Por Perfecto Andrés Ibáñez, magistrado (EL PAÍS, 26/07/07):
Un obispo ha denunciado la aceptación de la asignatura Educación para la Ciudadanía como forma de directa colaboración con “el mal”; y sostenido que su establecimiento es más constrictivo de lo que lo fueron las clases de religión del franquismo. Como suena. Además, menudean las incitaciones de esa procedencia a una suerte de “guerra santa” o revuelta incivil contra la implantación de tal materia escolar, lo que permite pensar que el doble exabrupto traduce una posición institucional reflexivamente adoptada.
La primera sensación es de estupor, dada la enormidad de las afirmaciones. Pero si se piensa en la peripecia histórica del vigente status de ciudadanía, la impresión será distinta. Porque éste, en su versión actual, como atributo de hombres libres con derecho a autodeterminarse en lo que atañe a su conciencia, se abrió camino en lucha tenaz con las fuerzas dominantes de la sociedad estamental, incluida la Iglesia.
Es una obviedad de necesario recuerdo que la milenaria institución tiene un nutrido y poco brillante palmarés de oposiciones radicales, con frecuencia cruentas, al reconocimiento de, prácticamente, todos los derechos que forman el actual patrimonio constitucional. Y se sabe bien que el Estado liberal, como incipiente marco del ciudadano y espacio de ciudadanía, se formó trabajosamente ganando parcelas de autonomía frente a diversos tipos de intervenciones invasivas en la esfera del sujeto. Una de ellas, de singular peso, la eclesiástica, regularmente al amparo del “poder temporal”. De ahí que la primera piedra del orden jurídico-político del Estado de derecho fuera la separación de éste de la moral; que no hace falta decir con qué clase de obstáculos tuvo que medirse. En un suma y sigue, al que como es de ver, todavía podrían faltarle muchos renglones…
Así las cosas -aunque no guste a quienes permanecen anclados en una perspectiva político-cultural ancien régime y aspiran a una forma de gobierno confesional de la polis- en sociedades como la nuestra y en contextos como el europeo de hoy, la esfera pública sólo puede ser laica. Lo que significa tanto libertad de religión como inmunidad frente a cualquier imposición que guarde relación con ella. Es decir, derecho humano fundamental a decidir libremente en la materia; y deber del Estado de prestar las bases, la cultural incluida, para la autonomía de esa decisión.
Es el planteamiento que late en las recomendaciones de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, que en nombre de la “tolerancia en una sociedad democrática” aconseja elaborar programas escolares en los que el hecho religioso reciba un tratamiento acorde con la posición del Estado constitucional en la materia: “cursos sobre las religiones y sobre la moral laica con una presentación diferenciada y cuidadosa” de las primeras.
No se descubre nada diciendo que las sociedades democráticas, esencial y afortunadamente plurales, descansan sobre una red de valores básicos compartidos que es lo que permite con-vivir a personas con adscripciones y actitudes diversas, muy especialmente en materia de religión (antigua acreditada fuente de guerras y conflictos). Por otra parte, es asimismo claro que estos marcos de convivencia han debido construirse con alto coste; despejando el terreno de imposiciones despóticas, con la consecuente pérdida de poder para los gestores de tal clase de situaciones opresivas. Cuesta, pero cabría entender que el recuerdo de éstas sea motivo de añoranza para quienes fueron sus beneficiarios. Ahora bien, lo que no puede admitirse es el subrepticio recurso a semejante tipo de oscuros precedentes como fuente de supuestos derechos adquiridos. Algo así es lo que hay tras la estrategia que se comenta, abiertamente dirigida a replantear las relaciones Estado-Iglesia conforme a un retroparadigma que debió quedar enterrado con los inolvidables “cuarenta años” y que no tiene nada que ver con la Constitución.
Vale, por más que preocupe, que alguien tenga dificultades personales para aceptar en conciencia los principios, laicos por definición, que están en la base del “contrato social” en acto. Pero la experiencia histórica y actual demuestra que su vigencia efectiva es la única garantía acreditada de la pacífica convivencia de sujetos diversos y el mejor antídoto contra fundamentalismos. Así las cosas, ¿con qué razón democrática podría cuestionarse la legitimidad del Estado constitucional para velar por el conocimiento y difusión de aquéllos?
La Iglesia puede ver pecado en el divorcio, en la no consideración del feto como persona, en alguna moral sexual, en la investigación con células-madre y en tantas cosas como ella decida. Pero no imponer esa óptica, ni obstaculizar el cumplimiento por el Estado de su deber constitucional de difundir en la ciudadanía la cultura de los valores que permiten vivir en paz con la diferencia. Por otra parte, educar a los escolares en la serena aceptación de esas y otras opciones como legítimas en el plano de la vida civil; sin prejuzgar ni excluir su valoración religiosa, ni poner obstáculos a que ésta se produzca y opere en el terreno que le corresponde ¿no es acaso dotarles del bagaje necesario para mantener una relación respetuosa y enriquecedora consigo mismos y con los demás? ¿No es contribuir a que vivan y dejen vivir con dignidad?
Cuando, como en el caso del obispo aludido, la respuesta a estas preguntas es agresivamente negativa, mal asunto. Porque entonces se impone otra: ¿es la Educación para la Ciudadanía lo intolerable o, más bien, la condición de ciudadano igual con plenitud de derechos, como modelo político-jurídico de subjetividad, lo que no se soporta? Alguien tendría que decirlo de una vez, sin subterfugios.
Un obispo ha denunciado la aceptación de la asignatura Educación para la Ciudadanía como forma de directa colaboración con “el mal”; y sostenido que su establecimiento es más constrictivo de lo que lo fueron las clases de religión del franquismo. Como suena. Además, menudean las incitaciones de esa procedencia a una suerte de “guerra santa” o revuelta incivil contra la implantación de tal materia escolar, lo que permite pensar que el doble exabrupto traduce una posición institucional reflexivamente adoptada.
La primera sensación es de estupor, dada la enormidad de las afirmaciones. Pero si se piensa en la peripecia histórica del vigente status de ciudadanía, la impresión será distinta. Porque éste, en su versión actual, como atributo de hombres libres con derecho a autodeterminarse en lo que atañe a su conciencia, se abrió camino en lucha tenaz con las fuerzas dominantes de la sociedad estamental, incluida la Iglesia.
Es una obviedad de necesario recuerdo que la milenaria institución tiene un nutrido y poco brillante palmarés de oposiciones radicales, con frecuencia cruentas, al reconocimiento de, prácticamente, todos los derechos que forman el actual patrimonio constitucional. Y se sabe bien que el Estado liberal, como incipiente marco del ciudadano y espacio de ciudadanía, se formó trabajosamente ganando parcelas de autonomía frente a diversos tipos de intervenciones invasivas en la esfera del sujeto. Una de ellas, de singular peso, la eclesiástica, regularmente al amparo del “poder temporal”. De ahí que la primera piedra del orden jurídico-político del Estado de derecho fuera la separación de éste de la moral; que no hace falta decir con qué clase de obstáculos tuvo que medirse. En un suma y sigue, al que como es de ver, todavía podrían faltarle muchos renglones…
Así las cosas -aunque no guste a quienes permanecen anclados en una perspectiva político-cultural ancien régime y aspiran a una forma de gobierno confesional de la polis- en sociedades como la nuestra y en contextos como el europeo de hoy, la esfera pública sólo puede ser laica. Lo que significa tanto libertad de religión como inmunidad frente a cualquier imposición que guarde relación con ella. Es decir, derecho humano fundamental a decidir libremente en la materia; y deber del Estado de prestar las bases, la cultural incluida, para la autonomía de esa decisión.
Es el planteamiento que late en las recomendaciones de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, que en nombre de la “tolerancia en una sociedad democrática” aconseja elaborar programas escolares en los que el hecho religioso reciba un tratamiento acorde con la posición del Estado constitucional en la materia: “cursos sobre las religiones y sobre la moral laica con una presentación diferenciada y cuidadosa” de las primeras.
No se descubre nada diciendo que las sociedades democráticas, esencial y afortunadamente plurales, descansan sobre una red de valores básicos compartidos que es lo que permite con-vivir a personas con adscripciones y actitudes diversas, muy especialmente en materia de religión (antigua acreditada fuente de guerras y conflictos). Por otra parte, es asimismo claro que estos marcos de convivencia han debido construirse con alto coste; despejando el terreno de imposiciones despóticas, con la consecuente pérdida de poder para los gestores de tal clase de situaciones opresivas. Cuesta, pero cabría entender que el recuerdo de éstas sea motivo de añoranza para quienes fueron sus beneficiarios. Ahora bien, lo que no puede admitirse es el subrepticio recurso a semejante tipo de oscuros precedentes como fuente de supuestos derechos adquiridos. Algo así es lo que hay tras la estrategia que se comenta, abiertamente dirigida a replantear las relaciones Estado-Iglesia conforme a un retroparadigma que debió quedar enterrado con los inolvidables “cuarenta años” y que no tiene nada que ver con la Constitución.
Vale, por más que preocupe, que alguien tenga dificultades personales para aceptar en conciencia los principios, laicos por definición, que están en la base del “contrato social” en acto. Pero la experiencia histórica y actual demuestra que su vigencia efectiva es la única garantía acreditada de la pacífica convivencia de sujetos diversos y el mejor antídoto contra fundamentalismos. Así las cosas, ¿con qué razón democrática podría cuestionarse la legitimidad del Estado constitucional para velar por el conocimiento y difusión de aquéllos?
La Iglesia puede ver pecado en el divorcio, en la no consideración del feto como persona, en alguna moral sexual, en la investigación con células-madre y en tantas cosas como ella decida. Pero no imponer esa óptica, ni obstaculizar el cumplimiento por el Estado de su deber constitucional de difundir en la ciudadanía la cultura de los valores que permiten vivir en paz con la diferencia. Por otra parte, educar a los escolares en la serena aceptación de esas y otras opciones como legítimas en el plano de la vida civil; sin prejuzgar ni excluir su valoración religiosa, ni poner obstáculos a que ésta se produzca y opere en el terreno que le corresponde ¿no es acaso dotarles del bagaje necesario para mantener una relación respetuosa y enriquecedora consigo mismos y con los demás? ¿No es contribuir a que vivan y dejen vivir con dignidad?
Cuando, como en el caso del obispo aludido, la respuesta a estas preguntas es agresivamente negativa, mal asunto. Porque entonces se impone otra: ¿es la Educación para la Ciudadanía lo intolerable o, más bien, la condición de ciudadano igual con plenitud de derechos, como modelo político-jurídico de subjetividad, lo que no se soporta? Alguien tendría que decirlo de una vez, sin subterfugios.
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