Por Jerónimo Páez López, abogado y director de la Fundación El Legado Andalusí (EL PAÍS, 14/07/07):
La incorporación de Turquía a la Unión Europea despierta todo tipo de opiniones en los ciudadanos y los gobiernos de los países occidentales, que oscilan desde el rechazo total hasta el apoyo casi sin condiciones. Numerosas son las ventajas e inconvenientes que se pueden esgrimir a favor o en contra.
Turquía es un país asiático y no puede considerarse europeo, ha repetido una y otra vez durante su campaña electoral, el recién elegido presidente de la República Francesa, Nicolas Sarkozy. El profesor Serafín Fanjul, en el virulento artículo Mas acá de Lepanto, nos recuerda el durísimo enfrentamiento durante centurias en el Mediterráneo, con España, Venecia y el Papado, los asaltos a Viena y la islamización forzada de albaneses, bosnios, búlgaros, y augura todas las plagas del infierno si se nos ocurre incorporarla.
Están, a su vez, quienes defienden la integración a todo trance, por considerar que parte del territorio turco se encuentra en Europa, que en Bruselas, hace años, se le dio carta de europeización a este país, sin olvidar que es un miembro estratégico de la OTAN, y, sobre todo, porque rechazar su incorporación puede contribuir a radicalizar el islamismo turco.
No resulta fácil posicionarse. Turquía es un país extenso, con unos 70 millones de habitantes, por lo que se convertiría casi en el más poblado de la Unión Europea y con la mayor parte de su territorio en Asia. En él se dan, además, enormes contrastes, desde la capital política, Ankara, y la zona Este mediterránea, rica y dinámica al igual que Estambul, impresionante, atractiva y libertina ciudad, hasta las pobres regiones de Anatolia, donde muchos de sus habitantes mantienen actitudes propias de la Edad Media, como la discriminación de las minorías étnicas o religiosas o las de las mujeres, e incluso los llamados honor killings, en los que algunas son asesinadas cuando consideran que han puesto en entredicho el honor familiar, por haber mantenido relaciones pre o extramatrimoniales.
Pero en el fondo, lo que realmente condiciona su incorporación es el hecho de que la gran mayoría de los turcos son musulmanes, y que hoy día gobierna Turquía un partido moderado pero islamista. Es éste el punto neurálgico del debate y no es cuestión baladí. Desafortunadamente, ante la pujanza del islamismo y la presión de la multiculturalidad no hemos sido capaces en Occidente de formular nuestra posición con el rigor debido, y son numerosas nuestras contradicciones.
Un sistema verdaderamente democrático y tolerante -de esto también se trata- exige que se respeten las libertades de todos los ciudadanos y no se imponga un modelo específico de sociedad. En definitiva, que se respete el laicismo, más allá de disquisiciones semánticas y de que haya quienes entiendan que los verdaderos fundamentalistas son los laicos, que no los islamistas (¡cosas veredes!). En Turquía se da la paradoja de que el Ejército es el guardián constitucional del laicismo y ha tenido que recordárselo al Gobierno islamista, ante una posible deriva que ponga en peligro el modelo existente.
La Unión Europea, a través de sus portavoces, ha pedido a los militares turcos “que se mantengan al margen de la política”. La posición de la Administración norteamericana es todavía más contundente. Europa debe decir yes a Turquía, afirmaba en portada la influyente revista The Economist siguiendo la línea oficial de Estados Unidos. La posibilidad de que la integración de Turquía pueda suponer compaginar islamismo y democracia, es la obsesión última del Gobierno de Bush ante el caos existente en el mundo musulmán, del que en gran medida él es responsable como consecuencia de la invasión de Irak y de su apoyo incondicional y sin reservas al Gobierno de Israel. El profesor Josep S. Nye decía en este mismo periódico “que los políticos turcos tendrán menos incentivos para realizar las reformas necesarias si se rechaza su incorporación”. Curiosa afirmación: puede que sean democráticos y tolerantes si consiguen integrarse, pero quizás dejen de serlo en caso contrario.
No parece que el Gobiernode Erdogan haya supuesto una grave amenaza a las libertades públicas y, sin duda, su Gobierno islamista ha aportado estabilidad y crecimiento económico al país. Pero no ha mantenido una actitud neutral ni tan moderna como algunos nos quieren hacer creer. Su partido, AKP, ha propuesto algunas reformas constitucionales preocupantes y ha intentado -aunque luego retirado- aprobar una ley que castiga el adulterio y, según la oposición, está introduciendo una serie de reformas educativas y hábitos cotidianos para reforzar la islamización de la sociedad.
La democracia es compatible con el islam, pero no está claro que lo sea con el islamismo político, que considera que el islam no es sólo espiritualidad individual, sino un proyecto global para la sociedad. La cuestión fundamental es saber si puede llegar a aceptar que religión y Estado son ámbitos distintos y entender que la legitimidad política y las leyes tienen su razón de ser en la voluntad del pueblo, y no en la divina, o por el contrario considera que religión y Estado son inseparables, en cuyo caso no hay solución.
No conocemos declaración alguna de los islamistas moderados en la que definan con claridad su posición ante las cuestiones fundamentales, más allá de vagas proclamas sobre diálogo de civilizaciones y religiones. En la mayoría de los países musulmanes no existen las libertades de expresión, religiosas o de costumbres que serían de desear, y ello se debe, en gran parte, a la presión de los partidos o grupos islamistas.
Europa y Estados Unidos deberían precisar, cuando reprenden al Ejército turco, de qué democracia estamos hablando. Si es una democracia puramente formal, puede que el islamismo tenga cabida; si es una democracia que pretende defender los derechos y la libertad de todos los ciudadanos, cualquiera que sean sus creencias, tendrían que exigir una clara posición al respecto. En relación con Turquía estamos apostando por apoyar la democracia a costa del laicismo, a diferencia de Palestina, donde hemos negado el pan y la sal al Gobierno islamista, democráticamente elegido. Sin duda, que este hecho ha tenido que ver con la radicalización de Hamás, que ha sumido a Gaza y Cisjordania en un abismo sin fondo. Puede que esa gran apuesta que lanzó el Gobierno de la Alianza de Civilizaciones esté haciendo aguas, precisamente porque si bien avanza en los países occidentales el respeto a otras culturas y credos, no sucede lo mismo en los países musulmanes, que se han adherido a esta propuesta. Sin ese espacio de convergencia, no hay posibilidad de que prospere.
En definitiva, la cuestión parece clara: los militares turcos deben abstenerse de intervenir en el sistema democrático, pero a su vez el partido islamista turco debe manifestar claramente que está dispuesto en todo momento a respetar las libertades públicas y a quienes no compartan sus creencias. Si ello es así, Turquía habrá dado un gran paso para incorporarse a la Unión Europea, y puede que entonces sea el momento de recordarle al señor Sarkozy que en pleno enfrentamiento entre el Imperio Otomano y la Cristiandad, el único rey que no dudó en aliarse con “el enemigo” -el poderoso sultán Solimán el Magnífico- fue Francisco I de Francia en su obsesión por debilitar al Imperio Español y a su odiado enemigo Carlos I de España y V de Alemania, que había derrotado y hecho prisionero al francés en la Batalla de Pavía el año 1525.
La incorporación de Turquía a la Unión Europea despierta todo tipo de opiniones en los ciudadanos y los gobiernos de los países occidentales, que oscilan desde el rechazo total hasta el apoyo casi sin condiciones. Numerosas son las ventajas e inconvenientes que se pueden esgrimir a favor o en contra.
Turquía es un país asiático y no puede considerarse europeo, ha repetido una y otra vez durante su campaña electoral, el recién elegido presidente de la República Francesa, Nicolas Sarkozy. El profesor Serafín Fanjul, en el virulento artículo Mas acá de Lepanto, nos recuerda el durísimo enfrentamiento durante centurias en el Mediterráneo, con España, Venecia y el Papado, los asaltos a Viena y la islamización forzada de albaneses, bosnios, búlgaros, y augura todas las plagas del infierno si se nos ocurre incorporarla.
Están, a su vez, quienes defienden la integración a todo trance, por considerar que parte del territorio turco se encuentra en Europa, que en Bruselas, hace años, se le dio carta de europeización a este país, sin olvidar que es un miembro estratégico de la OTAN, y, sobre todo, porque rechazar su incorporación puede contribuir a radicalizar el islamismo turco.
No resulta fácil posicionarse. Turquía es un país extenso, con unos 70 millones de habitantes, por lo que se convertiría casi en el más poblado de la Unión Europea y con la mayor parte de su territorio en Asia. En él se dan, además, enormes contrastes, desde la capital política, Ankara, y la zona Este mediterránea, rica y dinámica al igual que Estambul, impresionante, atractiva y libertina ciudad, hasta las pobres regiones de Anatolia, donde muchos de sus habitantes mantienen actitudes propias de la Edad Media, como la discriminación de las minorías étnicas o religiosas o las de las mujeres, e incluso los llamados honor killings, en los que algunas son asesinadas cuando consideran que han puesto en entredicho el honor familiar, por haber mantenido relaciones pre o extramatrimoniales.
Pero en el fondo, lo que realmente condiciona su incorporación es el hecho de que la gran mayoría de los turcos son musulmanes, y que hoy día gobierna Turquía un partido moderado pero islamista. Es éste el punto neurálgico del debate y no es cuestión baladí. Desafortunadamente, ante la pujanza del islamismo y la presión de la multiculturalidad no hemos sido capaces en Occidente de formular nuestra posición con el rigor debido, y son numerosas nuestras contradicciones.
Un sistema verdaderamente democrático y tolerante -de esto también se trata- exige que se respeten las libertades de todos los ciudadanos y no se imponga un modelo específico de sociedad. En definitiva, que se respete el laicismo, más allá de disquisiciones semánticas y de que haya quienes entiendan que los verdaderos fundamentalistas son los laicos, que no los islamistas (¡cosas veredes!). En Turquía se da la paradoja de que el Ejército es el guardián constitucional del laicismo y ha tenido que recordárselo al Gobierno islamista, ante una posible deriva que ponga en peligro el modelo existente.
La Unión Europea, a través de sus portavoces, ha pedido a los militares turcos “que se mantengan al margen de la política”. La posición de la Administración norteamericana es todavía más contundente. Europa debe decir yes a Turquía, afirmaba en portada la influyente revista The Economist siguiendo la línea oficial de Estados Unidos. La posibilidad de que la integración de Turquía pueda suponer compaginar islamismo y democracia, es la obsesión última del Gobierno de Bush ante el caos existente en el mundo musulmán, del que en gran medida él es responsable como consecuencia de la invasión de Irak y de su apoyo incondicional y sin reservas al Gobierno de Israel. El profesor Josep S. Nye decía en este mismo periódico “que los políticos turcos tendrán menos incentivos para realizar las reformas necesarias si se rechaza su incorporación”. Curiosa afirmación: puede que sean democráticos y tolerantes si consiguen integrarse, pero quizás dejen de serlo en caso contrario.
No parece que el Gobiernode Erdogan haya supuesto una grave amenaza a las libertades públicas y, sin duda, su Gobierno islamista ha aportado estabilidad y crecimiento económico al país. Pero no ha mantenido una actitud neutral ni tan moderna como algunos nos quieren hacer creer. Su partido, AKP, ha propuesto algunas reformas constitucionales preocupantes y ha intentado -aunque luego retirado- aprobar una ley que castiga el adulterio y, según la oposición, está introduciendo una serie de reformas educativas y hábitos cotidianos para reforzar la islamización de la sociedad.
La democracia es compatible con el islam, pero no está claro que lo sea con el islamismo político, que considera que el islam no es sólo espiritualidad individual, sino un proyecto global para la sociedad. La cuestión fundamental es saber si puede llegar a aceptar que religión y Estado son ámbitos distintos y entender que la legitimidad política y las leyes tienen su razón de ser en la voluntad del pueblo, y no en la divina, o por el contrario considera que religión y Estado son inseparables, en cuyo caso no hay solución.
No conocemos declaración alguna de los islamistas moderados en la que definan con claridad su posición ante las cuestiones fundamentales, más allá de vagas proclamas sobre diálogo de civilizaciones y religiones. En la mayoría de los países musulmanes no existen las libertades de expresión, religiosas o de costumbres que serían de desear, y ello se debe, en gran parte, a la presión de los partidos o grupos islamistas.
Europa y Estados Unidos deberían precisar, cuando reprenden al Ejército turco, de qué democracia estamos hablando. Si es una democracia puramente formal, puede que el islamismo tenga cabida; si es una democracia que pretende defender los derechos y la libertad de todos los ciudadanos, cualquiera que sean sus creencias, tendrían que exigir una clara posición al respecto. En relación con Turquía estamos apostando por apoyar la democracia a costa del laicismo, a diferencia de Palestina, donde hemos negado el pan y la sal al Gobierno islamista, democráticamente elegido. Sin duda, que este hecho ha tenido que ver con la radicalización de Hamás, que ha sumido a Gaza y Cisjordania en un abismo sin fondo. Puede que esa gran apuesta que lanzó el Gobierno de la Alianza de Civilizaciones esté haciendo aguas, precisamente porque si bien avanza en los países occidentales el respeto a otras culturas y credos, no sucede lo mismo en los países musulmanes, que se han adherido a esta propuesta. Sin ese espacio de convergencia, no hay posibilidad de que prospere.
En definitiva, la cuestión parece clara: los militares turcos deben abstenerse de intervenir en el sistema democrático, pero a su vez el partido islamista turco debe manifestar claramente que está dispuesto en todo momento a respetar las libertades públicas y a quienes no compartan sus creencias. Si ello es así, Turquía habrá dado un gran paso para incorporarse a la Unión Europea, y puede que entonces sea el momento de recordarle al señor Sarkozy que en pleno enfrentamiento entre el Imperio Otomano y la Cristiandad, el único rey que no dudó en aliarse con “el enemigo” -el poderoso sultán Solimán el Magnífico- fue Francisco I de Francia en su obsesión por debilitar al Imperio Español y a su odiado enemigo Carlos I de España y V de Alemania, que había derrotado y hecho prisionero al francés en la Batalla de Pavía el año 1525.
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