Por Gabriel Tortella, catedrático de Historia económica en la Universidad de Alcalá (EL PAÍS, 21/07/07):
Tengo la impresión de que la mayoría piensa que la respuesta a esta pregunta es afirmativa. Si yo coincidiera, no escribiría este artículo, pues ya he manifestado en estas mismas páginas mi peligrosa afición a escribir contra la corriente.
Por supuesto, la ocasión de este comentario es la inopinada promesa del presidente del Gobierno en el reciente debate sobre el estado de la nación de que se va a subvencionar con 2.500 euros todo nacimiento o adopción. La medida ha sido criticada en algunos medios por electoralista, populista y demagógica. Se ha dicho, no sin fundamento, que las deducciones por hijos en el impuesto sobre la renta ya cumplen esa función, y que bastaría con retocarlas o aumentarlas para lograr, con mucha mayor simplicidad y economía, y menor fanfarria, el mismo efecto. También se ha puesto en duda la honestidad política que comporta el hacer tal anuncio en tal ocasión. Pero apenas nadie ha criticado el fondo de la medida, es decir, su objetivo último, esto es, fomentar la natalidad en nuestro país. Es más, la oposición ha acusado al presidente de copiarles la idea, lo cual indica que están de acuerdo en el fondo.
Comúnmente, se basa la defensa del fomento de la natalidad en el razonamiento trivial de que la baja natalidad está modificando la relación entre jubilados y jóvenes de tal manera que en un futuro más o menos cercano los impuestos que pagan los cada vez más escasos jóvenes no van a bastar para subvenir a las pensiones de los cada vez más numerosos ancianos. Se trata de un problema indudable que aqueja en mayor o menor medida a todos los países europeos. Sin embargo, considerar que ésta es una cuestión insoluble si no es mediante un aumento de la población es ahogarse en un vaso de agua. Una solución que ocurre inmediatamente es flexibilizar las normas de jubilación. La terciarización de la economía y el desarrollo de las comunicaciones permiten la prolongación de la vida laboral en muchas profesiones en que la formación y la experiencia son tanto o más importantes que el vigor físico.
Puesto que la entrada en la vida laboral se ha ido retrasando al alargarse la etapa formativa, parece lógico que en correspondencia la salida se atrase también. En todo caso, el de la relación entre pensiones e impuestos es un problema técnico que planteará algunas dificultades políticas, pero que sin duda no debe servir de justificación para una política natalista.
Por añadidura, resulta que nos preocupamos por el estancamiento de la población cuando nuestro censo acaba de dar uno de los saltos más espectaculares de la historia. Después de pasar dos decenios acercándonos lentísimamente a la cifra de los 40 millones, en los primeros años del nuevo milenio nos hemos plantado en los 44 millones, cuadruplicando las tasas de crecimiento demográfico de los últimos decenios del siglo XX.
Además, como este salto se ha debido a la entrada masiva de inmigrantes, que siguen afluyendo en enormes proporciones, la natalidad también ha dado un salto, porque esta magnitud es mucho más alta entre los inmigrantes que entre los nativos. Y aquí se plantea una inquietante pregunta: ¿no tendrá este repentino natalismo un componente racista? ¿No se deberá al miedo subconsciente de que los inmigrantes nos abrumen y nos dominen, que desvirtúen nuestra cultura o nuestras señas de identidad? Temores de este tipo ya han sido abiertamente manifestados por los nacionalistas catalanes, tan “progresistas” ellos, tan proclives a adherir el adjetivo “rancio” a la palabra “español”. La identidad española, al parecer, es inherentemente rancia; la catalana, afortunadamente, no.
En todo caso, en un mundo cuya población aumenta desde hace un siglo a un ritmo verdaderamente alarmante, un ritmo totalmente sin precedente, que da lugar a emigraciones desesperadas y masivas, también sin precedente, que da lugar a fenómenos de deforestación y de agresión a la naturaleza que causan alarma entre los estudiosos mejor informados, la preocupación española y europea por el descenso (en realidad, ya, estabilización) de las tasas de natalidad resulta algo ridículo, provinciano y miope. El problema, a escala global, es la superpoblación, no el estancamiento demográfico.
Por otra parte, Europa ha sido siempre un continente de baja fecundidad demográfica, y éste ha sido uno de los secretos de su éxito económico. Los europeos, incluso en los años heroicos de la revolución industrial, crecieron a tasas mucho más bajas que las que hoy alcanzan los países del Tercer Mundo. Y éste es el problema del Tercer Mundo: los descomunales aumentos de su población son el freno principal a su desarrollo económico, no sólo porque el crecimiento demográfico anula el crecimiento de la renta por habitante, sino porque es imposible educar y formar a las nuevas generaciones con los escasos recursos docentes de que disponen.
El deber de los europeos, por tanto, en lugar de darse golpes de pecho y hacer contrición por una pasada explotación más imaginaria que real, en realidad es abandonar unas poco meditadas veleidades natalistas y ayudar a los países del Tercer Mundo a poner límites a una fecundidad demográfica desorbitada. Lo demás es demagogia.
Tengo la impresión de que la mayoría piensa que la respuesta a esta pregunta es afirmativa. Si yo coincidiera, no escribiría este artículo, pues ya he manifestado en estas mismas páginas mi peligrosa afición a escribir contra la corriente.
Por supuesto, la ocasión de este comentario es la inopinada promesa del presidente del Gobierno en el reciente debate sobre el estado de la nación de que se va a subvencionar con 2.500 euros todo nacimiento o adopción. La medida ha sido criticada en algunos medios por electoralista, populista y demagógica. Se ha dicho, no sin fundamento, que las deducciones por hijos en el impuesto sobre la renta ya cumplen esa función, y que bastaría con retocarlas o aumentarlas para lograr, con mucha mayor simplicidad y economía, y menor fanfarria, el mismo efecto. También se ha puesto en duda la honestidad política que comporta el hacer tal anuncio en tal ocasión. Pero apenas nadie ha criticado el fondo de la medida, es decir, su objetivo último, esto es, fomentar la natalidad en nuestro país. Es más, la oposición ha acusado al presidente de copiarles la idea, lo cual indica que están de acuerdo en el fondo.
Comúnmente, se basa la defensa del fomento de la natalidad en el razonamiento trivial de que la baja natalidad está modificando la relación entre jubilados y jóvenes de tal manera que en un futuro más o menos cercano los impuestos que pagan los cada vez más escasos jóvenes no van a bastar para subvenir a las pensiones de los cada vez más numerosos ancianos. Se trata de un problema indudable que aqueja en mayor o menor medida a todos los países europeos. Sin embargo, considerar que ésta es una cuestión insoluble si no es mediante un aumento de la población es ahogarse en un vaso de agua. Una solución que ocurre inmediatamente es flexibilizar las normas de jubilación. La terciarización de la economía y el desarrollo de las comunicaciones permiten la prolongación de la vida laboral en muchas profesiones en que la formación y la experiencia son tanto o más importantes que el vigor físico.
Puesto que la entrada en la vida laboral se ha ido retrasando al alargarse la etapa formativa, parece lógico que en correspondencia la salida se atrase también. En todo caso, el de la relación entre pensiones e impuestos es un problema técnico que planteará algunas dificultades políticas, pero que sin duda no debe servir de justificación para una política natalista.
Por añadidura, resulta que nos preocupamos por el estancamiento de la población cuando nuestro censo acaba de dar uno de los saltos más espectaculares de la historia. Después de pasar dos decenios acercándonos lentísimamente a la cifra de los 40 millones, en los primeros años del nuevo milenio nos hemos plantado en los 44 millones, cuadruplicando las tasas de crecimiento demográfico de los últimos decenios del siglo XX.
Además, como este salto se ha debido a la entrada masiva de inmigrantes, que siguen afluyendo en enormes proporciones, la natalidad también ha dado un salto, porque esta magnitud es mucho más alta entre los inmigrantes que entre los nativos. Y aquí se plantea una inquietante pregunta: ¿no tendrá este repentino natalismo un componente racista? ¿No se deberá al miedo subconsciente de que los inmigrantes nos abrumen y nos dominen, que desvirtúen nuestra cultura o nuestras señas de identidad? Temores de este tipo ya han sido abiertamente manifestados por los nacionalistas catalanes, tan “progresistas” ellos, tan proclives a adherir el adjetivo “rancio” a la palabra “español”. La identidad española, al parecer, es inherentemente rancia; la catalana, afortunadamente, no.
En todo caso, en un mundo cuya población aumenta desde hace un siglo a un ritmo verdaderamente alarmante, un ritmo totalmente sin precedente, que da lugar a emigraciones desesperadas y masivas, también sin precedente, que da lugar a fenómenos de deforestación y de agresión a la naturaleza que causan alarma entre los estudiosos mejor informados, la preocupación española y europea por el descenso (en realidad, ya, estabilización) de las tasas de natalidad resulta algo ridículo, provinciano y miope. El problema, a escala global, es la superpoblación, no el estancamiento demográfico.
Por otra parte, Europa ha sido siempre un continente de baja fecundidad demográfica, y éste ha sido uno de los secretos de su éxito económico. Los europeos, incluso en los años heroicos de la revolución industrial, crecieron a tasas mucho más bajas que las que hoy alcanzan los países del Tercer Mundo. Y éste es el problema del Tercer Mundo: los descomunales aumentos de su población son el freno principal a su desarrollo económico, no sólo porque el crecimiento demográfico anula el crecimiento de la renta por habitante, sino porque es imposible educar y formar a las nuevas generaciones con los escasos recursos docentes de que disponen.
El deber de los europeos, por tanto, en lugar de darse golpes de pecho y hacer contrición por una pasada explotación más imaginaria que real, en realidad es abandonar unas poco meditadas veleidades natalistas y ayudar a los países del Tercer Mundo a poner límites a una fecundidad demográfica desorbitada. Lo demás es demagogia.
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