Por Adam Michnik, escritor polaco. Traducción de Jorge Ruiz Lardizabal (EL PAÍS, 29/07/07):
En el verano del año pasado, cuando Polonia estaba azotada por una fuerte sequía, el presidente del Parlamento invitó a los diputados a rezar en la capilla del Legislativo por la lluvia. Igualmente curioso fue que en la Unión Europea el primer ministro polaco afirmara que valía la pena morir por un sistema de votación basado en la raíz cuadrada. Muchos europeos se preguntaron qué pasaba con Polonia.
Ahora son los polacos los que tienen que hacerse esa pregunta, porque desde las últimas elecciones presidenciales y parlamentarias de 2005 Polonia ya no es el país que era, una república democrática en la que todos los ciudadanos tenían los mismos derechos, un país con tribunales independientes, donde el monopolio comunista fue reemplazado por el pluralismo político e informativo y el poder centralizado por la autogestión de los municipios, distritos y provincias. En aquella Polonia imperaba la presunción de la inocencia de los acusados y se respetaban los derechos humanos. En ella el compromiso y la tolerancia eran virtudes, mientras que el fanatismo y el espíritu de venganza estaban en desgracia. Un país en el que el ingreso en la Unión Europea, ratificado en un referéndum, se celebró como una fiesta nacional. Eso era la Polonia de ayer, porque en la de hoy todas esas conquistas, todos esos valores, están siendo arrinconados, rechazados y condenados.
Polonia se ha convertido en un país que se desliza hacia un régimen autoritario en el que las instituciones democráticas serán una pura decoración sin contenido, sin sustancia. Y con eso no quiero decir que el primer ministro Jaroslaw Kaczynski, el hombre fuerte de Polonia, sea un fascista o un comunista. Eso tampoco significa que en Polonia no exista la prensa libre, se hayan prohibido las elecciones o se encarcele a los políticos de la oposición. Tampoco quiero decir que Kaczynski tenga la intención de sacar mañana a Polonia de la UE.
Kaczynski lo que busca es implantar un régimen de gobierno muy personal y en ese esfuerzo ya ha conseguido un éxito asombroso, porque ningún jefe de gobierno en la Polonia democrática tuvo tanto poder como él. Utiliza su enorme poder para transformar el régimen de Polonia y cambiar la política exterior del país. Y realiza su plan de manera sumamente eficaz disponiendo invariablemente del respaldo de una tercera parte de los electores. Hay que señalar que su actuación constituye un enorme éxito personal y al mismo tiempo una gran catástrofe para la democracia polaca. Son muchos los síntomas que indican que J. Kaczynski podrá seguir gobernando seis años más. Si eso sucede, la democracia polaca habrá sufrido una terrible derrota ante el populismo.
El populismo polaco tiene varios rostros. Existe desde hace muchos años, pero por primera vez se ha concentrado en torno al poder. J. Kaczynski construyó su Gobierno con el apoyo de dos partidos que antes eran considerados como enemigos del orden democrático. La Liga de las Familias Polacas (LPR) es la continuadora de la corriente fascista en la Polonia de antes de la II Guerra Mundial, mientras que Autodefensa es la versión criminal, aventurera y populista del poscomunismo. Son dos partidos, por definición, hostiles a la Unión Europea y a los valores que representa. Sus representantes elogian las dictaduras del general Franco y de Salazar, luchan contra la teoría de la evolución de las especies de Darwin, exigen la exclusión de las obras de Goethe, Conrad y Dostoievski del programa escolar, falsifican de manera inimaginable la historia más moderna y cometen auténticas fechorías.
J. Kaczynski, LPR y Autodefensa se han apropiado del Estado. Se han adueñado de instituciones públicas como el Consejo de la Radio y la Televisión, el Banco Nacional, el Tribunal de Cuentas y la inmensa mayoría de las empresas públicas y sociedades del Tesoro. El aparato de Justicia, los servicios secretos y la fiscalía son un feudo exclusivo de J. Kaczynski y hoy sirven al plan de construir un Estado en el que imperan las sospechas y el miedo. Actualmente, cuando alguien oye el timbre de la puerta de su casa a las 6.00 de la mañana, sabe perfectamente que no es el lechero. Y todos esos pasos van acompañados con un lenguaje lleno de alusiones a la conspiración hostil de un enemigo indefinido. Dicen los actuales gobernantes que, tras la caída del comunismo, Polonia estuvo gobernada por una trama que saqueaba las riquezas del país y en política exterior enarbolaba la bandera blanca de la rendición. Así justifican las purgas que han llevado a cabo en la diplomacia polaca.
No estoy esbozando una caricatura, sino una imagen verdadera de la realidad. J. Kaczynski ve en la Unión Europea un peligro, una amenaza, un instrumento de Alemania para convertirse en dictador del continente y conseguir la dominación de Polonia por la vía pacífica. Todo aquel que tiene otra opinión es un traidor, porque para J. Kaczynski Polonia es él, su hermano, el presidente, y sus compañeros más cercanos. Por eso la Unión Europea es buena solamente cuando da dinero o cuando sirve para oponerse a la política energética de Moscú, pero es mala cuando critica al Gobierno polaco. En esos casos, Angela Merkel es percibida como una descendiente directa de Hitler a la que cabe exigir que indemnice a los polacos por los crímenes del nazismo. Pero, ¿es acaso extraña esa concepción de J. Kaczynski si ataca de manera igualmente canallesca a Bronislaw Geremek, uno de los políticos polacos más respetados en el mundo, y confunde a la dirección de mi diario, Gazeta Wyborcza, con los ideólogos del Partido Comunista de Polonia?
Para gobernar como lo desea J. Kaczynski tiene que falsificar totalmente la historia y reamueblar la conciencia de los polacos. Hay que convencer a todos que los héroes de las transformaciones -Walesa, Geremek o Mazowiecki- fueron traidores o cómplices de los traidores. Hay que definir la transición pacífica, el mayor éxito de Polonia en el siglo XX, como “una gran traición”. Hay que enseñarles nuevamente a los polacos a tener miedo y a odiar a sus vecinos. Y, por último, hay que enseñarles a tener fe ciega en la infalibilidad del nuevo caudillo, Jaroslaw Kaczynski. Conozco a los polacos y sé que todo eso será muy difícil.
J. Kaczynski es la herencia más triste dejada a Polonia por los comunistas. Sus defectos los tienen también muchos políticos de otros países ex comunistas. Un ejemplo es Rusia. Putin no es como Stalin ni como Brezhnev, pero todos tememos que pueda convertirse en el soporte de un nuevo autoritarismo ruso. J. Kaczynski, aunque utiliza un lenguaje conservador, es un simple imitador de Putin.
En los últimos cincuenta años Polonia dio al mundo lo mejor que tenía: Juan Pablo II, Lech Walesa y Solidaridad, Czeslaw Milosz y Witold Gombrowicz, Leszek Kolakowski, Andrzej Wajda, Witold Lutoslawski, Leszek Balcerowicz, Wislawa Szymborska, Jacek Kuron, Tadeusz Mazowiecki y Bronislaw Geremek. No me gustaría que ahora empezase a dar al mundo lo peor que posee. ¿Nos queda solamente rezar para que llegue la lluvia del sentido común?
En el verano del año pasado, cuando Polonia estaba azotada por una fuerte sequía, el presidente del Parlamento invitó a los diputados a rezar en la capilla del Legislativo por la lluvia. Igualmente curioso fue que en la Unión Europea el primer ministro polaco afirmara que valía la pena morir por un sistema de votación basado en la raíz cuadrada. Muchos europeos se preguntaron qué pasaba con Polonia.
Ahora son los polacos los que tienen que hacerse esa pregunta, porque desde las últimas elecciones presidenciales y parlamentarias de 2005 Polonia ya no es el país que era, una república democrática en la que todos los ciudadanos tenían los mismos derechos, un país con tribunales independientes, donde el monopolio comunista fue reemplazado por el pluralismo político e informativo y el poder centralizado por la autogestión de los municipios, distritos y provincias. En aquella Polonia imperaba la presunción de la inocencia de los acusados y se respetaban los derechos humanos. En ella el compromiso y la tolerancia eran virtudes, mientras que el fanatismo y el espíritu de venganza estaban en desgracia. Un país en el que el ingreso en la Unión Europea, ratificado en un referéndum, se celebró como una fiesta nacional. Eso era la Polonia de ayer, porque en la de hoy todas esas conquistas, todos esos valores, están siendo arrinconados, rechazados y condenados.
Polonia se ha convertido en un país que se desliza hacia un régimen autoritario en el que las instituciones democráticas serán una pura decoración sin contenido, sin sustancia. Y con eso no quiero decir que el primer ministro Jaroslaw Kaczynski, el hombre fuerte de Polonia, sea un fascista o un comunista. Eso tampoco significa que en Polonia no exista la prensa libre, se hayan prohibido las elecciones o se encarcele a los políticos de la oposición. Tampoco quiero decir que Kaczynski tenga la intención de sacar mañana a Polonia de la UE.
Kaczynski lo que busca es implantar un régimen de gobierno muy personal y en ese esfuerzo ya ha conseguido un éxito asombroso, porque ningún jefe de gobierno en la Polonia democrática tuvo tanto poder como él. Utiliza su enorme poder para transformar el régimen de Polonia y cambiar la política exterior del país. Y realiza su plan de manera sumamente eficaz disponiendo invariablemente del respaldo de una tercera parte de los electores. Hay que señalar que su actuación constituye un enorme éxito personal y al mismo tiempo una gran catástrofe para la democracia polaca. Son muchos los síntomas que indican que J. Kaczynski podrá seguir gobernando seis años más. Si eso sucede, la democracia polaca habrá sufrido una terrible derrota ante el populismo.
El populismo polaco tiene varios rostros. Existe desde hace muchos años, pero por primera vez se ha concentrado en torno al poder. J. Kaczynski construyó su Gobierno con el apoyo de dos partidos que antes eran considerados como enemigos del orden democrático. La Liga de las Familias Polacas (LPR) es la continuadora de la corriente fascista en la Polonia de antes de la II Guerra Mundial, mientras que Autodefensa es la versión criminal, aventurera y populista del poscomunismo. Son dos partidos, por definición, hostiles a la Unión Europea y a los valores que representa. Sus representantes elogian las dictaduras del general Franco y de Salazar, luchan contra la teoría de la evolución de las especies de Darwin, exigen la exclusión de las obras de Goethe, Conrad y Dostoievski del programa escolar, falsifican de manera inimaginable la historia más moderna y cometen auténticas fechorías.
J. Kaczynski, LPR y Autodefensa se han apropiado del Estado. Se han adueñado de instituciones públicas como el Consejo de la Radio y la Televisión, el Banco Nacional, el Tribunal de Cuentas y la inmensa mayoría de las empresas públicas y sociedades del Tesoro. El aparato de Justicia, los servicios secretos y la fiscalía son un feudo exclusivo de J. Kaczynski y hoy sirven al plan de construir un Estado en el que imperan las sospechas y el miedo. Actualmente, cuando alguien oye el timbre de la puerta de su casa a las 6.00 de la mañana, sabe perfectamente que no es el lechero. Y todos esos pasos van acompañados con un lenguaje lleno de alusiones a la conspiración hostil de un enemigo indefinido. Dicen los actuales gobernantes que, tras la caída del comunismo, Polonia estuvo gobernada por una trama que saqueaba las riquezas del país y en política exterior enarbolaba la bandera blanca de la rendición. Así justifican las purgas que han llevado a cabo en la diplomacia polaca.
No estoy esbozando una caricatura, sino una imagen verdadera de la realidad. J. Kaczynski ve en la Unión Europea un peligro, una amenaza, un instrumento de Alemania para convertirse en dictador del continente y conseguir la dominación de Polonia por la vía pacífica. Todo aquel que tiene otra opinión es un traidor, porque para J. Kaczynski Polonia es él, su hermano, el presidente, y sus compañeros más cercanos. Por eso la Unión Europea es buena solamente cuando da dinero o cuando sirve para oponerse a la política energética de Moscú, pero es mala cuando critica al Gobierno polaco. En esos casos, Angela Merkel es percibida como una descendiente directa de Hitler a la que cabe exigir que indemnice a los polacos por los crímenes del nazismo. Pero, ¿es acaso extraña esa concepción de J. Kaczynski si ataca de manera igualmente canallesca a Bronislaw Geremek, uno de los políticos polacos más respetados en el mundo, y confunde a la dirección de mi diario, Gazeta Wyborcza, con los ideólogos del Partido Comunista de Polonia?
Para gobernar como lo desea J. Kaczynski tiene que falsificar totalmente la historia y reamueblar la conciencia de los polacos. Hay que convencer a todos que los héroes de las transformaciones -Walesa, Geremek o Mazowiecki- fueron traidores o cómplices de los traidores. Hay que definir la transición pacífica, el mayor éxito de Polonia en el siglo XX, como “una gran traición”. Hay que enseñarles nuevamente a los polacos a tener miedo y a odiar a sus vecinos. Y, por último, hay que enseñarles a tener fe ciega en la infalibilidad del nuevo caudillo, Jaroslaw Kaczynski. Conozco a los polacos y sé que todo eso será muy difícil.
J. Kaczynski es la herencia más triste dejada a Polonia por los comunistas. Sus defectos los tienen también muchos políticos de otros países ex comunistas. Un ejemplo es Rusia. Putin no es como Stalin ni como Brezhnev, pero todos tememos que pueda convertirse en el soporte de un nuevo autoritarismo ruso. J. Kaczynski, aunque utiliza un lenguaje conservador, es un simple imitador de Putin.
En los últimos cincuenta años Polonia dio al mundo lo mejor que tenía: Juan Pablo II, Lech Walesa y Solidaridad, Czeslaw Milosz y Witold Gombrowicz, Leszek Kolakowski, Andrzej Wajda, Witold Lutoslawski, Leszek Balcerowicz, Wislawa Szymborska, Jacek Kuron, Tadeusz Mazowiecki y Bronislaw Geremek. No me gustaría que ahora empezase a dar al mundo lo peor que posee. ¿Nos queda solamente rezar para que llegue la lluvia del sentido común?
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