Por Luis Magrinyà, escritor (EL PAÍS, 28/02/09):
No sé cuándo empezó, pero hace ya más de una década que el lenguaje gestual ha incorporado, con un leve alzamiento de manos y rápida flexión de dos deditos, el signo de las comillas a su repertorio. Que yo sepa, es la primera vez que un signo de puntuación ha cruzado ese espacio, toda una conquista que seguramente envidian el guión o el punto y coma; y, aunque posiblemente no quepa considerarlo un triunfo de la cultura escrita, sí parece significativo que haya sido ese signo en particular, y no otro, el que haya dado el salto. El hecho de que se trate de un signo de puntuación -y no de una letra, como la V de victoria, o la O de okay- indica, por lo demás, un intrigante grado de sofisticación.
Como ocurre con los usos muy difundidos, el gesto de las comillas se aplica ya indiscriminada y automáticamente, y resulta curioso verlo a veces hacer de forma viciosa, sin que signifique nada. Pero, cuando significa, suele dar a entender que lo que uno está diciendo no hay que tomarlo muy en serio. El gesto señala que lo que decimos es repetición de palabras o frases muchas veces dichas, pero de cuya autoridad, tan manoseada, no podemos ahora responsabilizarnos. Lo entrecomillado es siempre discurso transmitido, discurso de otros, y gracias al gesto podemos marcar una frontera entre lo que nosotros decimos y lo que hemos oído decir. Tiene un sentido cautelar, preventivo: “ojo, esto no lo estoy diciendo yo”, avisamos; nos permite poner en cuarentena lo que nos parece sospechoso, o directamente inaceptable. Podemos estar seguros de que, si alguien hace el gesto de las comillas mientras dice “el guapo Juan”, el susodicho Juan es un petardo. Es un rápido recurso para eso que tanto nos gusta, la ironía.
Sin embargo, en la lengua escrita las comillas no sólo tienen un uso irónico. Cuando leemos uno de esos típicos discursos que empiezan citando el Diccionario de la Real Academia, a Cicerón o a Paul Auster, las comillas no nos sugieren escepticismo o desapego, sino todo lo contrario. Paradójicamente, el signo sirve aquí no para marcar la frontera entre uno mismo y los otros, sino para borrarla: citamos literalmente aquello que suscribimos, no aquello de lo que dudamos. Si con el uso que ha pasado al lenguaje gestual ponemos en entredicho la autoridad, aquí nos identificamos con ella; intentamos, de hecho, que se nos pegue algo de ella. Las comillas nos colocan dentro, del mismo modo que antes nos colocaban fuera.
Entre la ironía y el homenaje, la nuestra parece ser una cultura de la cita. Una cultura además donde la cita no es sólo pura y objetiva textualidad.Lo que ponemos entre comillas define, de un modo u otro, lo que queremos ser y el lugar donde queremos estar. La ambivalencia del uso causa sin duda algunos conflictos: nadie quiere ser citado para que se burlen de él, y ahí tenemos decisiones judiciales que prohíben verter contenidos de una cadena de televisión en programas de zapping de otra. O, al menos, nadie quiere ser citado hasta estar seguro de algo, por ejemplo, de que “ABBA está inscrito en el adn del pop”, un reconocimiento que, después de hacerse de rogar, los compositores de Gimme Gimme Gimme exigieron a Madonna para cederle, previo pago de derechos, unos pocos compases. Otros, instalados con una naturalidad olímpica en la cultura de la cita, no se andan con miramientos: “Los grandes artistas roban, no hacen homenajes”, declaró el célebre Quentin Tarantino en 1994.
Eloy González Porta, en un reciente ensayo, sostiene que, si no fuera lícito “usar y recombinar” los elementos de nuestro paisaje mediático, entonces sólo nos quedaría la naturaleza, “aquella Naturaleza que, a decir de Samuel Beckett, nos ha abandonado”. El gesto de las comillas no es más que otro elemento característico de una cultura que se siente ajena a la naturaleza, y confía su supervivencia a un artificio -creado por uno o por otros- que se convierte en materia prima, moldeable y reutilizable, para nuestra afirmación.
¿Es, sin embargo, todo esto inevitable? Una de las películas más disparatadas de la pasada temporada, Rebobine, por favor, de Michel Gondry, por supuesto ausente de la lista de los Oscar, ofrecía una curiosa propuesta en este sentido. En ella, un absurdo accidente magnético borraba todas las cintas de un videoclub y su dependiente, en compañía de un amigo, decidía volver a rodar las películas, con sus propios y limitados medios, para no enojar al dueño ni a la fiel clientela. Ésta, en efecto, se llevaba a casa copias inenarrables -hechas al estilo sueco, les decían- de grandes éxitos del ramo: Los cazafantasmas, Robocop, 2001, El rey león, Hora punta 2… en versión cutre tech, con una duración de 20 minutos y atrezo de espumillón, hojalata y papel de plata. El entusiasmo con que eran acogidas -”son más creativas”- pronto movilizaba a todo el barrio, pero también, ay, a los propietarios de los derechos, a los que en absoluto convencía el argumento de los infractores de que “estas películas las hemos hecho nosotros”. Con la subsiguiente destrucción de las cintas, parece, en plena desmoralización, que la creatividad ha perdido todas sus fuentes. Pero de pronto -y esto es lo interesante-, como si se les hubiera olvidado, alguien dice: “No hace falta imitar”, y el barrio entero se lanza a la producción de una película “nueva”, una fantasía biográfica sobre el músico de jazz Fats Waller, que, según una leyenda, vivió en el edificio -a punto de desahucio- donde se aloja el videoclub.
No se experimenta, en toda la película, un sentimiento mayor de comunidad, de continuidad, e incluso de éxtasis que la noche en que se proyecta esa película original sobre una sábana tendida sobre el escaparate del videoclub. Hasta la policía y un agente de desahucios respiran, por un momento, el aire de un prodigio. Es posible que tal conclusión se nos antoje un poco voluntariosa y chocha, como una misa en las catacumbas, no lo niego; pero no deja de ser un síntoma. Es la cultura de la cita la que había hecho olvidar a la comunidad que se podía, ya no crear, sino vivir sin citar, y es la cultura de la cita la que induce a esa reacción primitiva, sobrecogida y silenciosa, propia del pensamiento mágico, ante la obra nueva. Descubrir de pronto que la cita era sólo un aprendizaje produce, tras tan larga habituación, una nueva ingenuidad. Y es que “a veces -como nos recuerda la frase promocional de Rebobine, por favor- las mejores películas son las que nos inventamos nosotros”.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
No sé cuándo empezó, pero hace ya más de una década que el lenguaje gestual ha incorporado, con un leve alzamiento de manos y rápida flexión de dos deditos, el signo de las comillas a su repertorio. Que yo sepa, es la primera vez que un signo de puntuación ha cruzado ese espacio, toda una conquista que seguramente envidian el guión o el punto y coma; y, aunque posiblemente no quepa considerarlo un triunfo de la cultura escrita, sí parece significativo que haya sido ese signo en particular, y no otro, el que haya dado el salto. El hecho de que se trate de un signo de puntuación -y no de una letra, como la V de victoria, o la O de okay- indica, por lo demás, un intrigante grado de sofisticación.
Como ocurre con los usos muy difundidos, el gesto de las comillas se aplica ya indiscriminada y automáticamente, y resulta curioso verlo a veces hacer de forma viciosa, sin que signifique nada. Pero, cuando significa, suele dar a entender que lo que uno está diciendo no hay que tomarlo muy en serio. El gesto señala que lo que decimos es repetición de palabras o frases muchas veces dichas, pero de cuya autoridad, tan manoseada, no podemos ahora responsabilizarnos. Lo entrecomillado es siempre discurso transmitido, discurso de otros, y gracias al gesto podemos marcar una frontera entre lo que nosotros decimos y lo que hemos oído decir. Tiene un sentido cautelar, preventivo: “ojo, esto no lo estoy diciendo yo”, avisamos; nos permite poner en cuarentena lo que nos parece sospechoso, o directamente inaceptable. Podemos estar seguros de que, si alguien hace el gesto de las comillas mientras dice “el guapo Juan”, el susodicho Juan es un petardo. Es un rápido recurso para eso que tanto nos gusta, la ironía.
Sin embargo, en la lengua escrita las comillas no sólo tienen un uso irónico. Cuando leemos uno de esos típicos discursos que empiezan citando el Diccionario de la Real Academia, a Cicerón o a Paul Auster, las comillas no nos sugieren escepticismo o desapego, sino todo lo contrario. Paradójicamente, el signo sirve aquí no para marcar la frontera entre uno mismo y los otros, sino para borrarla: citamos literalmente aquello que suscribimos, no aquello de lo que dudamos. Si con el uso que ha pasado al lenguaje gestual ponemos en entredicho la autoridad, aquí nos identificamos con ella; intentamos, de hecho, que se nos pegue algo de ella. Las comillas nos colocan dentro, del mismo modo que antes nos colocaban fuera.
Entre la ironía y el homenaje, la nuestra parece ser una cultura de la cita. Una cultura además donde la cita no es sólo pura y objetiva textualidad.Lo que ponemos entre comillas define, de un modo u otro, lo que queremos ser y el lugar donde queremos estar. La ambivalencia del uso causa sin duda algunos conflictos: nadie quiere ser citado para que se burlen de él, y ahí tenemos decisiones judiciales que prohíben verter contenidos de una cadena de televisión en programas de zapping de otra. O, al menos, nadie quiere ser citado hasta estar seguro de algo, por ejemplo, de que “ABBA está inscrito en el adn del pop”, un reconocimiento que, después de hacerse de rogar, los compositores de Gimme Gimme Gimme exigieron a Madonna para cederle, previo pago de derechos, unos pocos compases. Otros, instalados con una naturalidad olímpica en la cultura de la cita, no se andan con miramientos: “Los grandes artistas roban, no hacen homenajes”, declaró el célebre Quentin Tarantino en 1994.
Eloy González Porta, en un reciente ensayo, sostiene que, si no fuera lícito “usar y recombinar” los elementos de nuestro paisaje mediático, entonces sólo nos quedaría la naturaleza, “aquella Naturaleza que, a decir de Samuel Beckett, nos ha abandonado”. El gesto de las comillas no es más que otro elemento característico de una cultura que se siente ajena a la naturaleza, y confía su supervivencia a un artificio -creado por uno o por otros- que se convierte en materia prima, moldeable y reutilizable, para nuestra afirmación.
¿Es, sin embargo, todo esto inevitable? Una de las películas más disparatadas de la pasada temporada, Rebobine, por favor, de Michel Gondry, por supuesto ausente de la lista de los Oscar, ofrecía una curiosa propuesta en este sentido. En ella, un absurdo accidente magnético borraba todas las cintas de un videoclub y su dependiente, en compañía de un amigo, decidía volver a rodar las películas, con sus propios y limitados medios, para no enojar al dueño ni a la fiel clientela. Ésta, en efecto, se llevaba a casa copias inenarrables -hechas al estilo sueco, les decían- de grandes éxitos del ramo: Los cazafantasmas, Robocop, 2001, El rey león, Hora punta 2… en versión cutre tech, con una duración de 20 minutos y atrezo de espumillón, hojalata y papel de plata. El entusiasmo con que eran acogidas -”son más creativas”- pronto movilizaba a todo el barrio, pero también, ay, a los propietarios de los derechos, a los que en absoluto convencía el argumento de los infractores de que “estas películas las hemos hecho nosotros”. Con la subsiguiente destrucción de las cintas, parece, en plena desmoralización, que la creatividad ha perdido todas sus fuentes. Pero de pronto -y esto es lo interesante-, como si se les hubiera olvidado, alguien dice: “No hace falta imitar”, y el barrio entero se lanza a la producción de una película “nueva”, una fantasía biográfica sobre el músico de jazz Fats Waller, que, según una leyenda, vivió en el edificio -a punto de desahucio- donde se aloja el videoclub.
No se experimenta, en toda la película, un sentimiento mayor de comunidad, de continuidad, e incluso de éxtasis que la noche en que se proyecta esa película original sobre una sábana tendida sobre el escaparate del videoclub. Hasta la policía y un agente de desahucios respiran, por un momento, el aire de un prodigio. Es posible que tal conclusión se nos antoje un poco voluntariosa y chocha, como una misa en las catacumbas, no lo niego; pero no deja de ser un síntoma. Es la cultura de la cita la que había hecho olvidar a la comunidad que se podía, ya no crear, sino vivir sin citar, y es la cultura de la cita la que induce a esa reacción primitiva, sobrecogida y silenciosa, propia del pensamiento mágico, ante la obra nueva. Descubrir de pronto que la cita era sólo un aprendizaje produce, tras tan larga habituación, una nueva ingenuidad. Y es que “a veces -como nos recuerda la frase promocional de Rebobine, por favor- las mejores películas son las que nos inventamos nosotros”.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
No hay comentarios.:
Publicar un comentario