilio de los padres y el centro, sólo ha servido para trasladar al precio de los pisos la mejor calidad de las escuelas de su barrio: cuando se atranca la puerta a la economía, ésta entra por la ventana. Los suecos, socialdemócratas serios, establecieron hará unos quince años un sistema admirable de libre elección entre centros públicos o privados, todos financiados o subsidiados por el Estado, y montado sobre la base de un orden estricto de peticiones. Los finlandeses, en cambio, priman a sus escuelas públicas, pero seleccionan con rigor luterano a sus maestros y les pagan muy bien. En Cataluña, les retribuimos francamente mal y les seleccionamos con métodos sonrojantes: en el último concurso de acceso de los profesores de enseñanza pública hemos privilegiado de forma escandalosa los años de interinidad de los candidatos sobre su mérito y capacidad demostrados en un concurso. Así, hay cosas aún peores que regular la realidad como si fuera un juego. Hacerle trampas a la gente es una de ellas. Pero acabará por enterarse.
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