Por Santiago Roncagliolo, escritor peruano (EL PAÍS, 07/07/07):
Para que no sepamos hacia dónde nos dirigimos, la furgoneta que nos transporta lleva todas las ventanas cubiertas, como una carroza fúnebre, y sólo nos apeamos de ella después de que el portón del garaje se cierra a nuestras espaldas. Desde el interior de esta casa, es imposible deducir en qué barrio nos encontramos. Tras las ventanas esmeriladas sólo se adivina una reja metálica. Los muros de la azotea miden más de dos metros y están rematados por alambre de púas. Alrededor no se ven edificios ni se escucha el barullo de la ciudad. La única indicación geográfica es la bandera de Guatemala que emerge desde algún tejado vecino.
El dispositivo de seguridad -que incluye una guardia armada de tres ex guerrilleros y nueve cámaras de vigilancia- parece digno de un cuartel subversivo, o de la sala de torturas de algún inescrupuloso servicio secreto. Pero los decorados de la casa desbaratan esa posibilidad: las paredes pintadas de colores vivos, la cocina americana con sus manteles floreados, el salón de juegos con juguetes y muñecas, recuerdan a la casita de una familia feliz.
Este búnker con interiores de Barbie es el albergue para mujeres de la Fundación Sobrevivientes de Guatemala, que trabaja con mujeres víctimas de la violencia. Las mujeres en situación de riesgo por maltrato doméstico son trasladadas aquí hasta que el juez tramite la orden de alejamiento que les permita volver a casa fuera de peligro. Pero fuera de estos muros inexpugnables, pocas están realmente a salvo. Los casos que lleva la Fundación oscilan entre el acoso psicológico y la mutilación con machetes. Si no de sus esposos, las mujeres son víctimas de las maras, de los traficantes o incluso de los policías. Desde el año 2000, cuando se inició el registro de muertes, han sido asesinadas 3.300.
Las señales de violencia están por todo el país. Verdaderos ejércitos de seguridad privada consumen un presupuesto de 300 millones de euros, lo mismo que el Ministerio de Salud. Los vigilantes de las tiendas no llevan garrotes, sino fusiles. Los carteles de un candidato a las próximas elecciones rezan: “Vote con mano dura”. Pero aunque todos los guatemaltecos sufren los altos índices de delincuencia, la dominación física, económica y cultural masculina deja a las mujeres en situación de especial debilidad. Más aún, Norma Cruz, directora de la Fundación, considera que están hoy más indefensas que durante el conflicto armado que desangró a su país durante 36 años. Según dice, “durante la guerra, al menos sabíamos quién era el enemigo. Pero ahora, el ataque puede venir de cualquier parte”.
Con frecuencia, el ataque llega del mismo Estado. En las oficinas de la Fundación se repiten siempre las mismas descripciones kafkianas de procesos administrativos. Las más indignantes son las referidas a homicidios: tras el hallazgo del cadáver de una mujer, la Policía lo examina. Si lleva barniz de uñas o minifalda, la investigación asume como hipótesis que se trataba de una prostituta y, por lo tanto, de algún ajuste de cuentas entre maras o delincuentes que no vale la pena investigar. Los médicos forenses de confesión religiosa -que abundan en un país tan conservador- argumentan objeción de conciencia y se niegan a revisar las partes íntimas de la mujer. Si nadie reclama el cuerpo en 36 horas, lo entierran en una fosa común. En cualquier caso, la ropa y objetos personales de la víctima se tiran a la basura, y así, toda la evidencia del proceso penal desaparece.
Dadas las circunstancias, por los 665 casos de mujeres asesinadas en 2005 no existe ningún proceso abierto, ningún condenado. E incluso cuando se condena, se hace con indulgencia: recientemente, un policía que violó y asesinó brutalmente a una mujer fue condenado sólo a quince años. El juez consideró atenuante que el agresor estuviese de vacaciones.Según Norma Cruz, la tradición feminicida del Estado guatemalteco data del conflicto armado. Por entonces, los soldados consideraban a las mujeres un blanco prioritario, porque parían y luego cuidaban a los futuros guerrilleros. Así que matarlas no bastaba. Creían necesario arrancar a los fetos de sus cuerpos.
Cuando no letales, las instituciones públicas son indiferentes. Con el fin de convencer a su grupo parlamentario de aprobar un presupuesto para la fundación, la diputada Myrna Ponce tuvo que recurrir a métodos poco ortodoxos: todas las mañanas, repartía en la bancada fotos de los cuerpos femeninos mutilados, y les repetía a sus colegas que esas víctimas podrían ser sus hijas. Myrna pertenece a la derecha política, pero la indiferencia ante este tema carece de sello ideológico. Norma -que es una guerrillera des-movilizada- tiene las mismas quejas respecto a la izquierda.
En el fondo, los políticos y funcionarios no consideran un deber ocuparse de esto. Para ellos, los casos de violencia criminal no son especiales, y los de maltrato doméstico corresponden a la vida privada de las involucradas, no a la esfera pública. Muchas mujeres que llegan a las comisarías ensangrentadas son devueltas a casa, para que se amisten con el marido. Muchos jueces, antes de un juicio por violación, recomiendan a la víctima buscar un arreglo económico con el agresor. La violación a secas se arregla con tres mil quetzales (trescientos euros). Cinco mil si hay embarazo de por medio. Otra solución recomendada es casar a la víctima con el agresor para reparar su “honra”.
La cultura de la violencia que genera estos crímenes no distingue sexo. De hecho, mueren muchos más hombres que mujeres en Guatemala. Pero la violencia de género responde a motivaciones penales específicas. La mayoría de los delitos se cometen con fines de lucro. La violencia política responde a ciertas imágenes de lo que la sociedad es y debe ser. En cambio, el maltrato doméstico, las violaciones y los crímenes pasionales parten de la noción de que el hombre puede disponer de las mujeres como una propiedad. Para garantizar un desarrollo igualitario y justo, el Estado necesita combatir esa cultura. La paradoja en buena parte de América Latina es que el Estado forma parte de ella.
Hasta ahora, Norma y Myrna han conseguido grandes avances, han redactado un proyecto de ley, han propuesto la creación de juzgados específicos. Pero para que una democracia funcione, no le bastan convocatorias electorales y garantías escritas. Es esencial el principio de igualdad ante la ley, que existe dentro de la cabeza de las personas, como un reconocimiento a la humanidad ajena. Por eso, la labor más ardua de estas dos mujeres es la educativa: enseñarles a los guatemaltecos -tanto a las mujeres como a los funcionarios- cuáles son sus derechos y cómo se defienden. Crucialmente, la Fundación ha ido creando conciencia de que existe un problema. Pero la condición trágica de su misión es que la sangre siempre corre más rápido que las ideas.
Para que no sepamos hacia dónde nos dirigimos, la furgoneta que nos transporta lleva todas las ventanas cubiertas, como una carroza fúnebre, y sólo nos apeamos de ella después de que el portón del garaje se cierra a nuestras espaldas. Desde el interior de esta casa, es imposible deducir en qué barrio nos encontramos. Tras las ventanas esmeriladas sólo se adivina una reja metálica. Los muros de la azotea miden más de dos metros y están rematados por alambre de púas. Alrededor no se ven edificios ni se escucha el barullo de la ciudad. La única indicación geográfica es la bandera de Guatemala que emerge desde algún tejado vecino.
El dispositivo de seguridad -que incluye una guardia armada de tres ex guerrilleros y nueve cámaras de vigilancia- parece digno de un cuartel subversivo, o de la sala de torturas de algún inescrupuloso servicio secreto. Pero los decorados de la casa desbaratan esa posibilidad: las paredes pintadas de colores vivos, la cocina americana con sus manteles floreados, el salón de juegos con juguetes y muñecas, recuerdan a la casita de una familia feliz.
Este búnker con interiores de Barbie es el albergue para mujeres de la Fundación Sobrevivientes de Guatemala, que trabaja con mujeres víctimas de la violencia. Las mujeres en situación de riesgo por maltrato doméstico son trasladadas aquí hasta que el juez tramite la orden de alejamiento que les permita volver a casa fuera de peligro. Pero fuera de estos muros inexpugnables, pocas están realmente a salvo. Los casos que lleva la Fundación oscilan entre el acoso psicológico y la mutilación con machetes. Si no de sus esposos, las mujeres son víctimas de las maras, de los traficantes o incluso de los policías. Desde el año 2000, cuando se inició el registro de muertes, han sido asesinadas 3.300.
Las señales de violencia están por todo el país. Verdaderos ejércitos de seguridad privada consumen un presupuesto de 300 millones de euros, lo mismo que el Ministerio de Salud. Los vigilantes de las tiendas no llevan garrotes, sino fusiles. Los carteles de un candidato a las próximas elecciones rezan: “Vote con mano dura”. Pero aunque todos los guatemaltecos sufren los altos índices de delincuencia, la dominación física, económica y cultural masculina deja a las mujeres en situación de especial debilidad. Más aún, Norma Cruz, directora de la Fundación, considera que están hoy más indefensas que durante el conflicto armado que desangró a su país durante 36 años. Según dice, “durante la guerra, al menos sabíamos quién era el enemigo. Pero ahora, el ataque puede venir de cualquier parte”.
Con frecuencia, el ataque llega del mismo Estado. En las oficinas de la Fundación se repiten siempre las mismas descripciones kafkianas de procesos administrativos. Las más indignantes son las referidas a homicidios: tras el hallazgo del cadáver de una mujer, la Policía lo examina. Si lleva barniz de uñas o minifalda, la investigación asume como hipótesis que se trataba de una prostituta y, por lo tanto, de algún ajuste de cuentas entre maras o delincuentes que no vale la pena investigar. Los médicos forenses de confesión religiosa -que abundan en un país tan conservador- argumentan objeción de conciencia y se niegan a revisar las partes íntimas de la mujer. Si nadie reclama el cuerpo en 36 horas, lo entierran en una fosa común. En cualquier caso, la ropa y objetos personales de la víctima se tiran a la basura, y así, toda la evidencia del proceso penal desaparece.
Dadas las circunstancias, por los 665 casos de mujeres asesinadas en 2005 no existe ningún proceso abierto, ningún condenado. E incluso cuando se condena, se hace con indulgencia: recientemente, un policía que violó y asesinó brutalmente a una mujer fue condenado sólo a quince años. El juez consideró atenuante que el agresor estuviese de vacaciones.Según Norma Cruz, la tradición feminicida del Estado guatemalteco data del conflicto armado. Por entonces, los soldados consideraban a las mujeres un blanco prioritario, porque parían y luego cuidaban a los futuros guerrilleros. Así que matarlas no bastaba. Creían necesario arrancar a los fetos de sus cuerpos.
Cuando no letales, las instituciones públicas son indiferentes. Con el fin de convencer a su grupo parlamentario de aprobar un presupuesto para la fundación, la diputada Myrna Ponce tuvo que recurrir a métodos poco ortodoxos: todas las mañanas, repartía en la bancada fotos de los cuerpos femeninos mutilados, y les repetía a sus colegas que esas víctimas podrían ser sus hijas. Myrna pertenece a la derecha política, pero la indiferencia ante este tema carece de sello ideológico. Norma -que es una guerrillera des-movilizada- tiene las mismas quejas respecto a la izquierda.
En el fondo, los políticos y funcionarios no consideran un deber ocuparse de esto. Para ellos, los casos de violencia criminal no son especiales, y los de maltrato doméstico corresponden a la vida privada de las involucradas, no a la esfera pública. Muchas mujeres que llegan a las comisarías ensangrentadas son devueltas a casa, para que se amisten con el marido. Muchos jueces, antes de un juicio por violación, recomiendan a la víctima buscar un arreglo económico con el agresor. La violación a secas se arregla con tres mil quetzales (trescientos euros). Cinco mil si hay embarazo de por medio. Otra solución recomendada es casar a la víctima con el agresor para reparar su “honra”.
La cultura de la violencia que genera estos crímenes no distingue sexo. De hecho, mueren muchos más hombres que mujeres en Guatemala. Pero la violencia de género responde a motivaciones penales específicas. La mayoría de los delitos se cometen con fines de lucro. La violencia política responde a ciertas imágenes de lo que la sociedad es y debe ser. En cambio, el maltrato doméstico, las violaciones y los crímenes pasionales parten de la noción de que el hombre puede disponer de las mujeres como una propiedad. Para garantizar un desarrollo igualitario y justo, el Estado necesita combatir esa cultura. La paradoja en buena parte de América Latina es que el Estado forma parte de ella.
Hasta ahora, Norma y Myrna han conseguido grandes avances, han redactado un proyecto de ley, han propuesto la creación de juzgados específicos. Pero para que una democracia funcione, no le bastan convocatorias electorales y garantías escritas. Es esencial el principio de igualdad ante la ley, que existe dentro de la cabeza de las personas, como un reconocimiento a la humanidad ajena. Por eso, la labor más ardua de estas dos mujeres es la educativa: enseñarles a los guatemaltecos -tanto a las mujeres como a los funcionarios- cuáles son sus derechos y cómo se defienden. Crucialmente, la Fundación ha ido creando conciencia de que existe un problema. Pero la condición trágica de su misión es que la sangre siempre corre más rápido que las ideas.
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