Por Juan-José López Burniol, notario (EL PERIÓDICO, 08/01/09):
“Las lámparas se apagan en toda Europa”, dijo Edward Grey, ministro de Asuntos Exteriores británico, mientras contemplaba las luces de Whitehall la noche en que Gran Bretaña y Alemania entraron en guerra en 1914. Setenta y cinco años después, una combinación de glasnost –libertad de información– y perestroika –reestructuración política y económica– condujo a la Unión Soviética a su desintegración, con lo que desapareció el enemigo ideológico de Occidente, cuya su sola existencia justificó el largo periodo de guerra fría que sucedió a la segunda guerra mundial. Tomando pie en ambas fechas, Eric Hobsbawm se refiere al siglo XX como el siglo corto, comprensivo del periodo que media entre el fin de la Belle Époque y la caída del muro de Berlín. Pero, tras la crisis iniciada en EEUU en agosto del 2007, hay que revisar esta tesis, pues quizá sea más ajustado afirmar que el siglo XX termina en el 2008.
En efecto, consumada la caída del comunismo, se extendió por Occidente una sensación de triunfo absoluto, doblemente satisfactorio por incruento. Pareció que se había alcanzado el fin de la historia y que la implantación en todos los rincones de la Tierra de la economía de mercado y del Estado democrático sería inevitable y solo cuestión de tiempo. Occidente había ganado la guerra fría sin disparar un tiro.
Así las cosas, EEUU –imperio anglosajón en el que se ha encarnado el último episodio de la hegemonía blanca– quedó como único poder universal. Y, entonces, a la hora de conformar las relaciones internacionales, se le planteó el gran dilema: o bien apostar por un sistema multilateral, en el que EEUU seguiría siendo el primus inter pares, pero aprovecharía en lo posible la estructura de la ONU; o bien optar por un modelo unilateral, en el que EEUU tendría como objetivo único de su po- lítica exterior la defensa de los intereses norteamericanos en el extranjero y la preservación en sus manos del control del comercio mundial. La decisión a favor de esta segunda opción se adoptó pronto y ha sido compartida por todos los presidentes. Al propio tiempo, el unilateralismo en política exterior se correspondió con la apoteosis del pensamiento neocon en el interior, que promovió una desregulación radical, con el pretexto de la privatización y en aras de una concepción ideal del mercado. El ciclo económico alcista de los últimos 15 años pareció confirmar lo acertado de la opción. Y, por si había dudas, el atentado contra las Torres Gemelas dotó a Bush de un plus de legitimidad y exacerbó el instinto de defensa de los americanos.
PERO, DE repente, terminó la fiesta. Estalló la burbuja inmobiliaria en EEUU y se sucedieron noticias alarmantes, que ponían de relieve que la crisis no era un simple episodio cíclico –connatural a la econo- mía como a cualquier manifestación de la vida humana–, y se inscribía en la relación de acontecimientos que, por su magnitud, marcan una cierta inflexión en la historia.
Ahora bien, aunque no sea solo una crisis cíclica, tampoco es una crisis del sistema. ¿Qué es, entonces? Es una crisis determinada por una cierta manera de hacer las cosas. Es decir, no es una crisis del mercado, sino una crisis de mercaderes. ¿Y de qué manera han actuado en los últimos lustros buena parte de los agentes económicos? De aquella que, negando los valores que dieron vida al capitalismo –utilización racional y metódica de los bienes de producción, exaltación del trabajo, de la austeridad y del ahorro, y constancia en los objetivos y el esfuerzo–, pone el acento en la obtención de un beneficio rápido, con independencia de los medios utilizados. No han buscado el desarrollo y el crecimiento gracias al trabajo y al ahorro, sino mediante la especulación y el crédito.
EN ESTE festival participaron todos: los políticos en connivencia con los grandes grupos económicos; los organismos reguladores, puestos por los políticos en manos de gente suya; las auditoras y las agencias de clasificación, presas de la contradicción de tener que valorar a sus clientes; y –last, but not least– los directores de tantas empresas sin dueño –es decir, sin un grupo accionarial dominante con un proyecto–, que tienen con ellas una relación similar a la de los cracks con sus clubs y que solo buscan crear valor para el accionista con un festival de fusiones, adquisiciones, escisiones y transmisiones, en el bien entendido de que la caridad bien entendida comienza por uno mismo en forma de stock options. La pirámide de Edward Madoff ha sido la guinda de este pastel.
Tras la tormenta, volverá la calma. Pero las cosas no serán igual. Occidente habrá perdido su secular hegemonía absoluta sobre la economía y el comercio mundial, cuyo centro se desplazará a la cuenca del Pacífico. Y emergerá un mundo multipolar en el que se sentirá la necesidad, cada vez más acuciante, de un efectivo orden global expresado en normas y encarnado en instituciones.
El siglo XX –el de las potencias– ha muerto. El siglo XXI –el del orden global embrionario– acaba de nacer. La construcción de este orden será un proceso largo, complejo y con altibajos muchas veces traumáticos. Pero no tendrá vuelta atrás.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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