Por Elena García Guitián, profesora del Departamento de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Autónoma de Madrid (EL PAÍS, 28/02/09):
El 8 de febrero se cumplieron seis meses de la entrada del Ejército georgiano en Tskhinvali y en Tbilisi, la capital georgiana, sonaron campanas de boda real en la catedral. Un espectáculo que recogió en nuestro país la prensa del corazón, a pesar de que finalmente no contara con la asistencia de los príncipes de Asturias. La mirada al pasado, traducida en el fuerte resurgimiento del poder de la Iglesia y la propuesta de una restauración monárquica, podría ser para algunos un remedio a los males tan evidentes de la política partidista georgiana.
Un generalizado pesimismo invade hoy a los georgianos. La guerra de agosto y la repercusión de la crisis económica mundial han cortado de raíz sus expectativas, esa creencia en que algo iba cambiando para bien después de tantos años, primero de conflictos militares y políticos muy duros y posteriormente de estancamiento total. Ahora se encuentran con una espectacular caída del crecimiento económico, debida a la pérdida de valor de su moneda, el lari; la huida de inversores extranjeros, inversión que constituye hasta el 20% del PIB; el incremento del paro; la destrucción de infraestructuras, y la presencia de numerosos refugiados. Aunque eso no parece desanimar al presidente Saakashvili, que se muestra muy optimista al comparar sus cifras con las de otros países de su entorno. Por eso a la sensación de humillación y tristeza de los ciudadanos hay que unir una creciente desconfianza en la política.
¿Cómo han transcurrido estos últimos meses? La actividad política y diplomática en Tbilisi después del conflicto ha sido frenética. La conferencia de donantes celebrada en Bruselas el otoño pasado año reunió a más de 67 países que ofrecieron millones de euros para la reconstrucción. Los viajes solidarios de los distintos líderes mundiales se multiplicaron y los embajadores georgianos intensificaron sus contactos para conseguir apoyos en todos los países.
A pesar de ello, la candidatura de Georgia para integrar la OTAN fue pospuesta indefinidamente hasta que se dieran las condiciones adecuadas, y muchos países que en un principio habían condenado sin paliativos a Rusia matizaron su discurso, no sólo considerando sus intereses económicos (energéticos) con Rusia, sino después de tener más datos sobre el conflicto, marcando distancias respecto al comportamiento del presidente georgiano.
No ha sido éste el caso de Estados Unidos, que el 9 de enero de este año firmó con Georgia un tratado bilateral de cooperación militar, comercial y energética -en el que se compromete a ayudar a su integración en la OTAN y otras instituciones- parecido al acordado en diciembre con Ucrania. Esa firma, realizada justo antes del cambio en la presidencia estadounidense, ha sido interpretada como un intento de crear un compromiso que condicione la futura política de Obama, de quien, a diferencia de lo que sucedía con Bush, el Gobierno georgiano no sabe qué puede esperar. Respecto al acuerdo, lo que quizás más sobresalto ha creado ha sido la declaración del presidente georgiano en el momento de la firma, recogida por la prensa internacional, en la que se refería al hecho de que, gracias al acuerdo, Georgia se haría más fuerte y sería capaz de seguir el camino para restaurar su integridad territorial.
Por su parte, Rusia se ha mostrado reticente a cumplir los acuerdos de paz. Permitió que los paramilitares acosaran y expulsaran a los osetios de origen georgiano, lo que, unido a los desplazados durante las acciones bélicas, ha dejado más de 25.000 refugiados en Georgia. Ha bloqueado la extensión del mandato de la OSCE dentro de los territorios en conflicto y sigue pidiendo adhesiones para reconocer la independencia de Osetia del Sur y Abjazia, y exigiendo su presencia en los foros internacionales, como las rondas de conversaciones en Ginebra. Además, todavía ocupa posiciones en territorio georgiano no disputado.
Dentro de Georgia, también ha habido muchos cambios. La comisión parlamentaria que se creó el 26 de septiembre para investigar las circunstancias en las que se había iniciado la ofensiva georgiana concluyó que toda la responsabilidad por lo sucedido recaía únicamente en Rusia, que había planeado y provocado la guerra, sin dejar otra salida a los georgianos más que la respuesta armada. Exoneraba así de toda responsabilidad a Saakashvili, aunque no al Consejo de Seguridad Nacional, debido a su incapacidad para prever la reacción rusa, ni al Ejército georgiano, acusado de mal funcionamiento en la campaña y cuyos responsables fueron destituidos. No obstante, algunas de las declaraciones individuales de políticos y funcionarios durante el procedimiento, por lo menos arrojaron dudas sobre la versión oficial.
También se realizaron cambios en el Gobierno, con relevos en las carteras de Educación, Defensa y Exteriores, pero que al final supusieron algo parecido a lo que ha sucedido durante los cuatro reajustes que Saakashvili ha realizado en un año: mera sustitución de unos ministros por otros, salidos en su mayoría de un círculo cercano a un presidente que exige sobre todo lealtad a su persona y que controla todas las decisiones.
El hecho de que uno de los objetivos declarados de Rusia fuera hacer caer al presidente, propició inicialmente el cierre de filas de los georgianos en torno a su líder. A pesar de ello, pronto aparecieron las primeras críticas, no sólo de la oposición sino también de políticos que habían ocupado cargos afines al Gobierno, y estas críticas se han ido sucediendo a lo largo de estos meses. Pero más que centrarse en la decisión de Saakashvili de enviar el Ejército a Osetia del Sur, el argumento que esgrimen es su autoritarismo en el ejercicio del poder. Se critica su estilo de liderazgo considerándolo no democrático, dado su control de los medios y el poder judicial. El Defensor del Pueblo, Sozar Subari, por ejemplo, ha denunciado abusos de derechos humanos justificados por la necesidad de construir un Estado fuerte. La antigua portavoz del Parlamento, Nino Burjanadze, exigió reformas electorales y ha creado un partido de oposición, como también se han convertido en opositores el anterior primer ministro, Zurab Noghaideli, o el antiguo embajador ante la ONU, Irakli Alazania, que últimamente es el que está adquiriendo más protagonismo.
Pero mientras el presidente sigue vendiendo de forma vehemente sus objetivos en todos los foros internacionales, incluso la posibilidad de liberar los territorios de Abjazia y Osetia del Sur “antes de lo que la gente cree”, y defiende sus credenciales como defensor de la democracia en el Cáucaso, su país ha experimentado una fuerte caída en los indicadores internacionales de democracia. La falta de institucionalización del sistema lo acerca más al modelo ruso que a otros, dada la concentración de poder en el Ejecutivo y el control que ejerce sobre los medios de comunicación, acentuado por el cierre del canal de TV opositor IMEDI. Su acumulación de poder, justificada por la necesidad de crear un Estado más funcional, ha dado lugar a un sistema paternalista de tendencias autoritarias, en el que no hay un equilibrio de poderes. Y a esto hay que sumar el hecho de que la sociedad civil activa está impulsada desde el exterior y depende de la financiación internacional, sin que realmente funcione como correa de transmisión de demandas o espacio de movilización de la población georgiana, que sólo parece implicarse en acciones de protesta esporádicas. Ello explica que Georgia haya dejado de ser considerada un Estado democrático en algunos índices internacionales que evalúan la calidad de las democracias.
Se acerca la primavera, época propicia para las protestas, y en una crisis económica brutal, los Gobiernos de corte autoritario pueden sentir tentaciones de recuperar el pulso perdido intentando solucionar viejas afrentas. Y no ha acabado el que para muchos analistas fue el primer conflicto de un mundo multipolar, que puso de relieve la impotencia de Estados Unidos y la división de Europa, y marcó la recuperación del potencial de Rusia, olvidado en parte por la violencia de la posterior entrada en Gaza de los israelíes.
Lo que la tozuda realidad nos obliga a tener bien presente es que las soluciones militares no suelen ser efectivas en este tipo de conflictos y cuando los sistemas políticos democráticos se apuntan a ellas, siempre acaban desvalorizando los principios que pretenden defender.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
El 8 de febrero se cumplieron seis meses de la entrada del Ejército georgiano en Tskhinvali y en Tbilisi, la capital georgiana, sonaron campanas de boda real en la catedral. Un espectáculo que recogió en nuestro país la prensa del corazón, a pesar de que finalmente no contara con la asistencia de los príncipes de Asturias. La mirada al pasado, traducida en el fuerte resurgimiento del poder de la Iglesia y la propuesta de una restauración monárquica, podría ser para algunos un remedio a los males tan evidentes de la política partidista georgiana.
Un generalizado pesimismo invade hoy a los georgianos. La guerra de agosto y la repercusión de la crisis económica mundial han cortado de raíz sus expectativas, esa creencia en que algo iba cambiando para bien después de tantos años, primero de conflictos militares y políticos muy duros y posteriormente de estancamiento total. Ahora se encuentran con una espectacular caída del crecimiento económico, debida a la pérdida de valor de su moneda, el lari; la huida de inversores extranjeros, inversión que constituye hasta el 20% del PIB; el incremento del paro; la destrucción de infraestructuras, y la presencia de numerosos refugiados. Aunque eso no parece desanimar al presidente Saakashvili, que se muestra muy optimista al comparar sus cifras con las de otros países de su entorno. Por eso a la sensación de humillación y tristeza de los ciudadanos hay que unir una creciente desconfianza en la política.
¿Cómo han transcurrido estos últimos meses? La actividad política y diplomática en Tbilisi después del conflicto ha sido frenética. La conferencia de donantes celebrada en Bruselas el otoño pasado año reunió a más de 67 países que ofrecieron millones de euros para la reconstrucción. Los viajes solidarios de los distintos líderes mundiales se multiplicaron y los embajadores georgianos intensificaron sus contactos para conseguir apoyos en todos los países.
A pesar de ello, la candidatura de Georgia para integrar la OTAN fue pospuesta indefinidamente hasta que se dieran las condiciones adecuadas, y muchos países que en un principio habían condenado sin paliativos a Rusia matizaron su discurso, no sólo considerando sus intereses económicos (energéticos) con Rusia, sino después de tener más datos sobre el conflicto, marcando distancias respecto al comportamiento del presidente georgiano.
No ha sido éste el caso de Estados Unidos, que el 9 de enero de este año firmó con Georgia un tratado bilateral de cooperación militar, comercial y energética -en el que se compromete a ayudar a su integración en la OTAN y otras instituciones- parecido al acordado en diciembre con Ucrania. Esa firma, realizada justo antes del cambio en la presidencia estadounidense, ha sido interpretada como un intento de crear un compromiso que condicione la futura política de Obama, de quien, a diferencia de lo que sucedía con Bush, el Gobierno georgiano no sabe qué puede esperar. Respecto al acuerdo, lo que quizás más sobresalto ha creado ha sido la declaración del presidente georgiano en el momento de la firma, recogida por la prensa internacional, en la que se refería al hecho de que, gracias al acuerdo, Georgia se haría más fuerte y sería capaz de seguir el camino para restaurar su integridad territorial.
Por su parte, Rusia se ha mostrado reticente a cumplir los acuerdos de paz. Permitió que los paramilitares acosaran y expulsaran a los osetios de origen georgiano, lo que, unido a los desplazados durante las acciones bélicas, ha dejado más de 25.000 refugiados en Georgia. Ha bloqueado la extensión del mandato de la OSCE dentro de los territorios en conflicto y sigue pidiendo adhesiones para reconocer la independencia de Osetia del Sur y Abjazia, y exigiendo su presencia en los foros internacionales, como las rondas de conversaciones en Ginebra. Además, todavía ocupa posiciones en territorio georgiano no disputado.
Dentro de Georgia, también ha habido muchos cambios. La comisión parlamentaria que se creó el 26 de septiembre para investigar las circunstancias en las que se había iniciado la ofensiva georgiana concluyó que toda la responsabilidad por lo sucedido recaía únicamente en Rusia, que había planeado y provocado la guerra, sin dejar otra salida a los georgianos más que la respuesta armada. Exoneraba así de toda responsabilidad a Saakashvili, aunque no al Consejo de Seguridad Nacional, debido a su incapacidad para prever la reacción rusa, ni al Ejército georgiano, acusado de mal funcionamiento en la campaña y cuyos responsables fueron destituidos. No obstante, algunas de las declaraciones individuales de políticos y funcionarios durante el procedimiento, por lo menos arrojaron dudas sobre la versión oficial.
También se realizaron cambios en el Gobierno, con relevos en las carteras de Educación, Defensa y Exteriores, pero que al final supusieron algo parecido a lo que ha sucedido durante los cuatro reajustes que Saakashvili ha realizado en un año: mera sustitución de unos ministros por otros, salidos en su mayoría de un círculo cercano a un presidente que exige sobre todo lealtad a su persona y que controla todas las decisiones.
El hecho de que uno de los objetivos declarados de Rusia fuera hacer caer al presidente, propició inicialmente el cierre de filas de los georgianos en torno a su líder. A pesar de ello, pronto aparecieron las primeras críticas, no sólo de la oposición sino también de políticos que habían ocupado cargos afines al Gobierno, y estas críticas se han ido sucediendo a lo largo de estos meses. Pero más que centrarse en la decisión de Saakashvili de enviar el Ejército a Osetia del Sur, el argumento que esgrimen es su autoritarismo en el ejercicio del poder. Se critica su estilo de liderazgo considerándolo no democrático, dado su control de los medios y el poder judicial. El Defensor del Pueblo, Sozar Subari, por ejemplo, ha denunciado abusos de derechos humanos justificados por la necesidad de construir un Estado fuerte. La antigua portavoz del Parlamento, Nino Burjanadze, exigió reformas electorales y ha creado un partido de oposición, como también se han convertido en opositores el anterior primer ministro, Zurab Noghaideli, o el antiguo embajador ante la ONU, Irakli Alazania, que últimamente es el que está adquiriendo más protagonismo.
Pero mientras el presidente sigue vendiendo de forma vehemente sus objetivos en todos los foros internacionales, incluso la posibilidad de liberar los territorios de Abjazia y Osetia del Sur “antes de lo que la gente cree”, y defiende sus credenciales como defensor de la democracia en el Cáucaso, su país ha experimentado una fuerte caída en los indicadores internacionales de democracia. La falta de institucionalización del sistema lo acerca más al modelo ruso que a otros, dada la concentración de poder en el Ejecutivo y el control que ejerce sobre los medios de comunicación, acentuado por el cierre del canal de TV opositor IMEDI. Su acumulación de poder, justificada por la necesidad de crear un Estado más funcional, ha dado lugar a un sistema paternalista de tendencias autoritarias, en el que no hay un equilibrio de poderes. Y a esto hay que sumar el hecho de que la sociedad civil activa está impulsada desde el exterior y depende de la financiación internacional, sin que realmente funcione como correa de transmisión de demandas o espacio de movilización de la población georgiana, que sólo parece implicarse en acciones de protesta esporádicas. Ello explica que Georgia haya dejado de ser considerada un Estado democrático en algunos índices internacionales que evalúan la calidad de las democracias.
Se acerca la primavera, época propicia para las protestas, y en una crisis económica brutal, los Gobiernos de corte autoritario pueden sentir tentaciones de recuperar el pulso perdido intentando solucionar viejas afrentas. Y no ha acabado el que para muchos analistas fue el primer conflicto de un mundo multipolar, que puso de relieve la impotencia de Estados Unidos y la división de Europa, y marcó la recuperación del potencial de Rusia, olvidado en parte por la violencia de la posterior entrada en Gaza de los israelíes.
Lo que la tozuda realidad nos obliga a tener bien presente es que las soluciones militares no suelen ser efectivas en este tipo de conflictos y cuando los sistemas políticos democráticos se apuntan a ellas, siempre acaban desvalorizando los principios que pretenden defender.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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