Por José Tono Martínez, sociólogo y doctor en Filosofía, es escritor y ensayista. Su último libro es La doma del elefante (EL PAÍS, 19/02/09):
Bienvenidos a la Nueva Edad Media. Una vez más, los escritores han ganado una partida a los científicos sociales y a los filósofos a la hora de pronosticar hacia dónde vamos. Ya sucedió en los albores del industrialismo globalizado y colonial a gran escala cuando un Jules Verne indagó acerca de cómo podía ser el futuro. Y se debe decir: lo que vio no fue muy agradable.
De hecho, el Verne que crea a Nemo o escribe obras como Los Quinientos Millones de la Begún es un escritor desencantado que hace fracasar una empresa utópica científica y social convertida en dictadura. Su visión allí de la ciencia en manos del ser humano es una mezcla de reinado técnico sacrificado en el altar de la seguridad, y no en el de la libertad, prefigurando muchos de los horrores del siglo XX, y de los temores a lo que se nos viene encima.
La capacidad de síntesis de las grandes metáforas ha solido estar en manos de los creadores. Así, para entender de verdad el siglo XVI en España y sus problemas sabemos que hay que leer a Cervantes o a Quevedo, o para explorar una síntesis de la Francia de finales del XIX hasta la Primera Guerra Mundial hay que leer a Proust. Por contra, muchas de las memorias y ensayos de sus contemporáneos languidecen en los anaqueles de las bibliotecas, sin derecho a copia digital.
Sí es cierto, sin embargo, que la ciencia social y gran parte de la filosofía decimonónica, impuestas como seudociencia en el siglo XX, habían aspirado a producir modelos predictivos de fenómenos sociales y a prever secuencias históricas con un alto grado de fiabilidad. Pero la propia realidad ha repuesto sobre la mesa, a partir de los años ochenta del pasado siglo, la vieja idea del indeterminismo, y, asociada a ésta, la idea de que no es posible ni explicar por entero los grandes ciclos del pasado ni vaticinar los del futuro. Hay, digamos, interpretaciones más o menos equilibradas. Cada tiempo practica su propio revisionismo. Es lo que se comenzó a popularizar, por entonces, como debate de la posmodernidad.
En ese contexto, no hablaríamos ya de verdad sino de descripciones, valoraciones, pedagogías, estrategias, todas con intenciones (aviesas o benéficas) muy claras. Por último, lo sucedido desde la caída del muro, patentizado con la actual crisis, elimina el supuesto prestigio que dichas ciencias conservaban no ya ante sus pares, sino ante los demás, en lo que se refiere al valor predictivo y objetivo de sus formulaciones. Lo decía el filósofo hispano-mexicano Adolfo Sánchez Vázquez de la ciencia social y lo decía hace unos días John Carlin a propósito del periodismo: la objetividad es un mito, las más de las veces una coartada, es útil para los procedimientos, para el trazo grueso, pero no lo es para las decisiones fundamentales.
La crisis ha evidenciado que estas disciplinas y las técnicas a su servicio son en realidad herramientas al servicio de causas, ideología en un sentido marxiano ahora recuperado. Así, ya no habrá Modelo de Crecimiento, sino modelos, afectados por distintas geoestrategias e incluyendo para todos los posibles y deseables modelos de decrecimiento sostenible, en la línea de un Serge Latouche o en la del líder del Movimiento per la Decrescita Felice Maurizio Pallante. Lo contrario es suicida, como podemos leer en el recientemente publicado en España, Ecocidio (Ed. Laetoli, Pamplona), de Franz J. Broswimmer. O en cualquiera de los informes de Naciones Unidas referidos a Cambio Climático o a los Objetivos del Milenio.
Se impone un regreso a la Política con mayúsculas y una cierta limitación del mercado como centro único de toma de decisiones. Se trata de “redefinir por consenso” las tendencias de consumo tal y como señala el teórico del diseño PierLuigi Cattermole. Porque probablemente una parte de la solución de la crisis sistémica y global que estamos viviendo está al alcance de la mano, pero no la queremos ver ni implementar porque faltan precisamente consensos y, perdonen, coraje. Porque son soluciones que tienen que ver con cambios drásticos y radicales en la organización del trabajo, de la vida en la ciudad, en el consumo entre proveedor y cliente, incorporando valores de respeto y de responsabilidad de ese homo reciprocus, defendido por Francesco Morace en La estrategia del colibrí. La Globalización y su antídoto (Editorial Revista Experimenta, en prensa).
Lo que esta enorme crisis de valores está afirmando es el fin definitivo de ese tipo modelo de análisis lineal, autoritario. La dichosa posmodernidad ha demostrado ser muy correosa. Su debate apuntaba que la filosofía y la ciencia social tendían a difuminarse en relato, perdiendo su teleológica aspiración de objetividad. Por contra, se enfatizan ahora los modelos en red, arborescentes, sin conclusiones claras y con planteamientos más débiles, provisionales, aproximativos, no jerárquicos, con predominio de praxis alternativas frente a los discursos cerrados y machistas.
Ser relato no quiere decir no ser nada. Lo único que sucede es que su sistema de validación y aceptación es discursivo y, por definición, democrático. No hay verdad sino verdades. Y por supuesto, incluyen valoraciones éticas y ejemplos positivos, hasta heroicos, no basados en ciencia objetiva sino en historia, en tradiciones incorporadas. Por ejemplo, como diría Richard Rorty, la democracia es mejor para articular la convivencia racional, para la solución de conflictos en incorporación del cambio.
Una vez más el tiempo da una vuelta. Estamos ahora como aquellos ciudadanos de la Roma del siglo IV que descreían de sus dioses pero se veían incapaces de detener y comprender esos extraños cultos orientales, síntesis órficas premezcladas con ritos locales, que se imponían entre las masas y que acabaron ocupando todo el espacio de pensamiento, tal y como expuso Joseph Campbell en su Mitología Creativa. (Entre paréntesis, no es descartable una recuperación sesentayochista y hippy, ahora que algunos ex próceres y has-beens habían dado por enterrado aquel espíritu. Pues con todo derecho los más jóvenes, arrojados al más negro de los futuros, pueden decir: “Así que nos habéis llevado a esto”).
De lo que digo ya se están viendo rasgos. El mundo de lo mágico, de lo oculto, de lo conspirativo, de lo científico como turba y catástrofe vuelve, ya está aquí, entre nosotros, y de hecho el relato de magia se ha impuesto entre jóvenes y adultos. De Potter y Narnia al seudo-sufismo y a los mensajes esotéricos, nuestras novelas y fantasías están pobladas de brujos, seres de otras galaxias, secretos revelados y fantasías mil. Si los escritores y guionistas aciertan, parece que nos acercamos a una sociedad hipertecnológica, atrapada por el paradigma del control sobre el ciudadano, dirigida por estrafalarios nuevos merlines.
Yo deseo que no sea así: necesitamos nuevas metáforas. Y entre todos está el poder para que la salida sea otra. Pero no cabe duda de que la actual crisis acentúa (acredita) esa consciencia colectiva del “que nada se sabe”, como bien escribió en otros tiempos revueltos Francisco Sánchez, fundador del escepticismo racional en 1576. Y ojo. Éste es un escenario con riesgos donde todos quieren pescar. De ahí mi provocadora salutación a una Edad Media con traje seudo-científico. Con todo lo que esto supone.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Bienvenidos a la Nueva Edad Media. Una vez más, los escritores han ganado una partida a los científicos sociales y a los filósofos a la hora de pronosticar hacia dónde vamos. Ya sucedió en los albores del industrialismo globalizado y colonial a gran escala cuando un Jules Verne indagó acerca de cómo podía ser el futuro. Y se debe decir: lo que vio no fue muy agradable.
De hecho, el Verne que crea a Nemo o escribe obras como Los Quinientos Millones de la Begún es un escritor desencantado que hace fracasar una empresa utópica científica y social convertida en dictadura. Su visión allí de la ciencia en manos del ser humano es una mezcla de reinado técnico sacrificado en el altar de la seguridad, y no en el de la libertad, prefigurando muchos de los horrores del siglo XX, y de los temores a lo que se nos viene encima.
La capacidad de síntesis de las grandes metáforas ha solido estar en manos de los creadores. Así, para entender de verdad el siglo XVI en España y sus problemas sabemos que hay que leer a Cervantes o a Quevedo, o para explorar una síntesis de la Francia de finales del XIX hasta la Primera Guerra Mundial hay que leer a Proust. Por contra, muchas de las memorias y ensayos de sus contemporáneos languidecen en los anaqueles de las bibliotecas, sin derecho a copia digital.
Sí es cierto, sin embargo, que la ciencia social y gran parte de la filosofía decimonónica, impuestas como seudociencia en el siglo XX, habían aspirado a producir modelos predictivos de fenómenos sociales y a prever secuencias históricas con un alto grado de fiabilidad. Pero la propia realidad ha repuesto sobre la mesa, a partir de los años ochenta del pasado siglo, la vieja idea del indeterminismo, y, asociada a ésta, la idea de que no es posible ni explicar por entero los grandes ciclos del pasado ni vaticinar los del futuro. Hay, digamos, interpretaciones más o menos equilibradas. Cada tiempo practica su propio revisionismo. Es lo que se comenzó a popularizar, por entonces, como debate de la posmodernidad.
En ese contexto, no hablaríamos ya de verdad sino de descripciones, valoraciones, pedagogías, estrategias, todas con intenciones (aviesas o benéficas) muy claras. Por último, lo sucedido desde la caída del muro, patentizado con la actual crisis, elimina el supuesto prestigio que dichas ciencias conservaban no ya ante sus pares, sino ante los demás, en lo que se refiere al valor predictivo y objetivo de sus formulaciones. Lo decía el filósofo hispano-mexicano Adolfo Sánchez Vázquez de la ciencia social y lo decía hace unos días John Carlin a propósito del periodismo: la objetividad es un mito, las más de las veces una coartada, es útil para los procedimientos, para el trazo grueso, pero no lo es para las decisiones fundamentales.
La crisis ha evidenciado que estas disciplinas y las técnicas a su servicio son en realidad herramientas al servicio de causas, ideología en un sentido marxiano ahora recuperado. Así, ya no habrá Modelo de Crecimiento, sino modelos, afectados por distintas geoestrategias e incluyendo para todos los posibles y deseables modelos de decrecimiento sostenible, en la línea de un Serge Latouche o en la del líder del Movimiento per la Decrescita Felice Maurizio Pallante. Lo contrario es suicida, como podemos leer en el recientemente publicado en España, Ecocidio (Ed. Laetoli, Pamplona), de Franz J. Broswimmer. O en cualquiera de los informes de Naciones Unidas referidos a Cambio Climático o a los Objetivos del Milenio.
Se impone un regreso a la Política con mayúsculas y una cierta limitación del mercado como centro único de toma de decisiones. Se trata de “redefinir por consenso” las tendencias de consumo tal y como señala el teórico del diseño PierLuigi Cattermole. Porque probablemente una parte de la solución de la crisis sistémica y global que estamos viviendo está al alcance de la mano, pero no la queremos ver ni implementar porque faltan precisamente consensos y, perdonen, coraje. Porque son soluciones que tienen que ver con cambios drásticos y radicales en la organización del trabajo, de la vida en la ciudad, en el consumo entre proveedor y cliente, incorporando valores de respeto y de responsabilidad de ese homo reciprocus, defendido por Francesco Morace en La estrategia del colibrí. La Globalización y su antídoto (Editorial Revista Experimenta, en prensa).
Lo que esta enorme crisis de valores está afirmando es el fin definitivo de ese tipo modelo de análisis lineal, autoritario. La dichosa posmodernidad ha demostrado ser muy correosa. Su debate apuntaba que la filosofía y la ciencia social tendían a difuminarse en relato, perdiendo su teleológica aspiración de objetividad. Por contra, se enfatizan ahora los modelos en red, arborescentes, sin conclusiones claras y con planteamientos más débiles, provisionales, aproximativos, no jerárquicos, con predominio de praxis alternativas frente a los discursos cerrados y machistas.
Ser relato no quiere decir no ser nada. Lo único que sucede es que su sistema de validación y aceptación es discursivo y, por definición, democrático. No hay verdad sino verdades. Y por supuesto, incluyen valoraciones éticas y ejemplos positivos, hasta heroicos, no basados en ciencia objetiva sino en historia, en tradiciones incorporadas. Por ejemplo, como diría Richard Rorty, la democracia es mejor para articular la convivencia racional, para la solución de conflictos en incorporación del cambio.
Una vez más el tiempo da una vuelta. Estamos ahora como aquellos ciudadanos de la Roma del siglo IV que descreían de sus dioses pero se veían incapaces de detener y comprender esos extraños cultos orientales, síntesis órficas premezcladas con ritos locales, que se imponían entre las masas y que acabaron ocupando todo el espacio de pensamiento, tal y como expuso Joseph Campbell en su Mitología Creativa. (Entre paréntesis, no es descartable una recuperación sesentayochista y hippy, ahora que algunos ex próceres y has-beens habían dado por enterrado aquel espíritu. Pues con todo derecho los más jóvenes, arrojados al más negro de los futuros, pueden decir: “Así que nos habéis llevado a esto”).
De lo que digo ya se están viendo rasgos. El mundo de lo mágico, de lo oculto, de lo conspirativo, de lo científico como turba y catástrofe vuelve, ya está aquí, entre nosotros, y de hecho el relato de magia se ha impuesto entre jóvenes y adultos. De Potter y Narnia al seudo-sufismo y a los mensajes esotéricos, nuestras novelas y fantasías están pobladas de brujos, seres de otras galaxias, secretos revelados y fantasías mil. Si los escritores y guionistas aciertan, parece que nos acercamos a una sociedad hipertecnológica, atrapada por el paradigma del control sobre el ciudadano, dirigida por estrafalarios nuevos merlines.
Yo deseo que no sea así: necesitamos nuevas metáforas. Y entre todos está el poder para que la salida sea otra. Pero no cabe duda de que la actual crisis acentúa (acredita) esa consciencia colectiva del “que nada se sabe”, como bien escribió en otros tiempos revueltos Francisco Sánchez, fundador del escepticismo racional en 1576. Y ojo. Éste es un escenario con riesgos donde todos quieren pescar. De ahí mi provocadora salutación a una Edad Media con traje seudo-científico. Con todo lo que esto supone.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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