Por Jorge Castañeda, ex secretario de Relaciones Exteriores de México desde 2000 a 2003 y profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Nueva York (EL PAÍS, 23/07/07):
El fracaso de la reforma migratoria del presidente Bush y de los demócratas liberales en el Senado norteamericano representó una derrota para todos: para el propio Bush; para el senador Edward Kennedy, principal impulsor de la reforma; para los presidentes mexicanos Calderón y Fox; para México, y todos los demás países expulsores de América Latina; para quienes esperan de Estados Unidos un liderazgo para superar el enorme reto contemporáneo de la migración, legal e ilegal en otros países, ante todo en Europa; y sobre todo, para los 12 a 15 millones de indocumentados que viven al norte del Río Bravo. A pesar de las críticas tanto de la ultraderecha como de partes de la izquierda norteamericanas, así como de las comentocracias y partidocracias mexicanas en particular, los migrantes nunca se confundieron. En una encuesta de Sergio Bendixen, levantada entre 1.500 mexicanos indocumentados en Estados Unidos, por mayorías aplastantes -más de 80%- los “sin papeles” habían seguido de cerca el debate, hubieran solicitado la nueva visa Z a pesar de las multas, del chequeo de antecedentes penales, de tener que registrarse en una oficina de gobierno, y de verse obligados a ir a recogerla a su país de origen. Más aún, después de esa legalización provisional, 85% dijeron que volverían a su país de origen por un corto período para solicitar su residencia permanente en Estados Unidos. De que a ellos les convenía, no cabe duda; de que a los que arriesgan la vida cruzando por el desierto del norteño Estado de Sonora, al ritmo de 1.000 diarios en promedio, y que hubieran podido entrar legalmente, también. En mala hora.
México y los principales países expulsores de América Latina -Guatemala, El Salvador y Honduras en Centroamérica, República Dominicana en el Caribe, Perú, Ecuador y Colombia en América del Sur- prosiguieron tres estrategias sucesivas frente a este tema decisivo para la vida de la región. Entre el verano del año 2000, cuando fue electo Vicente Fox a la presidencia de México y la primavera del 2003, al desatarse la guerra en Irak, se trató de un enfoque agresivo, extrovertido, de alto perfil y de clara bilateralización del tema, tal y como quedó plasmado en los comunicados de prensa emitidos al término de la cumbre Fox-Bush de San Cristóbal en febrero de 2001, y de la visita de Fox a Washington en septiembre de ese mismo año. Esta política tuvo la gran ventaja de poner el tema en la mesa, y de lograr la aceptación, formal por lo menos, del carácter bilateral del tema por parte de Estados Unidos. Esto último era a la vez más innovador y ortodoxo de lo que se pensaba: Washington tiene, desde hace muchos años, y sobre todo desde 1994, un acuerdo migratorio negociado con quien identifica -sin razón por supuesto- como su mayor enemigo: Cuba. Y lo tuvo con su vecino entre 1942 y 1964. Pero dicha postura revestía el inconveniente innegable de que a los americanos no les gustaba. Colin Powell, el mejor aliado de América Latina en este tema, se lo reclamó a su homólogo mexicano, y Bush le pidió a Fox que modificara esa actitud.
La segunda postura, que duró desde mediados de 2003 al otoño de 2006, consistió en “desbilaterizar” el tema, bajar el perfil público del activismo mexicano y latinoamericano en Estados Unidos, pero sin quitar el dedo del renglón. La migración siguió siendo el asunto central durante este período, aunque México puso todos los huevos en la canasta de Bush: él se comprometió a sacar una reforma unilateral en el Congreso, y había que dejarle las manos libres para hacerlo. Por un lado, quizás, la política anterior era inviable sin sus artífices, y por el otro, ante la insistencia de Washington, tal vez no había de otra. Durante este lapso, se realizaron mayores esfuerzos para “latinoamericanizar” el esfuerzo; en varias ocasiones funcionarios mexicanos viajaron a Washington en compañía de sus pares centroamericanos o del Caribe.
La tercera etapa, aún vigente hoy, pero en vías de transformación, es borbona: rien appris, rien oublié. Se inaugura con la visita del presidente electo Felipe Calderón de México a Washington en noviembre pasado. Consiste en “desmigratizar” la agenda con Estados Unidos, en evadir cualquier pronunciamiento público hasta hace unos días, y en “desmexicanizar” el tema migratorio dentro de Estados Unidos, como si le diera vergüenza al país que casi las dos terceras partes de los “sin papeles” en Estados Unidos fueran suyos. Cualquiera que haya seguido la evolución de las posturas mexicanas en materia migratoria desde 1964, concluirá que este enfoque de Calderón es indiferenciable de la política del PRI hasta el 2000. Y, por lo visto, no ha tenido más éxito directo que los dos anteriores: no habrá reforma hasta 2009, en el mejor de los casos. En la medida en que Calderón ha comenzado a alzar la voz contra la decisión del Senado norteamericano, y ha iniciado un esfuerzo de sumar aliados centroamericanos a la lucha por un acuerdo, tal vez estemos en víspera de una cuarta etapa.
Urge, porque todo sugiere que los países generadores de flujos migratorios en América Latina pueden encontrarse rápidamente en el peor de los mundos posibles. Todas las concesiones de George Bush a su extrema derecha se pondrán en práctica -fortalecimiento de la frontera, redadas en puestos de trabajo, mayor presupuesto para la patrulla fronteriza, deportación de indocumentados, reforzamiento de los mecanismos de identificación de legalidad- mientras que las concesiones a los demócratas liberales como Kennedy -legalización de ilegales y trabajadores temporales- se quedaron en el camino.
Por primera vez, desde Operation Wetback en 1952, es posible que estos países enfrenten serios obstáculos para el éxodo migratorio hacia el norte. El precio del pollero va a subir, el número de migrantes puede disminuir, y sobre todo, trágicamente, va a aumentar la cantidad de muertes. Más aún, ya aumentó. Durante el primer semestre de este año han fallecido más de 250 personas en el desierto de Sonora/Arizona, el mayor número desde 1998.
Los norteamericanos son extraños. En lugar de congratularse por contar con una inmigración extraordinariamente susceptible de ser asimilada, en comparación con la que viven y necesitan otros países -ver Europa entera hoy- lamentan y rechazan la que reciben, añorando la que creen haber admitido hace un siglo y más. En lugar de responder con habilidad a la ofensiva castro-chavista en América Latina, que busca con inteligencia y audacia volver realidad la vieja utopía del Che Guevara, prefieren enterrar la cabeza en la arena. Sobrevivirán a su miopía, sin duda, pero podrían tan fácilmente evitarnos tragedias y dramas como las que vienen.
El fracaso de la reforma migratoria del presidente Bush y de los demócratas liberales en el Senado norteamericano representó una derrota para todos: para el propio Bush; para el senador Edward Kennedy, principal impulsor de la reforma; para los presidentes mexicanos Calderón y Fox; para México, y todos los demás países expulsores de América Latina; para quienes esperan de Estados Unidos un liderazgo para superar el enorme reto contemporáneo de la migración, legal e ilegal en otros países, ante todo en Europa; y sobre todo, para los 12 a 15 millones de indocumentados que viven al norte del Río Bravo. A pesar de las críticas tanto de la ultraderecha como de partes de la izquierda norteamericanas, así como de las comentocracias y partidocracias mexicanas en particular, los migrantes nunca se confundieron. En una encuesta de Sergio Bendixen, levantada entre 1.500 mexicanos indocumentados en Estados Unidos, por mayorías aplastantes -más de 80%- los “sin papeles” habían seguido de cerca el debate, hubieran solicitado la nueva visa Z a pesar de las multas, del chequeo de antecedentes penales, de tener que registrarse en una oficina de gobierno, y de verse obligados a ir a recogerla a su país de origen. Más aún, después de esa legalización provisional, 85% dijeron que volverían a su país de origen por un corto período para solicitar su residencia permanente en Estados Unidos. De que a ellos les convenía, no cabe duda; de que a los que arriesgan la vida cruzando por el desierto del norteño Estado de Sonora, al ritmo de 1.000 diarios en promedio, y que hubieran podido entrar legalmente, también. En mala hora.
México y los principales países expulsores de América Latina -Guatemala, El Salvador y Honduras en Centroamérica, República Dominicana en el Caribe, Perú, Ecuador y Colombia en América del Sur- prosiguieron tres estrategias sucesivas frente a este tema decisivo para la vida de la región. Entre el verano del año 2000, cuando fue electo Vicente Fox a la presidencia de México y la primavera del 2003, al desatarse la guerra en Irak, se trató de un enfoque agresivo, extrovertido, de alto perfil y de clara bilateralización del tema, tal y como quedó plasmado en los comunicados de prensa emitidos al término de la cumbre Fox-Bush de San Cristóbal en febrero de 2001, y de la visita de Fox a Washington en septiembre de ese mismo año. Esta política tuvo la gran ventaja de poner el tema en la mesa, y de lograr la aceptación, formal por lo menos, del carácter bilateral del tema por parte de Estados Unidos. Esto último era a la vez más innovador y ortodoxo de lo que se pensaba: Washington tiene, desde hace muchos años, y sobre todo desde 1994, un acuerdo migratorio negociado con quien identifica -sin razón por supuesto- como su mayor enemigo: Cuba. Y lo tuvo con su vecino entre 1942 y 1964. Pero dicha postura revestía el inconveniente innegable de que a los americanos no les gustaba. Colin Powell, el mejor aliado de América Latina en este tema, se lo reclamó a su homólogo mexicano, y Bush le pidió a Fox que modificara esa actitud.
La segunda postura, que duró desde mediados de 2003 al otoño de 2006, consistió en “desbilaterizar” el tema, bajar el perfil público del activismo mexicano y latinoamericano en Estados Unidos, pero sin quitar el dedo del renglón. La migración siguió siendo el asunto central durante este período, aunque México puso todos los huevos en la canasta de Bush: él se comprometió a sacar una reforma unilateral en el Congreso, y había que dejarle las manos libres para hacerlo. Por un lado, quizás, la política anterior era inviable sin sus artífices, y por el otro, ante la insistencia de Washington, tal vez no había de otra. Durante este lapso, se realizaron mayores esfuerzos para “latinoamericanizar” el esfuerzo; en varias ocasiones funcionarios mexicanos viajaron a Washington en compañía de sus pares centroamericanos o del Caribe.
La tercera etapa, aún vigente hoy, pero en vías de transformación, es borbona: rien appris, rien oublié. Se inaugura con la visita del presidente electo Felipe Calderón de México a Washington en noviembre pasado. Consiste en “desmigratizar” la agenda con Estados Unidos, en evadir cualquier pronunciamiento público hasta hace unos días, y en “desmexicanizar” el tema migratorio dentro de Estados Unidos, como si le diera vergüenza al país que casi las dos terceras partes de los “sin papeles” en Estados Unidos fueran suyos. Cualquiera que haya seguido la evolución de las posturas mexicanas en materia migratoria desde 1964, concluirá que este enfoque de Calderón es indiferenciable de la política del PRI hasta el 2000. Y, por lo visto, no ha tenido más éxito directo que los dos anteriores: no habrá reforma hasta 2009, en el mejor de los casos. En la medida en que Calderón ha comenzado a alzar la voz contra la decisión del Senado norteamericano, y ha iniciado un esfuerzo de sumar aliados centroamericanos a la lucha por un acuerdo, tal vez estemos en víspera de una cuarta etapa.
Urge, porque todo sugiere que los países generadores de flujos migratorios en América Latina pueden encontrarse rápidamente en el peor de los mundos posibles. Todas las concesiones de George Bush a su extrema derecha se pondrán en práctica -fortalecimiento de la frontera, redadas en puestos de trabajo, mayor presupuesto para la patrulla fronteriza, deportación de indocumentados, reforzamiento de los mecanismos de identificación de legalidad- mientras que las concesiones a los demócratas liberales como Kennedy -legalización de ilegales y trabajadores temporales- se quedaron en el camino.
Por primera vez, desde Operation Wetback en 1952, es posible que estos países enfrenten serios obstáculos para el éxodo migratorio hacia el norte. El precio del pollero va a subir, el número de migrantes puede disminuir, y sobre todo, trágicamente, va a aumentar la cantidad de muertes. Más aún, ya aumentó. Durante el primer semestre de este año han fallecido más de 250 personas en el desierto de Sonora/Arizona, el mayor número desde 1998.
Los norteamericanos son extraños. En lugar de congratularse por contar con una inmigración extraordinariamente susceptible de ser asimilada, en comparación con la que viven y necesitan otros países -ver Europa entera hoy- lamentan y rechazan la que reciben, añorando la que creen haber admitido hace un siglo y más. En lugar de responder con habilidad a la ofensiva castro-chavista en América Latina, que busca con inteligencia y audacia volver realidad la vieja utopía del Che Guevara, prefieren enterrar la cabeza en la arena. Sobrevivirán a su miopía, sin duda, pero podrían tan fácilmente evitarnos tragedias y dramas como las que vienen.
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