Por Andoni Pérez Ayala, profesor de Derecho Constitucional Comparado en la Universidad del País Vasco (EL CORREO DIGITAL, 18/07/07):
Una de las cosas que más llaman la atención en el texto acordado el pasado 23 de junio en el Consejo Europeo en Bruselas, en que se fijan las bases y el marco para la elaboración del futuro Tratado de reforma de la UE, es el énfasis que se pone en negar cualquier referencia constitucional en él. Hasta cuatro veces se alude en el apartado inicial -’Observaciones generales’- a la Constitución para proclamar, de forma reiterativa, que «se ha abandonado el concepto constitucional» (sic), que el texto que se apruebe en ningún caso será «un texto único denominado Constitución», que «el Tratado de la UE y el Tratado sobre el funcionamiento de la UE no tendrán carácter constitucional» y que «no se utilizará el término Constitución». No puede dejar de llamar la atención, como decimos, esta preocupación, expresada además de forma tan innecesariamente repetitiva, por negar cualquier atisbo de constitucionalidad en el futuro Tratado de reforma de los actualmente vigentes TUE y TCE.
Desde su nacimiento, hace ya algo más de medio siglo -esta primavera hemos conmemorado el cincuenta aniversario de la firma del Tratado de Roma (1957) que creaba la Comunidad Económica Europea-, la CEE, primero, y la UE, después, han venido experimentando un progresivo proceso de constitucionalización cuya última manifestación ha sido el frustrado proyecto de Tratado constitucional de la UE. Se trata de un proceso de constitucionalización zigzagueante y complejo, no exento de aspectos contradictorios, y que no debe ser asimilado, como a veces se hace de forma simplista, con los procesos constitucionales que se dan en el seno de un Estado. Pero, en cualquier caso, se puede convenir, de acuerdo con la práctica totalidad de los tratadistas que se han ocupado del tema, que la Unión Europea ha venido asumiendo progresivamente elementos de constitucionalidad en su configuración institucional.
Así lo ha apreciado de forma continuada y reiterada el Tribunal de Justicia (TJ) comunitario, órgano encargado de la interpretación de los Tratados constitutivos de la Europa comunitaria, que ya desde el principio empezó a desvelar los elementos de constitucionalidad existentes en ellos y avanzó el carácter constitucional de algunas de sus disposiciones. De acuerdo con la posición mantenida por el TJ, la integración europea no podía reducirse a un espacio económico común regulado por unos tratados internacionales; o, por decirlo con sus propias y expresivas palabras: «El Tratado CEE, aunque haya sido realizado bajo la forma de un acuerdo internacional, no por ello deja de ser la carta constitucional de una comunidad de derecho» (Dictamen 1/91 sobre el Espacio económico europeo).
Asimismo, la propia evolución institucional de las Comunidades europeas, primero, y de la UE, después, ha ido introduciendo progresivamente elementos de carácter y de naturaleza cada vez más definidamente constitucionales: elecciones a un órgano representativo común, el Parlamento europeo, a partir de 1979; referencia a la cooperación política europea, en el Acta Única (1986); introducción de la noción ciudadanía europea en el Tratado de Maastricht (1992); ampliación y mayor integración en el ámbito de la cooperación en materia de Interior y Justicia (Amsterdam 1997); incorporación de la Carta de derechos propios de los ciudadanos europeos (Niza, 2001). Elementos que en conjunto van a ir configurando progresivamente a la UE con rasgos de carácter constitucional; o, al menos, con una clara orientación de este signo.
En sintonía con esta orientación de signo tendencialmente constitucionalizador, no es de extrañar que desde los propios órganos comunitarios, en particular desde el Parlamento europeo, empezasen a surgir propuestas para articular la futura Unión de acuerdo con criterios constitucionales. El primero de ellos, el proyecto de Tratado de la Unión impulsado por el eurodiputado italiano (elegido en las listas del PCI) A. Spinelli, respaldado por el Parlamento europeo en 1984. Una década más tarde, esta primera iniciativa tuvo continuidad en un nuevo proyecto constitucional, también respaldado por el pronunciamiento favorable del Parlamento europeo en 1994. Siguiendo esta trayectoria, el frustrado proyecto de Tratado constitucional de la Unión Europea (Roma, 2004) elaborado por la Convención creada para tal fin, no era sino la última manifestación de lo que podríamos considerar, utilizando la propia terminología comunitaria, el acervo constitucional que han venido forjando a lo largo de su compleja evolución las Comunidades europeas y la Unión Europea hasta la actualidad.
La frustración de esta última tentativa de constitucionalizaión de la UE, tras los referendos francés y holandés de 2005, ha abierto un confuso ‘impasse’, aún no cerrado, sobre el futuro de la UE. Es preciso puntualizar, no obstante, que ni el frustrado proyecto de Tratado constitucional era realmente una Constitución -la mayor parte de su prolijo y farragoso articulado no tenía naturaleza constitucional- ni su falta de apoyo referendario en los dos países mencionados, que, en todo caso, debería ser complementada con la ratificación en otros dieciocho países miembros de la Unión, puede ser interpretada como un rechazo al proyecto constitucional europeo. Lo cierto es que sí ha servido para que quienes siempre han mantenido, abierta o encubiertamente, una posición hostil a cualquier forma de integración política y social europea, capitalicen este hecho en clave anticonstitucional.
La resolución aprobada en el Consejo Europeo de Bruselas el pasado 23 de junio, fijando las bases y el marco para la elaboración por la Conferencia Intergubernamental (CIG) del futuro Tratado de Reforma de la UE, no es sino la fiel plasmación de esta nueva orientación de signo desconstitucionalizador de la UE. No se trata de entrar en una polémica nominalista sobre si éste debe adjetivarse, al igual que su frustrado antecesor, como constitucional o no; pero mucho menos puede resultar admisible la negación explícita e innecesariamente reiterativa de cualquier atisbo de constitucionalidad en el Tratado de la Unión Europea, como se hace en la reciente resolución del Consejo europeo que comentamos. Lo que, además, no sólo no concuerda con la trayectoria y la praxis institucional seguida por la UE, sino que entra en abierta contradicción con la reiterada posición del Tribunal de Justicia sobre el carácter constitucional de los Tratados de la CE y de la UE.
A la vista del texto aprobado por el Consejo europeo y a la espera de la redacción definitiva por la Conferencia Intergubernamental, en los próximos meses, del futuro Tratado de reforma de la UE, todos los indicios apuntan hacia una importante inflexión de carácter desconstitucionalizador de la UE. No es sólo una cuestión académica o doctrinal (que también lo es; y muy importante); además, y sobre todo, es una cuestión que tiene consecuencias prácticas determinantes para la continuidad del proceso de integración europea ya que éste sólo podrá desarrollarse y llevarse a cabo en el plano político y social, y también en el estrictamente económico, en un marco y sobre unas bases de carácter constitucional.
De todas formas, y a pesar de la deriva desconstitucionalizadora del reciente Consejo de Bruselas, no va a ser nada fácil detener la dinámica constitucional que se ha venido desarrollando durante el último medio siglo en el seno de las Comunidades europeas primero y en la Unión últimamente. No sólo no es descartable, sino que es lo más previsible que ésta vuelva a reaparecer, tras el ‘impasse’ actual, bajo diversas formas que probablemente no coincidan con las ya experimentadas. Lo triste es que la dinámica constitucional europea, sean cuales sean las formas y modalidades que revista, tenga que abrirse paso al margen, e incluso en contra, de quienes debían haber sido sus principales impulsores.
Una de las cosas que más llaman la atención en el texto acordado el pasado 23 de junio en el Consejo Europeo en Bruselas, en que se fijan las bases y el marco para la elaboración del futuro Tratado de reforma de la UE, es el énfasis que se pone en negar cualquier referencia constitucional en él. Hasta cuatro veces se alude en el apartado inicial -’Observaciones generales’- a la Constitución para proclamar, de forma reiterativa, que «se ha abandonado el concepto constitucional» (sic), que el texto que se apruebe en ningún caso será «un texto único denominado Constitución», que «el Tratado de la UE y el Tratado sobre el funcionamiento de la UE no tendrán carácter constitucional» y que «no se utilizará el término Constitución». No puede dejar de llamar la atención, como decimos, esta preocupación, expresada además de forma tan innecesariamente repetitiva, por negar cualquier atisbo de constitucionalidad en el futuro Tratado de reforma de los actualmente vigentes TUE y TCE.
Desde su nacimiento, hace ya algo más de medio siglo -esta primavera hemos conmemorado el cincuenta aniversario de la firma del Tratado de Roma (1957) que creaba la Comunidad Económica Europea-, la CEE, primero, y la UE, después, han venido experimentando un progresivo proceso de constitucionalización cuya última manifestación ha sido el frustrado proyecto de Tratado constitucional de la UE. Se trata de un proceso de constitucionalización zigzagueante y complejo, no exento de aspectos contradictorios, y que no debe ser asimilado, como a veces se hace de forma simplista, con los procesos constitucionales que se dan en el seno de un Estado. Pero, en cualquier caso, se puede convenir, de acuerdo con la práctica totalidad de los tratadistas que se han ocupado del tema, que la Unión Europea ha venido asumiendo progresivamente elementos de constitucionalidad en su configuración institucional.
Así lo ha apreciado de forma continuada y reiterada el Tribunal de Justicia (TJ) comunitario, órgano encargado de la interpretación de los Tratados constitutivos de la Europa comunitaria, que ya desde el principio empezó a desvelar los elementos de constitucionalidad existentes en ellos y avanzó el carácter constitucional de algunas de sus disposiciones. De acuerdo con la posición mantenida por el TJ, la integración europea no podía reducirse a un espacio económico común regulado por unos tratados internacionales; o, por decirlo con sus propias y expresivas palabras: «El Tratado CEE, aunque haya sido realizado bajo la forma de un acuerdo internacional, no por ello deja de ser la carta constitucional de una comunidad de derecho» (Dictamen 1/91 sobre el Espacio económico europeo).
Asimismo, la propia evolución institucional de las Comunidades europeas, primero, y de la UE, después, ha ido introduciendo progresivamente elementos de carácter y de naturaleza cada vez más definidamente constitucionales: elecciones a un órgano representativo común, el Parlamento europeo, a partir de 1979; referencia a la cooperación política europea, en el Acta Única (1986); introducción de la noción ciudadanía europea en el Tratado de Maastricht (1992); ampliación y mayor integración en el ámbito de la cooperación en materia de Interior y Justicia (Amsterdam 1997); incorporación de la Carta de derechos propios de los ciudadanos europeos (Niza, 2001). Elementos que en conjunto van a ir configurando progresivamente a la UE con rasgos de carácter constitucional; o, al menos, con una clara orientación de este signo.
En sintonía con esta orientación de signo tendencialmente constitucionalizador, no es de extrañar que desde los propios órganos comunitarios, en particular desde el Parlamento europeo, empezasen a surgir propuestas para articular la futura Unión de acuerdo con criterios constitucionales. El primero de ellos, el proyecto de Tratado de la Unión impulsado por el eurodiputado italiano (elegido en las listas del PCI) A. Spinelli, respaldado por el Parlamento europeo en 1984. Una década más tarde, esta primera iniciativa tuvo continuidad en un nuevo proyecto constitucional, también respaldado por el pronunciamiento favorable del Parlamento europeo en 1994. Siguiendo esta trayectoria, el frustrado proyecto de Tratado constitucional de la Unión Europea (Roma, 2004) elaborado por la Convención creada para tal fin, no era sino la última manifestación de lo que podríamos considerar, utilizando la propia terminología comunitaria, el acervo constitucional que han venido forjando a lo largo de su compleja evolución las Comunidades europeas y la Unión Europea hasta la actualidad.
La frustración de esta última tentativa de constitucionalizaión de la UE, tras los referendos francés y holandés de 2005, ha abierto un confuso ‘impasse’, aún no cerrado, sobre el futuro de la UE. Es preciso puntualizar, no obstante, que ni el frustrado proyecto de Tratado constitucional era realmente una Constitución -la mayor parte de su prolijo y farragoso articulado no tenía naturaleza constitucional- ni su falta de apoyo referendario en los dos países mencionados, que, en todo caso, debería ser complementada con la ratificación en otros dieciocho países miembros de la Unión, puede ser interpretada como un rechazo al proyecto constitucional europeo. Lo cierto es que sí ha servido para que quienes siempre han mantenido, abierta o encubiertamente, una posición hostil a cualquier forma de integración política y social europea, capitalicen este hecho en clave anticonstitucional.
La resolución aprobada en el Consejo Europeo de Bruselas el pasado 23 de junio, fijando las bases y el marco para la elaboración por la Conferencia Intergubernamental (CIG) del futuro Tratado de Reforma de la UE, no es sino la fiel plasmación de esta nueva orientación de signo desconstitucionalizador de la UE. No se trata de entrar en una polémica nominalista sobre si éste debe adjetivarse, al igual que su frustrado antecesor, como constitucional o no; pero mucho menos puede resultar admisible la negación explícita e innecesariamente reiterativa de cualquier atisbo de constitucionalidad en el Tratado de la Unión Europea, como se hace en la reciente resolución del Consejo europeo que comentamos. Lo que, además, no sólo no concuerda con la trayectoria y la praxis institucional seguida por la UE, sino que entra en abierta contradicción con la reiterada posición del Tribunal de Justicia sobre el carácter constitucional de los Tratados de la CE y de la UE.
A la vista del texto aprobado por el Consejo europeo y a la espera de la redacción definitiva por la Conferencia Intergubernamental, en los próximos meses, del futuro Tratado de reforma de la UE, todos los indicios apuntan hacia una importante inflexión de carácter desconstitucionalizador de la UE. No es sólo una cuestión académica o doctrinal (que también lo es; y muy importante); además, y sobre todo, es una cuestión que tiene consecuencias prácticas determinantes para la continuidad del proceso de integración europea ya que éste sólo podrá desarrollarse y llevarse a cabo en el plano político y social, y también en el estrictamente económico, en un marco y sobre unas bases de carácter constitucional.
De todas formas, y a pesar de la deriva desconstitucionalizadora del reciente Consejo de Bruselas, no va a ser nada fácil detener la dinámica constitucional que se ha venido desarrollando durante el último medio siglo en el seno de las Comunidades europeas primero y en la Unión últimamente. No sólo no es descartable, sino que es lo más previsible que ésta vuelva a reaparecer, tras el ‘impasse’ actual, bajo diversas formas que probablemente no coincidan con las ya experimentadas. Lo triste es que la dinámica constitucional europea, sean cuales sean las formas y modalidades que revista, tenga que abrirse paso al margen, e incluso en contra, de quienes debían haber sido sus principales impulsores.
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