Por Manuel Castells (LA VANGUARDIA, 21/02/09):
Vivimos en una peligrosa fantasía. A saber, que esto es un mal trago, pero que en unos meses o máximo un año la crisis económica habrá pasado y todo volverá a ser como antes. Pues no. Nunca volverá a ser como antes. Técnicamente hablando, la expansión capitalista global reciente se ha debido a tres factores interrelacionados de los que ninguno funciona ahora. Primero, la demanda ha inducido dos tercios del crecimiento del PIB. Segundo, esta demanda ha sido posible por crédito fácil de instituciones financieras con escasa supervisión. Tercero, la rápida expansión de la demanda y el incremento salarial no han suscitado presiones inflacionistas porque el aumento de la productividad es resultante del cambio tecnológico y organizativo de la “nueva economía”.
El potencial de innovación tecnológica aún existe, pero como se ha secado el caudal de capital riesgo ya no se traduce en proyectos emprendedores y por tanto los incrementos de productividad pasan por eliminar empleo en lugar de resultar del aumento de eficiencia. El crédito a particulares y empresas ha caído en picado porque el sistema financiero global, en el que estamos todos aunque sigamos proclamando las bondades de nuestro propio sistema financiero, está en situación de quiebra. Sin la ayuda de los gobiernos, las bancarrotas se producirían en cadena, en España también, por la interpenetración entre nuestra banca y la banca internacional (por ejemplo, a través de Morgan Stanley, de Citigroup o de ING Barings). Por consiguiente, las ayudas públicas se quedan empantanadas en los bancos, que se protegen acumulando reservas, y sólo llegan a los inversores y consumidores con cuentagotas. Unas gotas que no bastan para crear empleo ni pagar salarios. Y por tanto, con un 20% de paro y los salarios congelados no hay forma de sostener la demanda, cae el consumo y se seca la principal fuente de crecimiento económico de la última década.
Y como el mundo se ha hecho global, lo que sumaba de un país a otro ahora resta de un país a otro. No es el fin del mundo, pero es el fin del consumo. No habrá que apretarse el cinturón, porque estaremos tan escuálidos que los cinturones que tenemos se nos caerán de grandes. Esto no es una predicción, sino pura constatación de los datos actuales. Estamos cambiando de modelo económico y por tanto social.
No es que salgamos del capitalismo, sino de la forma de capitalismo global que ha caracterizado el mundo en los últimos veinticinco años. Un modelo triunfante, de idolatría de un mercado al que se le suponía un automatismo benevolente de creación y reparto de riqueza y, de paso, garante de la libertad individual, conectando países a lo largo de su marcha triunfal en todo el planeta, obviando gobiernos y desoyendo reguladores, propulsado por una revolución tecnológica también teñida con tintes libertarios. Vanidad y todo vanidad. Ha bastado una crisis inmobiliaria vinculada a una crisis hipotecaria para que todo el castillo de naipes construido a partir de derivados financieros desintegrara el casino global en el que nos habíamos montado. Y en unos meses, los más arrogantes banqueros, corredores de bolsa y ejecutivos de multinacionales han suplicado a los gobiernos una intervención de una magnitud sin precedentes, so pena de quebrar sus empresas. Incluso han pasado por todas las humillaciones necesarias para salir del atolladero. Y esto no hace más que empezar, porque el agujero financiero es de tal calado que serán necesarias nuevas inyecciones de fondos en los próximos meses. No debería la izquierda regocijarse por esta hecatombe potencial del capitalismo financiero.
La última vez que se produjo una crisis de esta magnitud las consecuencias políticas fueron el nazismo, el fascismo y una atroz guerra mundial. La historia no se repite y todo depende de lo que hagan gobiernos, empresas y ciudadanos en los próximos meses. Pero habrá que andar con mucho cuidadito de no caer en la demagogia en la que han caído los republicanos en Estados Unidos intentando bloquear el plan de Obama so pretexto de que crea déficit. Una verdadera desvergüenza después de que la administración republicana, que heredó un país con superávit, acumulara un billón de dólares de déficit en tan sólo ocho años… Entonces, ¿qué hacer? Las medidas actuales son actuaciones de emergencia para evitar el colapso. Pero a partir de ahí habrá que ir configurando otro futuro, más estable, fundado en otro estilo de capitalismo en el que el sistema financiero ocupe un papel de apoyo y no de motor. Y en el que el cálculo del crecimiento incluya una contabilidad ecológica y social no sólo monetaria. En donde la regulación de la economía esté en manos de una administración transparente y participativa en la que los ciudadanos puedan depositar la confianza que ahora han perdido en relación con sus bancos. Esta semana el principal semanario de Estados Unidos, Newsweek, titulaba su portada con un provocador “Ahora somos todos socialistas”. Tampoco es eso, porque el socialismo real fue todavía más destructor e inestable y los socialistas pragmáticos en el poder en Europa también se montaron alegremente en el desenfreno financiero y en la creencia ideológica en un mercado milagrero. Eso sí, con Estado de bienestar y redistribución de riqueza por vía fiscal.
Pero ese modelo tampoco puede funcionar, porque no se acumula suficiente capital para subvencionar un paro del 20% o más durante un periodo indefinido. Y el endeudamiento público para financiar el colchón anticrisis se hará insostenible. De hecho, la Comisión Europea ya está expedientando a España por superar ampliamente los límites permisibles de endeudamiento. De modo que sabemos de dónde salimos pero no adónde vamos. Lo único seguro es que su consumo de bienes y servicios bajará y su tiempo para vivir aumentará. A condición de que no se haya olvidado de vivir y no le atenace la angustia de cómo salir del entramado de deuda en el que perdió sus mejores años. Después de la crisis económica, la esperanza de una nueva cultura.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Vivimos en una peligrosa fantasía. A saber, que esto es un mal trago, pero que en unos meses o máximo un año la crisis económica habrá pasado y todo volverá a ser como antes. Pues no. Nunca volverá a ser como antes. Técnicamente hablando, la expansión capitalista global reciente se ha debido a tres factores interrelacionados de los que ninguno funciona ahora. Primero, la demanda ha inducido dos tercios del crecimiento del PIB. Segundo, esta demanda ha sido posible por crédito fácil de instituciones financieras con escasa supervisión. Tercero, la rápida expansión de la demanda y el incremento salarial no han suscitado presiones inflacionistas porque el aumento de la productividad es resultante del cambio tecnológico y organizativo de la “nueva economía”.
El potencial de innovación tecnológica aún existe, pero como se ha secado el caudal de capital riesgo ya no se traduce en proyectos emprendedores y por tanto los incrementos de productividad pasan por eliminar empleo en lugar de resultar del aumento de eficiencia. El crédito a particulares y empresas ha caído en picado porque el sistema financiero global, en el que estamos todos aunque sigamos proclamando las bondades de nuestro propio sistema financiero, está en situación de quiebra. Sin la ayuda de los gobiernos, las bancarrotas se producirían en cadena, en España también, por la interpenetración entre nuestra banca y la banca internacional (por ejemplo, a través de Morgan Stanley, de Citigroup o de ING Barings). Por consiguiente, las ayudas públicas se quedan empantanadas en los bancos, que se protegen acumulando reservas, y sólo llegan a los inversores y consumidores con cuentagotas. Unas gotas que no bastan para crear empleo ni pagar salarios. Y por tanto, con un 20% de paro y los salarios congelados no hay forma de sostener la demanda, cae el consumo y se seca la principal fuente de crecimiento económico de la última década.
Y como el mundo se ha hecho global, lo que sumaba de un país a otro ahora resta de un país a otro. No es el fin del mundo, pero es el fin del consumo. No habrá que apretarse el cinturón, porque estaremos tan escuálidos que los cinturones que tenemos se nos caerán de grandes. Esto no es una predicción, sino pura constatación de los datos actuales. Estamos cambiando de modelo económico y por tanto social.
No es que salgamos del capitalismo, sino de la forma de capitalismo global que ha caracterizado el mundo en los últimos veinticinco años. Un modelo triunfante, de idolatría de un mercado al que se le suponía un automatismo benevolente de creación y reparto de riqueza y, de paso, garante de la libertad individual, conectando países a lo largo de su marcha triunfal en todo el planeta, obviando gobiernos y desoyendo reguladores, propulsado por una revolución tecnológica también teñida con tintes libertarios. Vanidad y todo vanidad. Ha bastado una crisis inmobiliaria vinculada a una crisis hipotecaria para que todo el castillo de naipes construido a partir de derivados financieros desintegrara el casino global en el que nos habíamos montado. Y en unos meses, los más arrogantes banqueros, corredores de bolsa y ejecutivos de multinacionales han suplicado a los gobiernos una intervención de una magnitud sin precedentes, so pena de quebrar sus empresas. Incluso han pasado por todas las humillaciones necesarias para salir del atolladero. Y esto no hace más que empezar, porque el agujero financiero es de tal calado que serán necesarias nuevas inyecciones de fondos en los próximos meses. No debería la izquierda regocijarse por esta hecatombe potencial del capitalismo financiero.
La última vez que se produjo una crisis de esta magnitud las consecuencias políticas fueron el nazismo, el fascismo y una atroz guerra mundial. La historia no se repite y todo depende de lo que hagan gobiernos, empresas y ciudadanos en los próximos meses. Pero habrá que andar con mucho cuidadito de no caer en la demagogia en la que han caído los republicanos en Estados Unidos intentando bloquear el plan de Obama so pretexto de que crea déficit. Una verdadera desvergüenza después de que la administración republicana, que heredó un país con superávit, acumulara un billón de dólares de déficit en tan sólo ocho años… Entonces, ¿qué hacer? Las medidas actuales son actuaciones de emergencia para evitar el colapso. Pero a partir de ahí habrá que ir configurando otro futuro, más estable, fundado en otro estilo de capitalismo en el que el sistema financiero ocupe un papel de apoyo y no de motor. Y en el que el cálculo del crecimiento incluya una contabilidad ecológica y social no sólo monetaria. En donde la regulación de la economía esté en manos de una administración transparente y participativa en la que los ciudadanos puedan depositar la confianza que ahora han perdido en relación con sus bancos. Esta semana el principal semanario de Estados Unidos, Newsweek, titulaba su portada con un provocador “Ahora somos todos socialistas”. Tampoco es eso, porque el socialismo real fue todavía más destructor e inestable y los socialistas pragmáticos en el poder en Europa también se montaron alegremente en el desenfreno financiero y en la creencia ideológica en un mercado milagrero. Eso sí, con Estado de bienestar y redistribución de riqueza por vía fiscal.
Pero ese modelo tampoco puede funcionar, porque no se acumula suficiente capital para subvencionar un paro del 20% o más durante un periodo indefinido. Y el endeudamiento público para financiar el colchón anticrisis se hará insostenible. De hecho, la Comisión Europea ya está expedientando a España por superar ampliamente los límites permisibles de endeudamiento. De modo que sabemos de dónde salimos pero no adónde vamos. Lo único seguro es que su consumo de bienes y servicios bajará y su tiempo para vivir aumentará. A condición de que no se haya olvidado de vivir y no le atenace la angustia de cómo salir del entramado de deuda en el que perdió sus mejores años. Después de la crisis económica, la esperanza de una nueva cultura.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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