Por José Ignacio Wert, sociólogo y presidente de Inspire Consultores (ABC, 21/07/07):
La gente vota y los partidos pactan. A veces, cunde la impresión de que esos pactos traicionan la voluntad que expresan los votos. De ahí suele surgir la reclamación de cambios en la Ley Electoral para impedir que se repitan las supuestas traiciones.
En esas estamos. La «reformitis» electoral es un prurito de aparición recurrente, sobre todo cuando, tras un proceso electoral, el partido que ha obtenido más votos se ve excluido del gobierno, algo que, como ahora veremos, sucede con una cierta frecuencia.
Si contemplamos el panorama global de reparto de poder municipal, observamos que domina abrumadoramente la relación directa entre el voto y el poder, ya que en 6.512 de los 8.078 municipios (el 81 por ciento) ha habido mayoría absoluta de alguna candidatura.
Sin embargo, sucede que cuando reparamos en aquellos ámbitos más «vistosos» políticamente (Comunidades Autónomas y capitales de provincia) la situación es sustancialmente distinta. Así, de las diecisiete Comunidades (sin contar con las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla), en menos de la mitad (ocho) hay alguna mayoría absoluta. Y otro tanto sucede en las capitales: sólo en veintitrés de las cincuenta hay mayoría absoluta. En ámbitos más amplios y más complejos, con mayor pluralismo de oferta, es más difícil que se produzcan mayorías absolutas que en los municipios pequeños, donde la oferta es más limitada y no es infrecuente que se reduzca a los dos principales partidos o incluso se limite a una única lista.
Cuando no hay mayoría, cabe, a su vez, que la lista más votada gobierne en minoría (lo que sólo sucede en Pamplona y podría suceder en el Gobierno Foral de Navarra), y, lo que con frecuencia mucho mayor ocurre, que existan mayorías post-electorales sobre la base de coaliciones. Estas coaliciones pueden estar organizadas (y, normalmente, hegemonizadas) por la fuerza más votada o pueden ser, en cambio, de las llamadas (con ánimo descalificador) «coaliciones de perdedores» que se forman contra el partido más votado. Son estas últimas coaliciones las que plantean los problemas a los que me refería más arriba.
En el conjunto de las Autonomías, esta situación en la que no gobierna ni participa en el Gobierno la fuerza más votada se da en seis casos (a reserva de lo que pase en Navarra). En cuatro de ellos (Asturias, Baleares, Cantabria y Galicia) el pagano es el PP; en uno (Canarias) lo es el PSOE y, por último, en Cataluña es CiU el ganador descabalgado. Se entiende así por qué la situación es tan llamativa: si se excluye el caso navarro, aun en discusión, resulta que en el 75 por ciento de los supuestos en que no hay mayoría absoluta, la fuerza que ha obtenido más votos ha sido excluida del gobierno regional.
En cambio, en las capitales el panorama es a la vez más limitado proporcionalmente y más lineal políticamente: de las veintisiete ciudades en que no hay mayoría, en diez de ellas (algo menos del 40 por ciento) se ha excluido del gobierno municipal al partido más votado. En todos los casos, ese partido es el PP. A su vez, en todos estos casos, el artífice de la coalición negativa es el PSOE, en provecho propio en siete de las diez ocasiones o en el de sus aliados (IU, BNG y PAR) en las tres restantes. El caso del PAR, que se refiere a la Alcaldía de Teruel, es particularmente llamativo: el PSOE «cede» la Alcaldía al PAR (que ha sacado la mitad de votos que el PSOE y menos de la mitad que el PP) a cambio de que los regionalistas renuncien a una Consejería en el Gobierno de Aragón, algo, como se ve, muy relevante para determinar qué alcalde deben tener los turolenses.
Hasta aquí los datos. Los mismos nos permiten entender que la cuestión tiene profundidad e importancia política. Otra cosa es que tenga fácil arreglo o que incluso sea posible ponerse de acuerdo sobre si hay que arreglarla.
Tenemos un sistema electoral basado en el principio de proporcionalidad con algunos correctivos. En el plano nacional hay que decir que ha cumplido con las funciones políticas básicas que debe cumplir un sistema electoral: permite la alternancia, no es excluyente, no favorece indebidamente a un actor o tipo de actor, ni siquiera a los nacionalistas, en contra de lo que muchos creen, y reparte los escaños con razonable proximidad a los votos obtenidos. Como todos los sistemas proporcionales, a cambio de esas virtudes, presenta una desventaja relativa: es menos eficiente en proveer soluciones de gobierno que los sistemas mayoritarios simples (del tipo llamado first pass the post, en el que el partido con más votos consigue el puesto, aunque no alcance la mitad de los votos) o los mayoritarios a dos vueltas (en los que mediante la segunda vuelta a la que sólo pueden concurrir los dos primeros clasificados o quienes hayan superado un cierto porcentaje, se garantiza un apoyo más sólido del ganador).
Los sistemas electorales requieren de una coherencia básica y de una aceptación de los contendientes que no esté condicionada a coyunturas más o menos favorables. La cuestión que se plantea es si cabe algún injerto del principio mayoritario en el sistema proporcional y qué alcance debería tener. Como en todo proceso de experimentación genética, habría que andar con mucho cuidado, no fuera que la modificación genética alumbrara un monstruo. Y, desde luego, la introducción del principio mayoritario en la lógica del de proporcionalidad no es fácil.
La pregunta que surge es cuál es el valor político a preservar o a restaurar mediante la reforma. En principio, se trataría de que las cúpulas de los partidos tuvieran menos libertad para comerciar con los votos, dificultándoles transacciones para las que el voto no les hubiera apoderado. Esto es más fácil de enunciar que de aplicar: hasta dónde, cómo y con qué consecuencias los votantes apoderan a los partidos es una cuestión harto subjetiva. Lo mismo sucede con la «naturalidad» o «artificialidad» de los acuerdos, y su condición legítima o non sancta.
A lo más que, entiendo, cabría aspirar en una reforma minimalista es a articular un sistema excepcional de segunda vuelta si un partido que ha ganado las elecciones superando un elevado umbral de voto popular (pongamos un 40 por ciento) y a una distancia clara del segundo (pongamos, más de 10 puntos porcentuales) se puede ver fuera del Gobierno por un acuerdo entre sus heterogéneos contendientes. Quedaría a la decisión de ese partido ganador el pedir o no el ballottage para verificar la hipótesis implícita de si la exclusión del ganador falsea o no la voluntad mayoritaria, pidiendo a los votantes su opinión «definitiva». Pero, dada la condición proporcional del sistema, no sería lógico excluir de esta segunda vuelta a ningún contendiente que hubiera obtenido representación. Si en esa segunda vuelta el ganador alcanzara la mayoría, formaría gobierno. En caso contrario, se entendería legitimada la coalición alternativa.
Otras soluciones de mínimos serían peores. Dada la naturaleza parlamentaria del sistema, garantizar ex opere operato el gobierno del ganador, abriría la puerta a situaciones de ingobernabilidad en las que el gobierno municipal o regional perdería una tras otra las votaciones y no podría llevar a cabo su programa, con lo que un aspecto básico de la democracia, la rendición de cuentas (accountability), sería imposible.
Por supuesto, caben reformas más radicales. Se puede caminar hacia un sistema mayoritario. Pero ese es un cambio mayúsculo del sistema político que no puede abordarse sin un estudio muy profundo de sus pros y sus contras. Y pasa que los sistemas electorales tienden a arraigarse con el sistema político, creando una inercia frente al cambio difícil de remover sin un coste mayor que el beneficio que supuestamente aparejan. Cabe siempre el riesgo de que, con el agua sucia, se fuera el niño por el desagüe.
La gente vota y los partidos pactan. A veces, cunde la impresión de que esos pactos traicionan la voluntad que expresan los votos. De ahí suele surgir la reclamación de cambios en la Ley Electoral para impedir que se repitan las supuestas traiciones.
En esas estamos. La «reformitis» electoral es un prurito de aparición recurrente, sobre todo cuando, tras un proceso electoral, el partido que ha obtenido más votos se ve excluido del gobierno, algo que, como ahora veremos, sucede con una cierta frecuencia.
Si contemplamos el panorama global de reparto de poder municipal, observamos que domina abrumadoramente la relación directa entre el voto y el poder, ya que en 6.512 de los 8.078 municipios (el 81 por ciento) ha habido mayoría absoluta de alguna candidatura.
Sin embargo, sucede que cuando reparamos en aquellos ámbitos más «vistosos» políticamente (Comunidades Autónomas y capitales de provincia) la situación es sustancialmente distinta. Así, de las diecisiete Comunidades (sin contar con las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla), en menos de la mitad (ocho) hay alguna mayoría absoluta. Y otro tanto sucede en las capitales: sólo en veintitrés de las cincuenta hay mayoría absoluta. En ámbitos más amplios y más complejos, con mayor pluralismo de oferta, es más difícil que se produzcan mayorías absolutas que en los municipios pequeños, donde la oferta es más limitada y no es infrecuente que se reduzca a los dos principales partidos o incluso se limite a una única lista.
Cuando no hay mayoría, cabe, a su vez, que la lista más votada gobierne en minoría (lo que sólo sucede en Pamplona y podría suceder en el Gobierno Foral de Navarra), y, lo que con frecuencia mucho mayor ocurre, que existan mayorías post-electorales sobre la base de coaliciones. Estas coaliciones pueden estar organizadas (y, normalmente, hegemonizadas) por la fuerza más votada o pueden ser, en cambio, de las llamadas (con ánimo descalificador) «coaliciones de perdedores» que se forman contra el partido más votado. Son estas últimas coaliciones las que plantean los problemas a los que me refería más arriba.
En el conjunto de las Autonomías, esta situación en la que no gobierna ni participa en el Gobierno la fuerza más votada se da en seis casos (a reserva de lo que pase en Navarra). En cuatro de ellos (Asturias, Baleares, Cantabria y Galicia) el pagano es el PP; en uno (Canarias) lo es el PSOE y, por último, en Cataluña es CiU el ganador descabalgado. Se entiende así por qué la situación es tan llamativa: si se excluye el caso navarro, aun en discusión, resulta que en el 75 por ciento de los supuestos en que no hay mayoría absoluta, la fuerza que ha obtenido más votos ha sido excluida del gobierno regional.
En cambio, en las capitales el panorama es a la vez más limitado proporcionalmente y más lineal políticamente: de las veintisiete ciudades en que no hay mayoría, en diez de ellas (algo menos del 40 por ciento) se ha excluido del gobierno municipal al partido más votado. En todos los casos, ese partido es el PP. A su vez, en todos estos casos, el artífice de la coalición negativa es el PSOE, en provecho propio en siete de las diez ocasiones o en el de sus aliados (IU, BNG y PAR) en las tres restantes. El caso del PAR, que se refiere a la Alcaldía de Teruel, es particularmente llamativo: el PSOE «cede» la Alcaldía al PAR (que ha sacado la mitad de votos que el PSOE y menos de la mitad que el PP) a cambio de que los regionalistas renuncien a una Consejería en el Gobierno de Aragón, algo, como se ve, muy relevante para determinar qué alcalde deben tener los turolenses.
Hasta aquí los datos. Los mismos nos permiten entender que la cuestión tiene profundidad e importancia política. Otra cosa es que tenga fácil arreglo o que incluso sea posible ponerse de acuerdo sobre si hay que arreglarla.
Tenemos un sistema electoral basado en el principio de proporcionalidad con algunos correctivos. En el plano nacional hay que decir que ha cumplido con las funciones políticas básicas que debe cumplir un sistema electoral: permite la alternancia, no es excluyente, no favorece indebidamente a un actor o tipo de actor, ni siquiera a los nacionalistas, en contra de lo que muchos creen, y reparte los escaños con razonable proximidad a los votos obtenidos. Como todos los sistemas proporcionales, a cambio de esas virtudes, presenta una desventaja relativa: es menos eficiente en proveer soluciones de gobierno que los sistemas mayoritarios simples (del tipo llamado first pass the post, en el que el partido con más votos consigue el puesto, aunque no alcance la mitad de los votos) o los mayoritarios a dos vueltas (en los que mediante la segunda vuelta a la que sólo pueden concurrir los dos primeros clasificados o quienes hayan superado un cierto porcentaje, se garantiza un apoyo más sólido del ganador).
Los sistemas electorales requieren de una coherencia básica y de una aceptación de los contendientes que no esté condicionada a coyunturas más o menos favorables. La cuestión que se plantea es si cabe algún injerto del principio mayoritario en el sistema proporcional y qué alcance debería tener. Como en todo proceso de experimentación genética, habría que andar con mucho cuidado, no fuera que la modificación genética alumbrara un monstruo. Y, desde luego, la introducción del principio mayoritario en la lógica del de proporcionalidad no es fácil.
La pregunta que surge es cuál es el valor político a preservar o a restaurar mediante la reforma. En principio, se trataría de que las cúpulas de los partidos tuvieran menos libertad para comerciar con los votos, dificultándoles transacciones para las que el voto no les hubiera apoderado. Esto es más fácil de enunciar que de aplicar: hasta dónde, cómo y con qué consecuencias los votantes apoderan a los partidos es una cuestión harto subjetiva. Lo mismo sucede con la «naturalidad» o «artificialidad» de los acuerdos, y su condición legítima o non sancta.
A lo más que, entiendo, cabría aspirar en una reforma minimalista es a articular un sistema excepcional de segunda vuelta si un partido que ha ganado las elecciones superando un elevado umbral de voto popular (pongamos un 40 por ciento) y a una distancia clara del segundo (pongamos, más de 10 puntos porcentuales) se puede ver fuera del Gobierno por un acuerdo entre sus heterogéneos contendientes. Quedaría a la decisión de ese partido ganador el pedir o no el ballottage para verificar la hipótesis implícita de si la exclusión del ganador falsea o no la voluntad mayoritaria, pidiendo a los votantes su opinión «definitiva». Pero, dada la condición proporcional del sistema, no sería lógico excluir de esta segunda vuelta a ningún contendiente que hubiera obtenido representación. Si en esa segunda vuelta el ganador alcanzara la mayoría, formaría gobierno. En caso contrario, se entendería legitimada la coalición alternativa.
Otras soluciones de mínimos serían peores. Dada la naturaleza parlamentaria del sistema, garantizar ex opere operato el gobierno del ganador, abriría la puerta a situaciones de ingobernabilidad en las que el gobierno municipal o regional perdería una tras otra las votaciones y no podría llevar a cabo su programa, con lo que un aspecto básico de la democracia, la rendición de cuentas (accountability), sería imposible.
Por supuesto, caben reformas más radicales. Se puede caminar hacia un sistema mayoritario. Pero ese es un cambio mayúsculo del sistema político que no puede abordarse sin un estudio muy profundo de sus pros y sus contras. Y pasa que los sistemas electorales tienden a arraigarse con el sistema político, creando una inercia frente al cambio difícil de remover sin un coste mayor que el beneficio que supuestamente aparejan. Cabe siempre el riesgo de que, con el agua sucia, se fuera el niño por el desagüe.
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