Por Predrag Matvejevic, escritor croata, profesor de Estudios Eslavos en la Universidad de Roma. Traducción del italiano de María Luisa Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 21/07/07):
El duelo sigue vivo en el verano de 2007, doce años después del genocidio de Srebrenica. Más de 8.000 musulmanes bosnios, de edades comprendidas entre los 14 y los 85 años, murieron asesinados en julio de 1995 en los alrededores de esta pequeña localidad, próxima a la frontera que separa Bosnia de Serbia. “El mayor genocidio en Europa desde la II Guerra Mundial” -así lo llaman los bosnios, y no sólo ellos- está quizá más presente hoy que en el momento en el que se cometió. Ha echado raíces en el sentimiento, la memoria, la conciencia. Ni los habitantes de Srebrenica y la zona de alrededor que, después de todo lo que les sucedió, permanecieron en su pueblo, ni los que huyeron para establecerse en otro lugar tienen ya fe en nadie, ni siquiera en sus representantes directos en Sarajevo.
Se consideran traicionados por todos: por el general francés Morillon, que había proclamado de forma patética que la zona iba a estar “protegida”, y por los demás: los soldados holandeses allí presentes bajo la bandera de Naciones Unidas y el mando del general Janvier, que les dejaron en manos de los asesinos; Boutros-Boutros Gali, secretario general de la ONU, e incluso el mando supremo del pequeño ejército bosnio, que, a pesar de ser un débil y poseer pocas armas, debería haber acudido en su ayuda. Como también les traicionaron numerosos políticos que ellos habían contribuido a elegir y les traicionaron los medios de comunicación internacionales, que no dedicaron la atención suficiente a sus víctimas. Los habitantes de Srebrenica ya no tienen nada que perder, así que no es de extrañar que persigan incluso aquello que no pueden obtener: separarse de la llamada “república serbia” en Bosnia-Herzegovina. Una nueva escisión en los Balcanes, con las consecuencias que pueden imaginarse.
No es fácil describir la dimensión histórica de los hechos, y todavía menos la dimensión política, siempre determinada e impuesta por los intereses y exigencias de otros, que no tienen suficientemente en cuenta a aquellos a quienes se refiere la realidad en cuestión. Son muchos los que hablan sin cesar sobre la necesidad de ayudar a Srebrenica, pero muy pocos los que lo hacen. Hay momentos en los que resulta verdaderamente difícil saber qué habría que hacer y cómo.
Existe, además, en toda esta situación un error innegable de los países occidentales que viene ya de antes. Los musulmanes bosnios, unos eslavos convertidos tardíamente al islam, eran quizá los musulmanes más moderados del mundo. Un gran escritor perteneciente a esa nación, Mehmed Mesa Selimovic, escribió en un libro extraordinario titulado El derviche y la muerte, traducido a casi todas las lenguas europeas: “Éramos demasiado pocos para ser un lago y demasiados para que nos tragara la tierra”. Los nacionalistas serbios de Bosnia y los nacionalistas croatas de Herzegovina querían verlos a todos engullidos por su tierra natal. Europa prestó oídos cómplices a la propaganda tendenciosa de los secuaces de Slobodan Milosevic y Franjo Tudjman, que presentaban a los musulmanes bosnios como una “plataforma”, una cuña mediante la cual el islam iba a poder penetrar en Europa. Y, en cambio, no los vio como lo que eran: tal vez el islam más laico del mundo, un modelo que podía servir para contraponerlo a los verdaderos fundamentalistas islámicos, un modelo de islam europeo.
Ahora, heridos de muerte y reunidos en torno a los féretros de sus hermanos, quizá han perdido parte de ese laicismo. ¿De quién es la culpa? No sólo de los criminales Mladic y Karadzic.
He estado hace unos días en Srebrenica, pero no para participar, en absoluto, en las manifestaciones y los rituales conmemorativos. Vi el nuevo cementerio musulmán (mezarje) y los Potocari en los que se produjo gran parte de la tragedia, recorrí la ciudad y sus alrededores. Pude ver una larguísima fila de mujeres, de criaturas infelices que perdieron a sus maridos, sus padres, sus hijos, sus hermanos, sus amantes -se calcula que hubo más de 8.000 muertos, todos varones- en el pogrom más espantoso ocurrido en Europa desde Hitler y Stalin. También las “mujeres de negro” serbias habían ido a unirse a las viudas musulmanas. Es difícil reprimir los sentimientos en presencia de escenas de ese tipo; yo no pude. Aún me siento mal pese a estar de vuelta en Roma.
“Un número de víctimas casi cuatro veces superior al de las Torres Gemelas de Nueva York”, dicen, y parece que es verdad. Y pese a ello, las noticias sobre Srebrenica fueron a parar desde el primer momento al fondo de la página, entre otros sucesos de discreta importancia. La tragedia no inflamó las pantallas de todo el mundo. Incluso nosotros, los ex ciudadanos de la antigua Yugoslavia, nos preguntábamos, al principio, si aquello podía ser verdad.
Pues sí, había ocurrido lo imposible. Ratko Mladic y Radovan Karadzic, los principales culpables -aunque no los únicos- de la matanza, calificada por el Tribunal de La Haya de “crimen contra la humanidad”, están todavía en libertad. Y tal vez lo estén siempre.
En un número reciente del semanario montenegrino Monitor se cuenta que la policía local tuvo en su poder a Karadzic ya en 1996, pero recibió órdenes superiores de no tocarlo. También tuvo en sus manos a Mladic un año después, cuando este grotesco personaje fue a “tomar el sol” a la costa de Montenegro acompañado de quince guardaespaldas armados hasta los dientes. Y también a él le dejaron tranquilo, porque era peligroso rodearlo y desarmarlo, y nadie tenía ganas.
He estado hace poco en Grecia, en Salónica, con motivo de un acontecimiento literario. El guía que nos mostraba la ciudad me llevó a una suntuosa villa que era la residencia real cuando el soberano visitaba la ciudad. “En esta casa vivió también Radovan Karadzic”, dijo, casi con orgullo. ¡Ay! Estamos en la parte ortodoxa de la Unión Europea. Pero es posible que Karadzic esté ahora en Rusia. Aunque también dicen que quizá se encuentre en la montaña sagrada, en Athos.
En Bosnia pude leer una declaración, al mismo tiempo cínica y vergonzosa, de uno de los corifeos ultranacionalistas del aparato político atribuible al dúo Milosevic-Seselj: decía que los musulmanes bosnios amontonaron en los alrededores de Srebrenica cadáveres procedentes de todas partes, y no sólo de su gente, sino de otros grupos, para sumarlos a la cuenta y exhibirlos. Es una historia que ya oímos cuando se produjo la matanza -causada por granadas- de inocentes que buscaban un poco de pan en el mercado de Markale, en Sarajevo: “Se matan entre sí mismos para llamar la atención del mundo”, éste fue el tono del comunicado ultranacionalista de los serbobosnios de Pale.
Nunca se me ha ocurrido acusar de crímenes semejantes al pueblo serbio, al que amo y del que me considero hermano, del mismo modo que me opongo a identificar a todos los croatas con los ustasha de la II Guerra Mundial y con su reaparición en tiempos de Tudjman. Pero no basta con pedir disculpas de manera general o abstracta: a los delincuentes hay que llamarlos por su nombre, condenarlos y castigarlos. Es la única forma de proceder para restituir la dignidad a un pueblo y lavar la conciencia. De no ser así, los Balcanes podrían volver a incendiarse, Dios sabe cuándo, dónde y cómo.
Después de todo lo que aquí he recordado, tal vez resulte asombroso que quien ha vivido y soportado lo imposible reclame ahora más de lo que sabe que puede obtener. Si la Bosnia-Herzegovina actual consiguiese librarse de la mordaza colocada por los acuerdos de Dayton, si el Estado de Bosnia y Herzegovina se convirtiera verdaderamente en un solo Estado, una comunidad formada por todos los ciudadanos que lo constituyen, sin divisiones internas derivadas de una guerra absurda, no haría falta hacer ninguna petición concreta de ese tipo; sería la consecuencia de una situación natural.
Y, sin embargo, no sabemos cuánto tiempo vamos a tener que esperar aún para que se haga realidad.
El duelo sigue vivo en el verano de 2007, doce años después del genocidio de Srebrenica. Más de 8.000 musulmanes bosnios, de edades comprendidas entre los 14 y los 85 años, murieron asesinados en julio de 1995 en los alrededores de esta pequeña localidad, próxima a la frontera que separa Bosnia de Serbia. “El mayor genocidio en Europa desde la II Guerra Mundial” -así lo llaman los bosnios, y no sólo ellos- está quizá más presente hoy que en el momento en el que se cometió. Ha echado raíces en el sentimiento, la memoria, la conciencia. Ni los habitantes de Srebrenica y la zona de alrededor que, después de todo lo que les sucedió, permanecieron en su pueblo, ni los que huyeron para establecerse en otro lugar tienen ya fe en nadie, ni siquiera en sus representantes directos en Sarajevo.
Se consideran traicionados por todos: por el general francés Morillon, que había proclamado de forma patética que la zona iba a estar “protegida”, y por los demás: los soldados holandeses allí presentes bajo la bandera de Naciones Unidas y el mando del general Janvier, que les dejaron en manos de los asesinos; Boutros-Boutros Gali, secretario general de la ONU, e incluso el mando supremo del pequeño ejército bosnio, que, a pesar de ser un débil y poseer pocas armas, debería haber acudido en su ayuda. Como también les traicionaron numerosos políticos que ellos habían contribuido a elegir y les traicionaron los medios de comunicación internacionales, que no dedicaron la atención suficiente a sus víctimas. Los habitantes de Srebrenica ya no tienen nada que perder, así que no es de extrañar que persigan incluso aquello que no pueden obtener: separarse de la llamada “república serbia” en Bosnia-Herzegovina. Una nueva escisión en los Balcanes, con las consecuencias que pueden imaginarse.
No es fácil describir la dimensión histórica de los hechos, y todavía menos la dimensión política, siempre determinada e impuesta por los intereses y exigencias de otros, que no tienen suficientemente en cuenta a aquellos a quienes se refiere la realidad en cuestión. Son muchos los que hablan sin cesar sobre la necesidad de ayudar a Srebrenica, pero muy pocos los que lo hacen. Hay momentos en los que resulta verdaderamente difícil saber qué habría que hacer y cómo.
Existe, además, en toda esta situación un error innegable de los países occidentales que viene ya de antes. Los musulmanes bosnios, unos eslavos convertidos tardíamente al islam, eran quizá los musulmanes más moderados del mundo. Un gran escritor perteneciente a esa nación, Mehmed Mesa Selimovic, escribió en un libro extraordinario titulado El derviche y la muerte, traducido a casi todas las lenguas europeas: “Éramos demasiado pocos para ser un lago y demasiados para que nos tragara la tierra”. Los nacionalistas serbios de Bosnia y los nacionalistas croatas de Herzegovina querían verlos a todos engullidos por su tierra natal. Europa prestó oídos cómplices a la propaganda tendenciosa de los secuaces de Slobodan Milosevic y Franjo Tudjman, que presentaban a los musulmanes bosnios como una “plataforma”, una cuña mediante la cual el islam iba a poder penetrar en Europa. Y, en cambio, no los vio como lo que eran: tal vez el islam más laico del mundo, un modelo que podía servir para contraponerlo a los verdaderos fundamentalistas islámicos, un modelo de islam europeo.
Ahora, heridos de muerte y reunidos en torno a los féretros de sus hermanos, quizá han perdido parte de ese laicismo. ¿De quién es la culpa? No sólo de los criminales Mladic y Karadzic.
He estado hace unos días en Srebrenica, pero no para participar, en absoluto, en las manifestaciones y los rituales conmemorativos. Vi el nuevo cementerio musulmán (mezarje) y los Potocari en los que se produjo gran parte de la tragedia, recorrí la ciudad y sus alrededores. Pude ver una larguísima fila de mujeres, de criaturas infelices que perdieron a sus maridos, sus padres, sus hijos, sus hermanos, sus amantes -se calcula que hubo más de 8.000 muertos, todos varones- en el pogrom más espantoso ocurrido en Europa desde Hitler y Stalin. También las “mujeres de negro” serbias habían ido a unirse a las viudas musulmanas. Es difícil reprimir los sentimientos en presencia de escenas de ese tipo; yo no pude. Aún me siento mal pese a estar de vuelta en Roma.
“Un número de víctimas casi cuatro veces superior al de las Torres Gemelas de Nueva York”, dicen, y parece que es verdad. Y pese a ello, las noticias sobre Srebrenica fueron a parar desde el primer momento al fondo de la página, entre otros sucesos de discreta importancia. La tragedia no inflamó las pantallas de todo el mundo. Incluso nosotros, los ex ciudadanos de la antigua Yugoslavia, nos preguntábamos, al principio, si aquello podía ser verdad.
Pues sí, había ocurrido lo imposible. Ratko Mladic y Radovan Karadzic, los principales culpables -aunque no los únicos- de la matanza, calificada por el Tribunal de La Haya de “crimen contra la humanidad”, están todavía en libertad. Y tal vez lo estén siempre.
En un número reciente del semanario montenegrino Monitor se cuenta que la policía local tuvo en su poder a Karadzic ya en 1996, pero recibió órdenes superiores de no tocarlo. También tuvo en sus manos a Mladic un año después, cuando este grotesco personaje fue a “tomar el sol” a la costa de Montenegro acompañado de quince guardaespaldas armados hasta los dientes. Y también a él le dejaron tranquilo, porque era peligroso rodearlo y desarmarlo, y nadie tenía ganas.
He estado hace poco en Grecia, en Salónica, con motivo de un acontecimiento literario. El guía que nos mostraba la ciudad me llevó a una suntuosa villa que era la residencia real cuando el soberano visitaba la ciudad. “En esta casa vivió también Radovan Karadzic”, dijo, casi con orgullo. ¡Ay! Estamos en la parte ortodoxa de la Unión Europea. Pero es posible que Karadzic esté ahora en Rusia. Aunque también dicen que quizá se encuentre en la montaña sagrada, en Athos.
En Bosnia pude leer una declaración, al mismo tiempo cínica y vergonzosa, de uno de los corifeos ultranacionalistas del aparato político atribuible al dúo Milosevic-Seselj: decía que los musulmanes bosnios amontonaron en los alrededores de Srebrenica cadáveres procedentes de todas partes, y no sólo de su gente, sino de otros grupos, para sumarlos a la cuenta y exhibirlos. Es una historia que ya oímos cuando se produjo la matanza -causada por granadas- de inocentes que buscaban un poco de pan en el mercado de Markale, en Sarajevo: “Se matan entre sí mismos para llamar la atención del mundo”, éste fue el tono del comunicado ultranacionalista de los serbobosnios de Pale.
Nunca se me ha ocurrido acusar de crímenes semejantes al pueblo serbio, al que amo y del que me considero hermano, del mismo modo que me opongo a identificar a todos los croatas con los ustasha de la II Guerra Mundial y con su reaparición en tiempos de Tudjman. Pero no basta con pedir disculpas de manera general o abstracta: a los delincuentes hay que llamarlos por su nombre, condenarlos y castigarlos. Es la única forma de proceder para restituir la dignidad a un pueblo y lavar la conciencia. De no ser así, los Balcanes podrían volver a incendiarse, Dios sabe cuándo, dónde y cómo.
Después de todo lo que aquí he recordado, tal vez resulte asombroso que quien ha vivido y soportado lo imposible reclame ahora más de lo que sabe que puede obtener. Si la Bosnia-Herzegovina actual consiguiese librarse de la mordaza colocada por los acuerdos de Dayton, si el Estado de Bosnia y Herzegovina se convirtiera verdaderamente en un solo Estado, una comunidad formada por todos los ciudadanos que lo constituyen, sin divisiones internas derivadas de una guerra absurda, no haría falta hacer ninguna petición concreta de ese tipo; sería la consecuencia de una situación natural.
Y, sin embargo, no sabemos cuánto tiempo vamos a tener que esperar aún para que se haga realidad.
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