Por Kepa Aulestia (LA VANGUARDIA, 13/01/09):
La crisis financiera echó a rodar un término de impreciso significado, confianza,que con su reiterado uso por parte de los responsables institucionales, y a medida que la recesión se ha acercado a cada ciudadano, parece haberse apagado. Se hablaba de recuperar la confianza de los mercados, de los consumidores, en el sistema financiero, en las entidades bancarias, en las autoridades, incluso en uno mismo y en el país. Esa parecía la llave que sacaría al mundo desarrollado de la crisis. Pero si ya no está tan presente en la retórica voluntarista quizá se deba a que el escepticismo reinante la ha vaciado de contenido. Los efectos sociales de la crisis no están dando lugar a una gran convulsión. No hay correspondencia alguna entre la pérdida de un millón de empleos y las contadas movilizaciones que han trascendido a la opinión pública.
Ello se debe a distintas causas: a su especial incidencia sobre la población inmigrante, a que ha afectado a puestos de trabajo diseminados por un sinfín de empresas y, sobre todo, al insistente anuncio de una pandemia global e ineludible. Pero es posible que la contestación se esté manifestando precisamente en forma de desconfianza y recelo en el seno de cada empresa, en relación con las entidades financieras o ante las medidas de estímulo fiscal.
Muchas de las personas que están yendo al paro tienen razones para sentirse engañadas; de igual forma que muchas de las familias cuyos ahorros han menguado se sienten estafadas en su ingenuidad. Si nadie se rebela es porque al final todo el mundo sabe que hasta las consecuencias de la crisis forman parte de las reglas del juego. Y porque, con razón o sin ella, los afectados tienden a sentirse responsables de lo que les sucede. Esto último refleja la eficacia de un sutil mecanismo de alienación que socializa las culpas de lo que le ocurre al sistema o a cada unidad de negocio aunque las decisiones sean privativas de unos pocos. Además, el mínimo de codicia que explica la conducta confiada de cada ahorrador y el mínimo de insensatez que describe la trayectoria de cada empleado contribuyen a atemperar los ánimos y a acallar las protestas en tanto que suscitan sentimientos de culpa. Lo cual no quiere decir que no se esté generando una réplica sorda en la actitud social; que no se estén produciendo cambios que probablemente se agudicen a lo largo del difícil año que comienza.
Las relaciones laborales que surgieron de la larga crisis que dio inicio en los 70 y se prolongó durante los 80 dejaron en buena medida atrás el paradigma colectivo a causa de la atomización social e individuación a que dio lugar aquella década. Además, en poco tiempo miles de trabajadores pasaron a ser también pequeños inversionistas. La aproximación al pleno empleo durante los últimos años de crecimiento indujo un plus de confianza general: en la linealidad ascendente de la carrera profesional, en el mantenimiento al alza del nivel de vida de cada cual, en una pronta jubilación gracias a los ahorros o en los rebotes que seguían a las caídas bursátiles. Nuestro instinto más primario tiende a retroceder a tan paradisiaca etapa agarrándose a los restos que de ella se mantengan hoy o en el futuro próximo. Pero la inestabilidad de las relaciones económicas y laborales subraya la soledad del afectado por la crisis, sea empresario, directivo, inversor o trabajador. Y tiende a sustituir la confianza por la desconfianza como mecanismo de autodefensa de quien puede sentirse agredido o sencillamente defraudado. Como resultado de la propia crisis, será aún más inevitable la flexibilización del mercado de trabajo. Pero también será inevitable que al cinismo del empleador le replique el empleado con cinismo; y al vínculo contractual inestable con indiferencia hacia la suerte que corra la empresa.
El pequeño emprendedor que sufra en este tiempo se retraerá, evitará asociarse con otros y atenderá a proveedores y clientes con un escepticismo rayano en el desplante. El ahorrador se fiará más de la rentabilidad que le ofrezca su propio colchón que de los reclamos publicitarios de los fondos de inversión. Si las cosas no empiezan a enderezarse, el recelo ante el clamoroso silencio que guardan las entidades crediticias podría convertirse en indignación, por callada que sea. Y a medida que trascurran las semanas la eventual intangibilidad de los resultados que obtengan las iniciativas públicas contribuirá al desapego ciudadano respecto a la esfera política. Hace unos meses se demandaba confianza en general, pero hoy urge identificar concretamente en qué facetas de la vida económica y social está arraigando la desconfianza para remediarla.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
La crisis financiera echó a rodar un término de impreciso significado, confianza,que con su reiterado uso por parte de los responsables institucionales, y a medida que la recesión se ha acercado a cada ciudadano, parece haberse apagado. Se hablaba de recuperar la confianza de los mercados, de los consumidores, en el sistema financiero, en las entidades bancarias, en las autoridades, incluso en uno mismo y en el país. Esa parecía la llave que sacaría al mundo desarrollado de la crisis. Pero si ya no está tan presente en la retórica voluntarista quizá se deba a que el escepticismo reinante la ha vaciado de contenido. Los efectos sociales de la crisis no están dando lugar a una gran convulsión. No hay correspondencia alguna entre la pérdida de un millón de empleos y las contadas movilizaciones que han trascendido a la opinión pública.
Ello se debe a distintas causas: a su especial incidencia sobre la población inmigrante, a que ha afectado a puestos de trabajo diseminados por un sinfín de empresas y, sobre todo, al insistente anuncio de una pandemia global e ineludible. Pero es posible que la contestación se esté manifestando precisamente en forma de desconfianza y recelo en el seno de cada empresa, en relación con las entidades financieras o ante las medidas de estímulo fiscal.
Muchas de las personas que están yendo al paro tienen razones para sentirse engañadas; de igual forma que muchas de las familias cuyos ahorros han menguado se sienten estafadas en su ingenuidad. Si nadie se rebela es porque al final todo el mundo sabe que hasta las consecuencias de la crisis forman parte de las reglas del juego. Y porque, con razón o sin ella, los afectados tienden a sentirse responsables de lo que les sucede. Esto último refleja la eficacia de un sutil mecanismo de alienación que socializa las culpas de lo que le ocurre al sistema o a cada unidad de negocio aunque las decisiones sean privativas de unos pocos. Además, el mínimo de codicia que explica la conducta confiada de cada ahorrador y el mínimo de insensatez que describe la trayectoria de cada empleado contribuyen a atemperar los ánimos y a acallar las protestas en tanto que suscitan sentimientos de culpa. Lo cual no quiere decir que no se esté generando una réplica sorda en la actitud social; que no se estén produciendo cambios que probablemente se agudicen a lo largo del difícil año que comienza.
Las relaciones laborales que surgieron de la larga crisis que dio inicio en los 70 y se prolongó durante los 80 dejaron en buena medida atrás el paradigma colectivo a causa de la atomización social e individuación a que dio lugar aquella década. Además, en poco tiempo miles de trabajadores pasaron a ser también pequeños inversionistas. La aproximación al pleno empleo durante los últimos años de crecimiento indujo un plus de confianza general: en la linealidad ascendente de la carrera profesional, en el mantenimiento al alza del nivel de vida de cada cual, en una pronta jubilación gracias a los ahorros o en los rebotes que seguían a las caídas bursátiles. Nuestro instinto más primario tiende a retroceder a tan paradisiaca etapa agarrándose a los restos que de ella se mantengan hoy o en el futuro próximo. Pero la inestabilidad de las relaciones económicas y laborales subraya la soledad del afectado por la crisis, sea empresario, directivo, inversor o trabajador. Y tiende a sustituir la confianza por la desconfianza como mecanismo de autodefensa de quien puede sentirse agredido o sencillamente defraudado. Como resultado de la propia crisis, será aún más inevitable la flexibilización del mercado de trabajo. Pero también será inevitable que al cinismo del empleador le replique el empleado con cinismo; y al vínculo contractual inestable con indiferencia hacia la suerte que corra la empresa.
El pequeño emprendedor que sufra en este tiempo se retraerá, evitará asociarse con otros y atenderá a proveedores y clientes con un escepticismo rayano en el desplante. El ahorrador se fiará más de la rentabilidad que le ofrezca su propio colchón que de los reclamos publicitarios de los fondos de inversión. Si las cosas no empiezan a enderezarse, el recelo ante el clamoroso silencio que guardan las entidades crediticias podría convertirse en indignación, por callada que sea. Y a medida que trascurran las semanas la eventual intangibilidad de los resultados que obtengan las iniciativas públicas contribuirá al desapego ciudadano respecto a la esfera política. Hace unos meses se demandaba confianza en general, pero hoy urge identificar concretamente en qué facetas de la vida económica y social está arraigando la desconfianza para remediarla.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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