Por Rafael Argullol, escritor (EL PAÍS, 13/01/09):
Hace unas semanas publiqué en este periódico un artículo en el que me hacía eco de la creatividad que todavía demostraban algunos de nuestros contemporáneos que habían llegado o estaban a punto de llegar a los 100 años. Citaba los nombres de la neuróloga Rita Levi-Montalcino, del cineasta Manoel de Oliveira y del cirujano Moisés Broggi. En el primer redactado del artículo añadía a estos nombres el del arquitecto brasileño Oscar Niemeyer, del que decía que no sólo continuaba con su magistral arquitectura, sino que se había iniciado en el oficio de novelista.
No tenía dudas en los casos de Levi-Montalcino y Oliveira, pues había leído informaciones sobre homenajes que recientemente se les han ofrecido, y todavía menos con respecto al doctor Broggi, al que de vez en cuando encuentro, de buena forma, por Barcelona. Tampoco creía tenerlas en lo referente a Niemeyer, pero, para asegurarme, consulté una prestigiosa enciclopedia cuya última edición se publicó hace un lustro. Para mi tristeza y decepción, leí que Oscar Niemeyer, nacido en 1907, había muerto en 1998. Por lo que contaba la enciclopedia, no se trataba de un error cronológico, ya que, al describir la obra del arquitecto, sus construcciones se detenían precisamente en el año del fallecimiento.
Como estaba a punto de emprender un largo viaje y di crédito a lo que decía la afamada enciclopedia, no se me ocurrió consultar otras fuentes. Aunque yo hubiera jurado que Niemeyer seguía vivo y en plena actividad, no sólo en Brasil sino en otros países, era evidente que mi memoria fallaba y había tomado por próximo en el tiempo -la intención del arquitecto de escribir una novela- lo declarado hacía ya una década. En consecuencia, al redactar definitivamente el artículo sobre los creadores centenarios, me vi obligado a excluir a Oscar Niemeyer.
Como me desplazaba a Bogotá en el vuelo transatlántico, tuve tiempo de rememorar con tranquilidad la única vez que había visto a Niemeyer en su estudio de Río de Janeiro en 1995. Era un hombre pleno de vigor que despreciaba la actitud de ciertos arquitectos, de ésos que empezaban a llamarse arquitectos-estrella, e insistía en la toma de partido en la lucha contra la explotación. Al hablar de Brasilia, su gran creación, su balance era contradictorio, pues si bien lamentaba que la miseria se hubiera adueñado de su utopía, consideraba del todo lógico que su pulcro trazado original hubiera quedado alterado por la presión demográfica. La arquitectura, opinó, no se hacía para ser esmeradamente retratada en las revistas, sino para ser contaminada por la población que debía habitarla. Sin embargo, a Niemeyer, más que de arquitectura, le gustaba hablar de otras cosas, especialmente de política. Creía que, antes o después, la revolución social haría de Brasil un gran país y que él viviría lo suficiente como para comprobarlo. Desgraciadamente, según informaba la enciclopedia, había muerto tres años después de esta conversación.
Cuál no sería mi sorpresa cuando en el vuelo de regreso de mi viaje me encontré con una entrevista en El País Semanal donde un revivido Niemeyer aparecía, a los 101 años, con un aspecto envidiable. No únicamente estaba vivo y coleando 10 años después de su muerte en la citada enciclopedia, sino que parecía tener proyectos para los próximos 100 años. De sus palabras podía deducirse que, aunque evidentemente no ignoraba la lógica proximidad de la muerte, no quería pasar lo que le quedaba de vida como un mero superviviente, alguien que tiene que justificarse ante los demás por el mero hecho de continuar viviendo.
No sé si el lúgubre redactor que había matado a Niemeyer en la enciclopedia opina que, en principio, a partir de cierta edad, todo el mundo está muerto a no ser que se demuestre legalmente que sigue vivo. Los bancos, por ejemplo, sí son de esta opinión cuando se trata de pagar las pensiones a los viejos que insisten en continuar viviendo. Si no estoy equivocado en la denominación, las entidades bancarias, a petición de la Seguridad Social, exigen periódicamente a los pensionistas una fe de vida o certificado de vivencia, es decir, la demostración clara y palpable de que el sujeto receptor de las mensualidades aún no ha sido definitivamente liquidado a través del certificado de defunción.
Esta renovación periódica de la fe de vida da lugar, como muchos de ustedes habrán observado o quizá protagonizado, a escenas notablemente patéticas. Dado que el individuo obligado a demostrar que está vivo no puede hacerlo por teléfono o a través de un familiar directo -para evitar que se incurra en fraude y en suplantación de personalidad-, se hace necesario su desplazamiento físico a la oficina bancaria o un certificado médico que pruebe que su enfermedad o invalidez todavía no le ha matado. Por consiguiente, no es inusual asistir a la escenografía bancaria de la fe de vida, con sospechosos montados en sillas de ruedas a la espera de que algún empleado tome nota de su resistencia a la parca.
No es que no comprenda esta lucha bancaria contra la eventual picaresca, pero me llama la atención que esa férrea vigilancia no se haya extendido a todos los ámbitos de las finanzas. A juzgar por las noticias que nos sobresaltan con tanta asiduidad últimamente, nuestros bancos, que monopolizan buena parte de las operaciones que rodean nuestra existencia, son más cuidadosos en el momento de vigilar que los viejos demuestren su supervivencia que en el de alejar a los grandes depredadores, quienes, al parecer, no necesitan de fe de vida alguna para ser creídos. Claro que una cosa es la pequeña picaresca, adecuada para gentes un poco subdesarrolladas, y otra, la gran picaresca, sin la cual quizá no existirían ni los propios bancos.
Por lo que podemos deducir, durante décadas, a banco alguno se le ocurrió solicitar a Bernard Madoff ningún certificado de honestidad o algo similar, y debieron ser sus hijos los que finalmente, un tanto traidora y shakespearianamente, lo denunciaran al comprobar que la suculenta herencia era, en realidad, el fraude más descomunal. Sin embargo, Madoff -un perfecto caballero, según su peluquero de Florida- no es sino el símbolo final de una época en la que una legión de vividores no ha necesitado certificado alguno para enriquecerse honorablemente. Es dudoso que esto cambie mientras se permita la máxima opacidad bancaria y mientras la única auténtica transparencia llegue de la mano de esos supervivientes que necesitan de un certificado de vivencia para no ser dados por extintos.
Volviendo al asunto de Oscar Niemeyer: estoy tentado de enviarle el volumen de esa enciclopedia que lo da por muerto desde hace 10 años. Para que se ría. Como se rió Ramón Carande, el gran historiador económico, autor de Carlos V y sus banqueros (¡siempre los banqueros!), quien en el prólogo a un libro de 1969 escribió: “Con esta nota rectifico un error del tomo V, página 749, de la Enciclopedia de la Cultura Española, según la cual he muerto en Sevilla en 1968. Todavía no”.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Hace unas semanas publiqué en este periódico un artículo en el que me hacía eco de la creatividad que todavía demostraban algunos de nuestros contemporáneos que habían llegado o estaban a punto de llegar a los 100 años. Citaba los nombres de la neuróloga Rita Levi-Montalcino, del cineasta Manoel de Oliveira y del cirujano Moisés Broggi. En el primer redactado del artículo añadía a estos nombres el del arquitecto brasileño Oscar Niemeyer, del que decía que no sólo continuaba con su magistral arquitectura, sino que se había iniciado en el oficio de novelista.
No tenía dudas en los casos de Levi-Montalcino y Oliveira, pues había leído informaciones sobre homenajes que recientemente se les han ofrecido, y todavía menos con respecto al doctor Broggi, al que de vez en cuando encuentro, de buena forma, por Barcelona. Tampoco creía tenerlas en lo referente a Niemeyer, pero, para asegurarme, consulté una prestigiosa enciclopedia cuya última edición se publicó hace un lustro. Para mi tristeza y decepción, leí que Oscar Niemeyer, nacido en 1907, había muerto en 1998. Por lo que contaba la enciclopedia, no se trataba de un error cronológico, ya que, al describir la obra del arquitecto, sus construcciones se detenían precisamente en el año del fallecimiento.
Como estaba a punto de emprender un largo viaje y di crédito a lo que decía la afamada enciclopedia, no se me ocurrió consultar otras fuentes. Aunque yo hubiera jurado que Niemeyer seguía vivo y en plena actividad, no sólo en Brasil sino en otros países, era evidente que mi memoria fallaba y había tomado por próximo en el tiempo -la intención del arquitecto de escribir una novela- lo declarado hacía ya una década. En consecuencia, al redactar definitivamente el artículo sobre los creadores centenarios, me vi obligado a excluir a Oscar Niemeyer.
Como me desplazaba a Bogotá en el vuelo transatlántico, tuve tiempo de rememorar con tranquilidad la única vez que había visto a Niemeyer en su estudio de Río de Janeiro en 1995. Era un hombre pleno de vigor que despreciaba la actitud de ciertos arquitectos, de ésos que empezaban a llamarse arquitectos-estrella, e insistía en la toma de partido en la lucha contra la explotación. Al hablar de Brasilia, su gran creación, su balance era contradictorio, pues si bien lamentaba que la miseria se hubiera adueñado de su utopía, consideraba del todo lógico que su pulcro trazado original hubiera quedado alterado por la presión demográfica. La arquitectura, opinó, no se hacía para ser esmeradamente retratada en las revistas, sino para ser contaminada por la población que debía habitarla. Sin embargo, a Niemeyer, más que de arquitectura, le gustaba hablar de otras cosas, especialmente de política. Creía que, antes o después, la revolución social haría de Brasil un gran país y que él viviría lo suficiente como para comprobarlo. Desgraciadamente, según informaba la enciclopedia, había muerto tres años después de esta conversación.
Cuál no sería mi sorpresa cuando en el vuelo de regreso de mi viaje me encontré con una entrevista en El País Semanal donde un revivido Niemeyer aparecía, a los 101 años, con un aspecto envidiable. No únicamente estaba vivo y coleando 10 años después de su muerte en la citada enciclopedia, sino que parecía tener proyectos para los próximos 100 años. De sus palabras podía deducirse que, aunque evidentemente no ignoraba la lógica proximidad de la muerte, no quería pasar lo que le quedaba de vida como un mero superviviente, alguien que tiene que justificarse ante los demás por el mero hecho de continuar viviendo.
No sé si el lúgubre redactor que había matado a Niemeyer en la enciclopedia opina que, en principio, a partir de cierta edad, todo el mundo está muerto a no ser que se demuestre legalmente que sigue vivo. Los bancos, por ejemplo, sí son de esta opinión cuando se trata de pagar las pensiones a los viejos que insisten en continuar viviendo. Si no estoy equivocado en la denominación, las entidades bancarias, a petición de la Seguridad Social, exigen periódicamente a los pensionistas una fe de vida o certificado de vivencia, es decir, la demostración clara y palpable de que el sujeto receptor de las mensualidades aún no ha sido definitivamente liquidado a través del certificado de defunción.
Esta renovación periódica de la fe de vida da lugar, como muchos de ustedes habrán observado o quizá protagonizado, a escenas notablemente patéticas. Dado que el individuo obligado a demostrar que está vivo no puede hacerlo por teléfono o a través de un familiar directo -para evitar que se incurra en fraude y en suplantación de personalidad-, se hace necesario su desplazamiento físico a la oficina bancaria o un certificado médico que pruebe que su enfermedad o invalidez todavía no le ha matado. Por consiguiente, no es inusual asistir a la escenografía bancaria de la fe de vida, con sospechosos montados en sillas de ruedas a la espera de que algún empleado tome nota de su resistencia a la parca.
No es que no comprenda esta lucha bancaria contra la eventual picaresca, pero me llama la atención que esa férrea vigilancia no se haya extendido a todos los ámbitos de las finanzas. A juzgar por las noticias que nos sobresaltan con tanta asiduidad últimamente, nuestros bancos, que monopolizan buena parte de las operaciones que rodean nuestra existencia, son más cuidadosos en el momento de vigilar que los viejos demuestren su supervivencia que en el de alejar a los grandes depredadores, quienes, al parecer, no necesitan de fe de vida alguna para ser creídos. Claro que una cosa es la pequeña picaresca, adecuada para gentes un poco subdesarrolladas, y otra, la gran picaresca, sin la cual quizá no existirían ni los propios bancos.
Por lo que podemos deducir, durante décadas, a banco alguno se le ocurrió solicitar a Bernard Madoff ningún certificado de honestidad o algo similar, y debieron ser sus hijos los que finalmente, un tanto traidora y shakespearianamente, lo denunciaran al comprobar que la suculenta herencia era, en realidad, el fraude más descomunal. Sin embargo, Madoff -un perfecto caballero, según su peluquero de Florida- no es sino el símbolo final de una época en la que una legión de vividores no ha necesitado certificado alguno para enriquecerse honorablemente. Es dudoso que esto cambie mientras se permita la máxima opacidad bancaria y mientras la única auténtica transparencia llegue de la mano de esos supervivientes que necesitan de un certificado de vivencia para no ser dados por extintos.
Volviendo al asunto de Oscar Niemeyer: estoy tentado de enviarle el volumen de esa enciclopedia que lo da por muerto desde hace 10 años. Para que se ría. Como se rió Ramón Carande, el gran historiador económico, autor de Carlos V y sus banqueros (¡siempre los banqueros!), quien en el prólogo a un libro de 1969 escribió: “Con esta nota rectifico un error del tomo V, página 749, de la Enciclopedia de la Cultura Española, según la cual he muerto en Sevilla en 1968. Todavía no”.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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