Por Jorge Castañeda, ex secretario de Relaciones Exteriores de México, y profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Nueva York (EL PAÍS, 21/02/09):
Desde los juicios de Nuremberg y hasta los que puedan producirse en Cuba dentro de algún tiempo, un reto decisivo propio de todo tránsito, en una etapa (bélica o política) caracterizada por violaciones horrorosas (el primer caso) o simplemente reprobables (el segundo caso), a los derechos humanos ha sido el ajuste de cuentas con el pasado.
Nuremberg sentó precedentes -los ejecutantes no pueden invocar la obediencia debida- y en América Latina se ha pasado por diversas variantes de las comisiones de la verdad en Argentina (Nunca Jamás, de Sábato), en Chile, en Uruguay, en El Salvador, en Guatemala y en México a medias. Quizás una de las más conocidas y más acreditadas haya sido la Comisión de la Verdad y de la Reconciliación establecida por Nelson Mandela en Suráfrica y presidida por Desmond Tutu, aunque no quedó a salvo de críticas importantes en torno a sus disposiciones de indulto a cambio de confesiones y de debilidad de acciones punitivas. Que el tema sigue vigente me lo confirmó hace unas semanas un presidente latinoamericano, personalmente cercano a los círculos gobernantes cubanos, quien me argumentaba, con resignación, que el gran obstáculo para cualquier paso a la democracia representativa en la isla reside en el terror de la dirigencia habanera ante el juicio y castigo eventual por sus posibles sucesores.
Por eso, resulta tan interesante la idea formulada hace unos días por el senador norteamericano Patrick Leahy, procedente del Estado de Vermont, y que además de presidir el Comité Judicial de esa cámara es uno de los integrantes más progresistas de la misma. Leahy propuso la creación de una Comisión de la Verdad para investigar las posibles violaciones a las leyes y a la Constitución por la Administración Bush. Dichas violaciones, que evidentemente encerrarían atropellos a los derechos humanos, se centrarían en el tema de la tortura (sobre todo el recurso al llamado water boarding, mas no limitado a ello), los centros de detención (principal, mas no únicamente Guantánamo), las llamadas entregas extraordinarias, que incluyeron aparentemente el sobrevuelo y escalas de aviones de la CIA en España (a Arabia Saudí, mas no exclusivamente a ese país) y otros abusos cometidos o palomeados por ex altos funcionarios como el vicepresidente Cheney, el secretario de la Defensa, Rumsfeld, y el procurador general, Gonzales.
Leahy, junto con algunos senadores más que apoyan la sugerencia como Sheldon Whitehouse de Road Island, y el representante John Conyers, presidente del Comité Judicial de la Cámara Baja, así como partidarios de la propuesta en la comunidad de derechos humanos, consideran que una Comisión de la Verdad, quizás semejante a la surafricana, dotada de poderes de presentación de personas y documentos, y de indulto, pero carente de la facultad del ejercicio de la acción penal, sería a la vez deseable y necesaria. Lo sería, en primer lugar, porque la acusación, consignación y juicio a través de los canales judiciales ordinarios, aunque sea posible, probablemente no desemboque en condenas y sentencias, sobre todo por razones de procedimiento; y en segundo lugar, porque consideran que la única manera de estigmatizar y prohibir, en el futuro, acciones semejantes a las del Gobierno de Bush consiste en investigarlas y castigarlas de esta manera para revocarles cualquier vigencia con precedentes aceptables. También creen, con bastante razón, que el resto del mundo jamás creerá en la rectificación y el arrepentimiento estadounidenses hasta que no se ajusten cuentas con el pasado, lo cual sólo puede lograrse, en esta perspectiva, a través de algún tipo de catarsis de “saber y publicitar”, sino de “castigar”.
Abundan las objeciones, por supuesto, y algunas de ellas, sin duda, explican las reservas del presidente Obama, que ha reaccionado insistiendo en que prefiere mirar hacia adelante, que hacia atrás. La primera objeción estriba justamente en que este procedimiento hace hincapié en el pasado, y en vista del rechazo virulento que la idea misma ha provocado entre varios miembros del Partido Republicano, resulta obvio que no sería conducente a cualquier tipo de bipartidismo, en el tema que fuera. En segundo lugar, si una comisión de esta índole fuera a acusar a alguien, o si sus conclusiones provocaran la consignación de alguien, pero dichos esfuerzos fracasaran antes de llegar a la sentencia, el episodio constituiría una especie de rehabilitación del Gobierno de Bush, y dejaría el respeto por los derechos humanos y por la ley más desacreditado que antes. La consigna de “dejar que los muertos entierren a los muertos”, tema de un enorme debate reciente en España, no carece de méritos, aunque denigrar la investigación del pasado alegando que EE UU no es América Latina y que todo esto recoge un retintín tercermundista representa justamente el tipo de actitud que hundió a EE UU en el desprestigio que hoy padece en el mundo entero.
El que escribe pudo participar directamente en los debates que tuvieron lugar en México a principio de la Administración anterior sobre la creación de una Comisión de la Verdad. Junto con Adolfo Aguilar Zinser (DEP), fuimos los únicos integrantes del Gabinete del presidente Fox a favor de este camino. Pensábamos que en un mundo ideal, las pesquisas en torno al conjunto de abusos acontecidos durante los 70 años del régimen autoritario del PRI no debían circunscribirse a las violaciones de los derechos humanos (masacres: del 68, 10 de junio del 71, Acteal, Aguas Blancas, etcétera; desapariciones y tortura), sino abordar también los abusos de poder político y la corrupción. Pero aun limitando la mirada hacia atrás al tema de los derechos humanos, habría constituido un enorme paso hacia delante.
Las ventajas de una Comisión de la Verdad en México se antojaban evidentes. Se trataría de castigar a los autores de crímenes en el pasado; de establecer una ruptura con ese pasado, demostrándole a las familias de las víctimas, a la sociedad mexicana y a la comunidad internacional que, efectivamente, comenzaba una nueva era en México en materia de respeto a los derechos humanos, reconociendo que las instituciones judiciales del país, precisamente porque pertenecían a la era anterior, resultaban insuficientes para enfrentar estos desafíos.
Los inconvenientes también parecían evidentes: actuar de esa manera antagonizaría de manera ineludible al viejo partido en el poder, imposibilitando cualquier alianza con el PRI y condenado al nuevo Gobierno a la impotencia, dada su falta de mayoría en ambas Cámaras. La comunidad empresarial, la Iglesia, las fuerzas armadas, y quizás incluso los EE UU, no contemplaban con buenos ojos cualquier intento de remover los escombros del pasado, sobre todo si se trataba de excesos de los cuales hubieran sido cómplices. De cualquier manera, los retos ante el nuevo Gobierno eran de tal magnitud que los poderes fácticos mexicanos concluyeron que debiera concentrar su energía en el presente y en el futuro, no en el pasado. Sabemos hoy que Fox, al igual que el actual presidente de México, y aparentemente en compañía de Obama también, no obtuvieron ningún apoyo de sus respectivas oposiciones a cambio de su magnanimidad. Ahí hay una lección importante.
En esta batalla alcanzamos una especie de empate técnico. Se creó una Fiscalía Especial para investigar los crímenes del pasado, por un periodo muy definido, con magros recursos, y con un mandato ambiguo en materia de indulto, testigos protegidos y acceso obligatorio a documentos y testimonios. Al final decepcionaron los resultados, en gran medida porque los escasos intentos de juicio (por ejemplo, del ex presidente Luis Echeverría o contra el ex jefe de Seguridad Miguel Nassar Haro) fracasaron.
La enseñanza que el autor sacó de esta experiencia, que puede o no ser pertinente para EE UU -y otros países, por cierto-, es que si bien las medidas a medias jamás son idóneas, y en ocasiones pueden ser contraproducentes, son mejor que nada. La peor de las opciones reside en perpetuar la impunidad; casi siempre, las instituciones existentes, por el mero hecho de haber permitido los crímenes del pasado, son incapaces de investigarlos y castigarlos en el presente, o de impedirlos en el futuro.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Desde los juicios de Nuremberg y hasta los que puedan producirse en Cuba dentro de algún tiempo, un reto decisivo propio de todo tránsito, en una etapa (bélica o política) caracterizada por violaciones horrorosas (el primer caso) o simplemente reprobables (el segundo caso), a los derechos humanos ha sido el ajuste de cuentas con el pasado.
Nuremberg sentó precedentes -los ejecutantes no pueden invocar la obediencia debida- y en América Latina se ha pasado por diversas variantes de las comisiones de la verdad en Argentina (Nunca Jamás, de Sábato), en Chile, en Uruguay, en El Salvador, en Guatemala y en México a medias. Quizás una de las más conocidas y más acreditadas haya sido la Comisión de la Verdad y de la Reconciliación establecida por Nelson Mandela en Suráfrica y presidida por Desmond Tutu, aunque no quedó a salvo de críticas importantes en torno a sus disposiciones de indulto a cambio de confesiones y de debilidad de acciones punitivas. Que el tema sigue vigente me lo confirmó hace unas semanas un presidente latinoamericano, personalmente cercano a los círculos gobernantes cubanos, quien me argumentaba, con resignación, que el gran obstáculo para cualquier paso a la democracia representativa en la isla reside en el terror de la dirigencia habanera ante el juicio y castigo eventual por sus posibles sucesores.
Por eso, resulta tan interesante la idea formulada hace unos días por el senador norteamericano Patrick Leahy, procedente del Estado de Vermont, y que además de presidir el Comité Judicial de esa cámara es uno de los integrantes más progresistas de la misma. Leahy propuso la creación de una Comisión de la Verdad para investigar las posibles violaciones a las leyes y a la Constitución por la Administración Bush. Dichas violaciones, que evidentemente encerrarían atropellos a los derechos humanos, se centrarían en el tema de la tortura (sobre todo el recurso al llamado water boarding, mas no limitado a ello), los centros de detención (principal, mas no únicamente Guantánamo), las llamadas entregas extraordinarias, que incluyeron aparentemente el sobrevuelo y escalas de aviones de la CIA en España (a Arabia Saudí, mas no exclusivamente a ese país) y otros abusos cometidos o palomeados por ex altos funcionarios como el vicepresidente Cheney, el secretario de la Defensa, Rumsfeld, y el procurador general, Gonzales.
Leahy, junto con algunos senadores más que apoyan la sugerencia como Sheldon Whitehouse de Road Island, y el representante John Conyers, presidente del Comité Judicial de la Cámara Baja, así como partidarios de la propuesta en la comunidad de derechos humanos, consideran que una Comisión de la Verdad, quizás semejante a la surafricana, dotada de poderes de presentación de personas y documentos, y de indulto, pero carente de la facultad del ejercicio de la acción penal, sería a la vez deseable y necesaria. Lo sería, en primer lugar, porque la acusación, consignación y juicio a través de los canales judiciales ordinarios, aunque sea posible, probablemente no desemboque en condenas y sentencias, sobre todo por razones de procedimiento; y en segundo lugar, porque consideran que la única manera de estigmatizar y prohibir, en el futuro, acciones semejantes a las del Gobierno de Bush consiste en investigarlas y castigarlas de esta manera para revocarles cualquier vigencia con precedentes aceptables. También creen, con bastante razón, que el resto del mundo jamás creerá en la rectificación y el arrepentimiento estadounidenses hasta que no se ajusten cuentas con el pasado, lo cual sólo puede lograrse, en esta perspectiva, a través de algún tipo de catarsis de “saber y publicitar”, sino de “castigar”.
Abundan las objeciones, por supuesto, y algunas de ellas, sin duda, explican las reservas del presidente Obama, que ha reaccionado insistiendo en que prefiere mirar hacia adelante, que hacia atrás. La primera objeción estriba justamente en que este procedimiento hace hincapié en el pasado, y en vista del rechazo virulento que la idea misma ha provocado entre varios miembros del Partido Republicano, resulta obvio que no sería conducente a cualquier tipo de bipartidismo, en el tema que fuera. En segundo lugar, si una comisión de esta índole fuera a acusar a alguien, o si sus conclusiones provocaran la consignación de alguien, pero dichos esfuerzos fracasaran antes de llegar a la sentencia, el episodio constituiría una especie de rehabilitación del Gobierno de Bush, y dejaría el respeto por los derechos humanos y por la ley más desacreditado que antes. La consigna de “dejar que los muertos entierren a los muertos”, tema de un enorme debate reciente en España, no carece de méritos, aunque denigrar la investigación del pasado alegando que EE UU no es América Latina y que todo esto recoge un retintín tercermundista representa justamente el tipo de actitud que hundió a EE UU en el desprestigio que hoy padece en el mundo entero.
El que escribe pudo participar directamente en los debates que tuvieron lugar en México a principio de la Administración anterior sobre la creación de una Comisión de la Verdad. Junto con Adolfo Aguilar Zinser (DEP), fuimos los únicos integrantes del Gabinete del presidente Fox a favor de este camino. Pensábamos que en un mundo ideal, las pesquisas en torno al conjunto de abusos acontecidos durante los 70 años del régimen autoritario del PRI no debían circunscribirse a las violaciones de los derechos humanos (masacres: del 68, 10 de junio del 71, Acteal, Aguas Blancas, etcétera; desapariciones y tortura), sino abordar también los abusos de poder político y la corrupción. Pero aun limitando la mirada hacia atrás al tema de los derechos humanos, habría constituido un enorme paso hacia delante.
Las ventajas de una Comisión de la Verdad en México se antojaban evidentes. Se trataría de castigar a los autores de crímenes en el pasado; de establecer una ruptura con ese pasado, demostrándole a las familias de las víctimas, a la sociedad mexicana y a la comunidad internacional que, efectivamente, comenzaba una nueva era en México en materia de respeto a los derechos humanos, reconociendo que las instituciones judiciales del país, precisamente porque pertenecían a la era anterior, resultaban insuficientes para enfrentar estos desafíos.
Los inconvenientes también parecían evidentes: actuar de esa manera antagonizaría de manera ineludible al viejo partido en el poder, imposibilitando cualquier alianza con el PRI y condenado al nuevo Gobierno a la impotencia, dada su falta de mayoría en ambas Cámaras. La comunidad empresarial, la Iglesia, las fuerzas armadas, y quizás incluso los EE UU, no contemplaban con buenos ojos cualquier intento de remover los escombros del pasado, sobre todo si se trataba de excesos de los cuales hubieran sido cómplices. De cualquier manera, los retos ante el nuevo Gobierno eran de tal magnitud que los poderes fácticos mexicanos concluyeron que debiera concentrar su energía en el presente y en el futuro, no en el pasado. Sabemos hoy que Fox, al igual que el actual presidente de México, y aparentemente en compañía de Obama también, no obtuvieron ningún apoyo de sus respectivas oposiciones a cambio de su magnanimidad. Ahí hay una lección importante.
En esta batalla alcanzamos una especie de empate técnico. Se creó una Fiscalía Especial para investigar los crímenes del pasado, por un periodo muy definido, con magros recursos, y con un mandato ambiguo en materia de indulto, testigos protegidos y acceso obligatorio a documentos y testimonios. Al final decepcionaron los resultados, en gran medida porque los escasos intentos de juicio (por ejemplo, del ex presidente Luis Echeverría o contra el ex jefe de Seguridad Miguel Nassar Haro) fracasaron.
La enseñanza que el autor sacó de esta experiencia, que puede o no ser pertinente para EE UU -y otros países, por cierto-, es que si bien las medidas a medias jamás son idóneas, y en ocasiones pueden ser contraproducentes, son mejor que nada. La peor de las opciones reside en perpetuar la impunidad; casi siempre, las instituciones existentes, por el mero hecho de haber permitido los crímenes del pasado, son incapaces de investigarlos y castigarlos en el presente, o de impedirlos en el futuro.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
No hay comentarios.:
Publicar un comentario