Por Pedro Larrea (EL CORREO DIGITAL, 23/07/07):
Un día el hombre blanco se adentró en el continente africano. Con la Biblia en la mano, llegó hasta la tierra que ocupaba el hombre negro. El hombre blanco dijo: ‘Oremos, hermano’. Juntos recogieron la mirada y rezaron piadosamente. Concluida la oración, el hombre negro abrió los ojos y cuál fue su sorpresa: la Biblia estaba ahora en sus manos y la tierra en las del hombre blanco». Este relato tantas veces contado no pertenece al género surrealista; más bien, es una parodia amable de lo que fue la cruel ocupación de la tierra africana, hecha a golpe de espada, aunque con las debidas bendiciones celestiales. Los bóers, por ejemplo, fieles de la iglesia reformada holandesa y devotos puritanos lectores del Antiguo Testamento, se consideraban un ‘pueblo elegido’, al que Dios confería un derecho sagrado sobre la tierra y sobre los negros que debían trabajarla como esclavos.
La historia continuó. Pasado un tiempo, el hombre africano dejó de ser un pagano y el hombre blanco prescindió del misionero. Sustituyó el libro sagrado por otro que prometía paraísos terrenales: la libertad, el individuo y sus derechos, la democracia, la ciencia, la cultura. A la evangelización siguió la civilización y el nuevo oficiante fue el político, asistido por educadores, exploradores, antropólogos, ingenieros y negociantes, siempre bajo la mirada atenta de los fusiles. Y puesto que el negro era todavía un ser primitivo, la tierra seguía en manos del hombre blanco.
Tras la descolonización llegó una nueva era, la era actual del economista, que ha venido a suceder al misionero y al político. Este tecnócrata enviado por el FMI o por el Banco Mundial trae también un libro en sus manos. Sus páginas hablan de mercado, globalización, liberalización, privatización, desarrollo económico, equilibrio financiero. Por fin -dice el libro-, la tierra está liberalizada en el mercado global, al alcance de cualquiera que esté dispuesto a comprarla. Sin embargo, y ahora con más legalidad que nunca, la tierra continúa siendo propiedad del hombre blanco. El hombre negro ya no es pagano ni primitivo; es sencillamente pobre. Que no desespere -le dice persuasivamente el tecnócrata-; si obedece al hombre blanco, acabará saliendo de la pobreza.
El europeo, ese antiguo negro que fue perdiendo la pigmentación a medida que se instalaba alejado de los rayos solares, no termina de tomar conciencia de la gravedad de lo que ocurre en África ni de su responsabilidad histórica. Pocos conocen que, de acuerdo con las estimaciones del FMI para el presente año de 2007, catorce países africanos habrán generado un PIB nominal per cápita inferior a un dólar-día; que el poder adquisitivo de un ciudadano de Burundi es 40 veces inferior al de un español; que la esperanza de vida en el África subsahariana sigue decreciendo y es ya 30 años inferior a la de los países desarrollados; que su tasa de mortalidad infantil es aún de un cien por mil y que el analfabetismo adulto supera el 30%; o que de una población mundial infectada por el sida de 40 millones, el 70% son africanos.
Y todo ello no ha sido fruto de la fatalidad o del azar. ‘África, pecado de Europa’ es el título preciso del libro de Luis de Sebastián. O como decía llana y laicamente aquel inmigrante: «Nosotros venimos acá porque ustedes estuvieron allá». El expolio de la riqueza, las economías dependientes, la esclavitud, el militarismo, la desestabilización política sistemática, los enfrentamientos étnicos y la destrucción de las culturas autóctonas forman parte sustancial del legado colonial. Sin embargo, ni las iglesias han hecho confesión de sus pecados ni los países que se reclaman herederos de la modernidad ilustrada han realizado la autocrítica que su obra ‘civilizadora’ merecía. Esta incómoda revisión de nuestro pasado intenta ser suplantada por una fofa credulidad en el recetario neoliberal y por las promesas de ayuda solemnemente escenificadas en los foros del G-8 y habitualmente incumplidas.
África tiene razones para no esperar nada -al menos nada bueno- de esa mala conciencia del europeo que acompaña a su genuina repugnancia por los pobres. Escribió Bertolt Brecht que nada tiene peor reputación que la pobreza; le faltó añadir, especialmente cuando el pobre es de color. No les vamos a devolver nada de lo robado; les impondremos recetas que nosotros no cumplimos (con la agricultura, por ejemplo); la política de mercado abierto nos dará acceso al control de sus recursos; su economía dependerá de nuestros mercados y nuestros precios; les suministraremos armas para que se maten pero impediremos que ningún país del continente se convierta en una potencia militar; les ignoraremos e ignoraremos su miserable condición; e impediremos por todos los medios la migración de su miseria.
Y hay un argumento definitivo: la economía africana no es una variable que pueda crecer aislada del conjunto de la economía mundial; por tanto, se halla sometida a las mismas restricciones que pesan sobre el sistema económico global, entre las que deben destacarse tres: las materias primas, la energía y las emisiones de CO2. En Occidente lo sabemos bien: No hay recursos suficientes para que los 6.500 millones de habitantes del planeta vivan al nivel de un país medio del primer mundo. Ni siquiera es posible que los países africanos alcancen un mínimo nivel de vida digno, si no es a costa de que las sociedades desarrolladas reduzcamos significativamente nuestros niveles de consumo. Cosa que no haremos.
¿Cómo no ser pesimistas y esperar «el día que nunca llegará», como diría Brecht? ¿O cómo no ser cínicos y recitar la frase que empieza a ser tópica: ‘Si África desapareciera, no nos enteraríamos’? Pero la desolación es un lujo que los africanos no se pueden permitir. Sus elites más lúcidas (como el profesor Kabunda, que acaba de estar entre nosotros), a la pregunta ¿qué esperáis de Europa? contestan: «Que nos dejen en paz». De este modo, piensan que una África liberada de las ataduras políticas y financieras del pasado podrá crear una economía autónoma y no dependiente, enfocada a satisfacer las necesidades reales y no a engordar el consumo de la gran máquina del capital; que, protegiendo sus recursos naturales y recuperando los cerebros exiliados al primer mundo, pueden avanzar en una vía de desarrollo humano; que el recetario neoliberal debe ser superado mediante regímenes de economía mixta y la cooperación entre países débiles (todos sureños) al margen de esquemas de globalización. Y, desde luego, se necesita ayuda, la de perfil humanitario que prestan las numerosas ONG europeas (entre las que predominan las de carácter religioso) y un apoyo financiero internacional, más generoso y mejor diseñado que el actual.
¿Una ingenuidad? En la página final de ‘El principito’, dos líneas y una estrella trazan la imagen del desierto del Sáhara, el paisaje más triste pero más bello del mundo, que los jóvenes del Sur se arriesgan a traspasar víctimas de una enfermedad contagiada por el hombre blanco, la miseria. Aquí llegó el principito y fue dichoso contemplando las estrellas. Luego se fue a su planeta, pero tal vez retorne. Y si un día se acerca un niño entre sonrisas, es él, advierte Saint-Exupéry. Dirá a esos jóvenes que no abandonen su tierra y que busquen en ella no con los ojos, que son ciegos, sino con el corazón.
Un día el hombre blanco se adentró en el continente africano. Con la Biblia en la mano, llegó hasta la tierra que ocupaba el hombre negro. El hombre blanco dijo: ‘Oremos, hermano’. Juntos recogieron la mirada y rezaron piadosamente. Concluida la oración, el hombre negro abrió los ojos y cuál fue su sorpresa: la Biblia estaba ahora en sus manos y la tierra en las del hombre blanco». Este relato tantas veces contado no pertenece al género surrealista; más bien, es una parodia amable de lo que fue la cruel ocupación de la tierra africana, hecha a golpe de espada, aunque con las debidas bendiciones celestiales. Los bóers, por ejemplo, fieles de la iglesia reformada holandesa y devotos puritanos lectores del Antiguo Testamento, se consideraban un ‘pueblo elegido’, al que Dios confería un derecho sagrado sobre la tierra y sobre los negros que debían trabajarla como esclavos.
La historia continuó. Pasado un tiempo, el hombre africano dejó de ser un pagano y el hombre blanco prescindió del misionero. Sustituyó el libro sagrado por otro que prometía paraísos terrenales: la libertad, el individuo y sus derechos, la democracia, la ciencia, la cultura. A la evangelización siguió la civilización y el nuevo oficiante fue el político, asistido por educadores, exploradores, antropólogos, ingenieros y negociantes, siempre bajo la mirada atenta de los fusiles. Y puesto que el negro era todavía un ser primitivo, la tierra seguía en manos del hombre blanco.
Tras la descolonización llegó una nueva era, la era actual del economista, que ha venido a suceder al misionero y al político. Este tecnócrata enviado por el FMI o por el Banco Mundial trae también un libro en sus manos. Sus páginas hablan de mercado, globalización, liberalización, privatización, desarrollo económico, equilibrio financiero. Por fin -dice el libro-, la tierra está liberalizada en el mercado global, al alcance de cualquiera que esté dispuesto a comprarla. Sin embargo, y ahora con más legalidad que nunca, la tierra continúa siendo propiedad del hombre blanco. El hombre negro ya no es pagano ni primitivo; es sencillamente pobre. Que no desespere -le dice persuasivamente el tecnócrata-; si obedece al hombre blanco, acabará saliendo de la pobreza.
El europeo, ese antiguo negro que fue perdiendo la pigmentación a medida que se instalaba alejado de los rayos solares, no termina de tomar conciencia de la gravedad de lo que ocurre en África ni de su responsabilidad histórica. Pocos conocen que, de acuerdo con las estimaciones del FMI para el presente año de 2007, catorce países africanos habrán generado un PIB nominal per cápita inferior a un dólar-día; que el poder adquisitivo de un ciudadano de Burundi es 40 veces inferior al de un español; que la esperanza de vida en el África subsahariana sigue decreciendo y es ya 30 años inferior a la de los países desarrollados; que su tasa de mortalidad infantil es aún de un cien por mil y que el analfabetismo adulto supera el 30%; o que de una población mundial infectada por el sida de 40 millones, el 70% son africanos.
Y todo ello no ha sido fruto de la fatalidad o del azar. ‘África, pecado de Europa’ es el título preciso del libro de Luis de Sebastián. O como decía llana y laicamente aquel inmigrante: «Nosotros venimos acá porque ustedes estuvieron allá». El expolio de la riqueza, las economías dependientes, la esclavitud, el militarismo, la desestabilización política sistemática, los enfrentamientos étnicos y la destrucción de las culturas autóctonas forman parte sustancial del legado colonial. Sin embargo, ni las iglesias han hecho confesión de sus pecados ni los países que se reclaman herederos de la modernidad ilustrada han realizado la autocrítica que su obra ‘civilizadora’ merecía. Esta incómoda revisión de nuestro pasado intenta ser suplantada por una fofa credulidad en el recetario neoliberal y por las promesas de ayuda solemnemente escenificadas en los foros del G-8 y habitualmente incumplidas.
África tiene razones para no esperar nada -al menos nada bueno- de esa mala conciencia del europeo que acompaña a su genuina repugnancia por los pobres. Escribió Bertolt Brecht que nada tiene peor reputación que la pobreza; le faltó añadir, especialmente cuando el pobre es de color. No les vamos a devolver nada de lo robado; les impondremos recetas que nosotros no cumplimos (con la agricultura, por ejemplo); la política de mercado abierto nos dará acceso al control de sus recursos; su economía dependerá de nuestros mercados y nuestros precios; les suministraremos armas para que se maten pero impediremos que ningún país del continente se convierta en una potencia militar; les ignoraremos e ignoraremos su miserable condición; e impediremos por todos los medios la migración de su miseria.
Y hay un argumento definitivo: la economía africana no es una variable que pueda crecer aislada del conjunto de la economía mundial; por tanto, se halla sometida a las mismas restricciones que pesan sobre el sistema económico global, entre las que deben destacarse tres: las materias primas, la energía y las emisiones de CO2. En Occidente lo sabemos bien: No hay recursos suficientes para que los 6.500 millones de habitantes del planeta vivan al nivel de un país medio del primer mundo. Ni siquiera es posible que los países africanos alcancen un mínimo nivel de vida digno, si no es a costa de que las sociedades desarrolladas reduzcamos significativamente nuestros niveles de consumo. Cosa que no haremos.
¿Cómo no ser pesimistas y esperar «el día que nunca llegará», como diría Brecht? ¿O cómo no ser cínicos y recitar la frase que empieza a ser tópica: ‘Si África desapareciera, no nos enteraríamos’? Pero la desolación es un lujo que los africanos no se pueden permitir. Sus elites más lúcidas (como el profesor Kabunda, que acaba de estar entre nosotros), a la pregunta ¿qué esperáis de Europa? contestan: «Que nos dejen en paz». De este modo, piensan que una África liberada de las ataduras políticas y financieras del pasado podrá crear una economía autónoma y no dependiente, enfocada a satisfacer las necesidades reales y no a engordar el consumo de la gran máquina del capital; que, protegiendo sus recursos naturales y recuperando los cerebros exiliados al primer mundo, pueden avanzar en una vía de desarrollo humano; que el recetario neoliberal debe ser superado mediante regímenes de economía mixta y la cooperación entre países débiles (todos sureños) al margen de esquemas de globalización. Y, desde luego, se necesita ayuda, la de perfil humanitario que prestan las numerosas ONG europeas (entre las que predominan las de carácter religioso) y un apoyo financiero internacional, más generoso y mejor diseñado que el actual.
¿Una ingenuidad? En la página final de ‘El principito’, dos líneas y una estrella trazan la imagen del desierto del Sáhara, el paisaje más triste pero más bello del mundo, que los jóvenes del Sur se arriesgan a traspasar víctimas de una enfermedad contagiada por el hombre blanco, la miseria. Aquí llegó el principito y fue dichoso contemplando las estrellas. Luego se fue a su planeta, pero tal vez retorne. Y si un día se acerca un niño entre sonrisas, es él, advierte Saint-Exupéry. Dirá a esos jóvenes que no abandonen su tierra y que busquen en ella no con los ojos, que son ciegos, sino con el corazón.
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