Por Juan Goytisolo, escritor (EL PAÍS, 19/02/09):
En un artículo aparecido en este periódico (La nueva trama de Sarajevo, 18-10-2008), Beatriz Portinari examinaba la actual narrativa de la ex Federación Yugoslava escrita por autores que vivieron las guerras en los distintos Estados que componían aquélla o que, oriundos de ellos, escogieron el exilio europeo o norteamericano y permanecen en él después de los paticojos acuerdos de Dayton, la independencia de Montenegro y de Kosovo, la muerte de Milosevic en La Haya y la captura de Karadzic. Antes del funesto Memorándum de la Academia de Ciencias de Belgrado y del discurso de Milosevic en el Campo de los Mirlos, la literatura yugoslava conocida fuera de las fronteras de la ex federación se reducía a un par de nombres: el Nobel Ivo Andric y Danilo Kis. Sin descartar los méritos y pasajes inolvidables del primero, la obra de Kis, judío de Voivodina -esto es, de una provincia periférica de Serbia, poblada de diferentes etnias-, refleja antes y mejor que nadie, en razón de su singularidad cultural y artística, la tragedia que se gestaba: su narrativa no cabe en los límites de la llamada literatura balcánica, pertenece, como la de Kundera, al núcleo de la gran literatura europea de la segunda mitad de la pasada centuria. El desencanto, la amargura y el humor negro respecto al nacionalismo patriótico y al relato heroico de la Gran Serbia desmonta avant la lettre la retórica de Dobrica Cocik y demás paladines intelectuales de la siniestra limpieza étnica.
Como dice el escritor montenegrino Marko Vesovic, profesor en la Universidad de Sarajevo, a Isabel Núñez en sus Conversaciones en torno a la guerra de los Balcanes, sobre el núcleo de intelectuales serbios que alimentaron la retórica ultranacionalista de Milosevic, “probablemente ésta sea la única guerra de la historia plantada y dirigida por escritores”. La única no, pero sí la más sangrienta y de efectos perdurables. La implosión de la ex Yugoslavia afectó especialmente a aquellos ciudadanos de la misma que no encajaban en ningún casillero étnico ni tribal, como el propio Vesovic (”Estoy viviendo en un país donde no existo. Estaba luchando por un país que ya no existe, que luchaba para que no lo fragmentaran y lo han hecho pedazos”) o la sarajevita Ferida Durakovic (”No fue una guerra entre grupos étnicos distintos, sino entre nacionalistas retrógrados y gente que creía en otra forma de vida, más libre, abierta y tolerante”).
Para Ozren Kebo, autor del conmovedor Bienvenue en enfer. Sarajevo, mode d’emploi, “Bosnia fue vendida y traicionada por la Unión Europea. (…) ¿Qué hicieron sus políticos para evitar la matanza? ¡Nada! Se sentaron a contemplar el genocidio y pronunciaron discursos huecos sobre la igualdad de culpas (de las partes implicadas). (…) Pero, según datos de la ONU, el 90% de los crímenes de guerra fueron perpetrados por las fuerzas serbias, el 7% por los croatas y el 3% por los bosnios”. El resumen de lo acaecido entre abril 1992 y setiembre 1995 es exacto (¿habría durado el asedio de Sarajevo 42 meses si los asediadores hubieran sido musulmanes -laicos y democráticos- y los asediados cristianos?), y coincido con Kebo en que, fuera de las minorías ultranacionalistas de Belgrado y Zagreb, la guerra no respondía a un odio interétnico: éste se originó a causa de ella. La convivencia multiétnica de Sarajevo, defendida por el Gobierno bosnio, fue una víctima más del cerco. Como pude comprobar en mis recientes visitas a la ciudad, las distintas comunidades que componen su población tienden a vivir replegadas en sí mismas, y el voto municipal del pasado otoño confirmó mis temores: los partidos nacionalistas serbios, croatas y bosnio-musulmanes se afianzaron en sus correspondientes feudos de la República Sparska y de la Federación Bosnio-croata mientras que los partidos multiétnicos, como el Partido Socialdemócrata, retrocedían.
Si las cosas han mejorado en Croacia desde la muerte de Tudjman -lamento tan sólo la desaparición del Ferald Tribune, el equivalente demócrata del Oslobodenje sarajevista-, las entrevistas de Isabel Núñez a varios escritores serbios reflejan las contradicciones dolorosas de una sociedad traumatizada por los desastres del conflicto y la aceptación acrítica de una buena parte de ella del discurso del odio de Milosevic y de sus asesores mitológicos. Mientras algunos reducen el conflicto a una “guerra de vecinos”, como lo fue en bastantes pueblos de la Península durante la Guerra Civil española -”fulano no iba a misa, votó republicano”-, Slavenka Drakulic, de origen croata, apunta al odio patriarcal y rural de la ex Yugoslavia a las mujeres modernas y libres de los núcleos urbanos -como dijeron cuatro acusados de crímenes de guerra en el enclave musulmán de Foca, ellos no habían matado a nadie, “sólo habían violado” a varias mujeres, algo que les parecía natural y no constitutivo por consiguiente de delito alguno-, o el silencio y el negacionismo, tanto serbio como croata, de las tropelías y matanzas cometidas por el propio bando. Con mayor ironía y humor, Dusan Velickovic (Amor Mundi, Ed. Del Bronce, 2003) escribe: “Un bombardeo es el momento idóneo para poner en orden mi biblioteca”. Como apostilla Isabel Núñez, “en Sarajevo, durante el asedio, muchos usaban los libros para calentarse ante la falta de electricidad en el duro invierno balcánico y elegían qué libros quemar primero y qué libros conservar a toda costa, convirtiendo el drama en un sistema de prioridades literarias”.
La entrevista más significativa del libro quizá sea la de Miroslav Toholj, novelista y editor del bardo-psiquiatra-genocida-curandero practicante de medicina alternativa, Radovan Karadzic. Toholj, ex ministro de Información de la República Sparska, tras descalificar la prejuiciada visión exterior de la guerra y exculparse de su participación en ella, afirma rotundamente que “su amigo es uno de los mejores poetas, no sólo de poetas serbios de Bosnia, sino de toda Yugoslavia”. Ésta no era en modo alguno la opinión del crítico sarajevita que me entrevistó en un sótano en enero de 1994: según él, el criminal de guerra actualmente detenido en La Haya era un mero perpetrador de versos facilotes que, despechado con él por su opinión negativa de los mismos, bombardeó con saña con su artillería el piso del edificio en el que residía y del que tuvo que huir de estampía al comienzo mismo del cerco.
Lamento únicamente que un libro tan oportuno como el de Isabel Núñez no haya recogido la opinión de quienes más sufrieron el asedio y lucharon con sus plumas contra él, como el poeta Abdulá Sidran (”lo único que se puede escribir hoy en Sarajevo es una crónica necrológica”), Zladko Dizdarovic (periodista de Oslobodenje, en el que publicaba su Diario de guerra), Asaf Dzanic (editor y traductor, comandante de la Armiya mientras duró el sitio), Nezad Ibrisimovic (novelista superviviente del destruido e incomunicado barrio de Dobrinja): como me dijo en 1995, él no quemó sus libros para calentarse, pero se sirvió de ellos para cubrir los huecos abiertos en las paredes de su domicilio por la artillería de Karadzic. Sus testimonios hubieran enriquecido el abanico de puntos de vista recogidos en el libro.
No conozco toda la bibliografía documentada por Beatriz Portinari en el ya citado artículo, pero entre las obras que comenta yo escogería, por su valor literario, La cuestión de Bruno de Aleksandar Hemon (Anagrama) y, sobre todo, Sarajevo. Diario de un éxodo y Sara y Serafina de Dzevad Karahasan (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores). La huella fecunda de Danilo Kis es visible en ambos.
En el plano estrictamente testimonial, resulta sobrecogedora la lectura de Postales desde la tumba, de Emir Suljevic (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores). Su descripción del exterminio de Srebrenica en julio 1995 entronca con la mejor literatura de los sobrevivientes del genocidio nazi: “Entre mi supervivencia y su muerte (la de ocho mil y pico varones musulmanes fríamente asesinados por Mladic) no hay ninguna diferencia porque permanezco vivo en un mundo que está marcado para siempre, de forma indeleble, por su muerte”.
Evocaré, para concluir -aures habent et non audient- el vergonzoso silencio cómplice de Unprofor, Unión Europea y Naciones Unidas respecto a este genocidio, oculto por espacio de ¡45 días! a los medios informativos, pese al hecho de tratarse de la mayor matanza acaecida en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. El primer testimonio de ella, una entrevista con un fugitivo de la misma que alcanzó la capital bosnia y se reponía de su traumática odisea en el hospital sarajevita de Kosovo, fue publicado con mi firma en EL PAÍS (Cayó sobre nosotros un diluvio de fuego, 24 de agosto 1995). ¿Será necesario recordar a los políticos de la Unión Europea, tan cínicos o impotentes como los de hoy respecto a Gaza, que Srebrenica y Sarajevo eran “enclaves protegidos” por la comunidad internacional? Para oprobio de todos la historia repite, con variaciones sinfónicas, la misma musiquilla analgésica y adormecedora sobre una “tragedia” sin responsable alguno.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
En un artículo aparecido en este periódico (La nueva trama de Sarajevo, 18-10-2008), Beatriz Portinari examinaba la actual narrativa de la ex Federación Yugoslava escrita por autores que vivieron las guerras en los distintos Estados que componían aquélla o que, oriundos de ellos, escogieron el exilio europeo o norteamericano y permanecen en él después de los paticojos acuerdos de Dayton, la independencia de Montenegro y de Kosovo, la muerte de Milosevic en La Haya y la captura de Karadzic. Antes del funesto Memorándum de la Academia de Ciencias de Belgrado y del discurso de Milosevic en el Campo de los Mirlos, la literatura yugoslava conocida fuera de las fronteras de la ex federación se reducía a un par de nombres: el Nobel Ivo Andric y Danilo Kis. Sin descartar los méritos y pasajes inolvidables del primero, la obra de Kis, judío de Voivodina -esto es, de una provincia periférica de Serbia, poblada de diferentes etnias-, refleja antes y mejor que nadie, en razón de su singularidad cultural y artística, la tragedia que se gestaba: su narrativa no cabe en los límites de la llamada literatura balcánica, pertenece, como la de Kundera, al núcleo de la gran literatura europea de la segunda mitad de la pasada centuria. El desencanto, la amargura y el humor negro respecto al nacionalismo patriótico y al relato heroico de la Gran Serbia desmonta avant la lettre la retórica de Dobrica Cocik y demás paladines intelectuales de la siniestra limpieza étnica.
Como dice el escritor montenegrino Marko Vesovic, profesor en la Universidad de Sarajevo, a Isabel Núñez en sus Conversaciones en torno a la guerra de los Balcanes, sobre el núcleo de intelectuales serbios que alimentaron la retórica ultranacionalista de Milosevic, “probablemente ésta sea la única guerra de la historia plantada y dirigida por escritores”. La única no, pero sí la más sangrienta y de efectos perdurables. La implosión de la ex Yugoslavia afectó especialmente a aquellos ciudadanos de la misma que no encajaban en ningún casillero étnico ni tribal, como el propio Vesovic (”Estoy viviendo en un país donde no existo. Estaba luchando por un país que ya no existe, que luchaba para que no lo fragmentaran y lo han hecho pedazos”) o la sarajevita Ferida Durakovic (”No fue una guerra entre grupos étnicos distintos, sino entre nacionalistas retrógrados y gente que creía en otra forma de vida, más libre, abierta y tolerante”).
Para Ozren Kebo, autor del conmovedor Bienvenue en enfer. Sarajevo, mode d’emploi, “Bosnia fue vendida y traicionada por la Unión Europea. (…) ¿Qué hicieron sus políticos para evitar la matanza? ¡Nada! Se sentaron a contemplar el genocidio y pronunciaron discursos huecos sobre la igualdad de culpas (de las partes implicadas). (…) Pero, según datos de la ONU, el 90% de los crímenes de guerra fueron perpetrados por las fuerzas serbias, el 7% por los croatas y el 3% por los bosnios”. El resumen de lo acaecido entre abril 1992 y setiembre 1995 es exacto (¿habría durado el asedio de Sarajevo 42 meses si los asediadores hubieran sido musulmanes -laicos y democráticos- y los asediados cristianos?), y coincido con Kebo en que, fuera de las minorías ultranacionalistas de Belgrado y Zagreb, la guerra no respondía a un odio interétnico: éste se originó a causa de ella. La convivencia multiétnica de Sarajevo, defendida por el Gobierno bosnio, fue una víctima más del cerco. Como pude comprobar en mis recientes visitas a la ciudad, las distintas comunidades que componen su población tienden a vivir replegadas en sí mismas, y el voto municipal del pasado otoño confirmó mis temores: los partidos nacionalistas serbios, croatas y bosnio-musulmanes se afianzaron en sus correspondientes feudos de la República Sparska y de la Federación Bosnio-croata mientras que los partidos multiétnicos, como el Partido Socialdemócrata, retrocedían.
Si las cosas han mejorado en Croacia desde la muerte de Tudjman -lamento tan sólo la desaparición del Ferald Tribune, el equivalente demócrata del Oslobodenje sarajevista-, las entrevistas de Isabel Núñez a varios escritores serbios reflejan las contradicciones dolorosas de una sociedad traumatizada por los desastres del conflicto y la aceptación acrítica de una buena parte de ella del discurso del odio de Milosevic y de sus asesores mitológicos. Mientras algunos reducen el conflicto a una “guerra de vecinos”, como lo fue en bastantes pueblos de la Península durante la Guerra Civil española -”fulano no iba a misa, votó republicano”-, Slavenka Drakulic, de origen croata, apunta al odio patriarcal y rural de la ex Yugoslavia a las mujeres modernas y libres de los núcleos urbanos -como dijeron cuatro acusados de crímenes de guerra en el enclave musulmán de Foca, ellos no habían matado a nadie, “sólo habían violado” a varias mujeres, algo que les parecía natural y no constitutivo por consiguiente de delito alguno-, o el silencio y el negacionismo, tanto serbio como croata, de las tropelías y matanzas cometidas por el propio bando. Con mayor ironía y humor, Dusan Velickovic (Amor Mundi, Ed. Del Bronce, 2003) escribe: “Un bombardeo es el momento idóneo para poner en orden mi biblioteca”. Como apostilla Isabel Núñez, “en Sarajevo, durante el asedio, muchos usaban los libros para calentarse ante la falta de electricidad en el duro invierno balcánico y elegían qué libros quemar primero y qué libros conservar a toda costa, convirtiendo el drama en un sistema de prioridades literarias”.
La entrevista más significativa del libro quizá sea la de Miroslav Toholj, novelista y editor del bardo-psiquiatra-genocida-curandero practicante de medicina alternativa, Radovan Karadzic. Toholj, ex ministro de Información de la República Sparska, tras descalificar la prejuiciada visión exterior de la guerra y exculparse de su participación en ella, afirma rotundamente que “su amigo es uno de los mejores poetas, no sólo de poetas serbios de Bosnia, sino de toda Yugoslavia”. Ésta no era en modo alguno la opinión del crítico sarajevita que me entrevistó en un sótano en enero de 1994: según él, el criminal de guerra actualmente detenido en La Haya era un mero perpetrador de versos facilotes que, despechado con él por su opinión negativa de los mismos, bombardeó con saña con su artillería el piso del edificio en el que residía y del que tuvo que huir de estampía al comienzo mismo del cerco.
Lamento únicamente que un libro tan oportuno como el de Isabel Núñez no haya recogido la opinión de quienes más sufrieron el asedio y lucharon con sus plumas contra él, como el poeta Abdulá Sidran (”lo único que se puede escribir hoy en Sarajevo es una crónica necrológica”), Zladko Dizdarovic (periodista de Oslobodenje, en el que publicaba su Diario de guerra), Asaf Dzanic (editor y traductor, comandante de la Armiya mientras duró el sitio), Nezad Ibrisimovic (novelista superviviente del destruido e incomunicado barrio de Dobrinja): como me dijo en 1995, él no quemó sus libros para calentarse, pero se sirvió de ellos para cubrir los huecos abiertos en las paredes de su domicilio por la artillería de Karadzic. Sus testimonios hubieran enriquecido el abanico de puntos de vista recogidos en el libro.
No conozco toda la bibliografía documentada por Beatriz Portinari en el ya citado artículo, pero entre las obras que comenta yo escogería, por su valor literario, La cuestión de Bruno de Aleksandar Hemon (Anagrama) y, sobre todo, Sarajevo. Diario de un éxodo y Sara y Serafina de Dzevad Karahasan (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores). La huella fecunda de Danilo Kis es visible en ambos.
En el plano estrictamente testimonial, resulta sobrecogedora la lectura de Postales desde la tumba, de Emir Suljevic (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores). Su descripción del exterminio de Srebrenica en julio 1995 entronca con la mejor literatura de los sobrevivientes del genocidio nazi: “Entre mi supervivencia y su muerte (la de ocho mil y pico varones musulmanes fríamente asesinados por Mladic) no hay ninguna diferencia porque permanezco vivo en un mundo que está marcado para siempre, de forma indeleble, por su muerte”.
Evocaré, para concluir -aures habent et non audient- el vergonzoso silencio cómplice de Unprofor, Unión Europea y Naciones Unidas respecto a este genocidio, oculto por espacio de ¡45 días! a los medios informativos, pese al hecho de tratarse de la mayor matanza acaecida en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. El primer testimonio de ella, una entrevista con un fugitivo de la misma que alcanzó la capital bosnia y se reponía de su traumática odisea en el hospital sarajevita de Kosovo, fue publicado con mi firma en EL PAÍS (Cayó sobre nosotros un diluvio de fuego, 24 de agosto 1995). ¿Será necesario recordar a los políticos de la Unión Europea, tan cínicos o impotentes como los de hoy respecto a Gaza, que Srebrenica y Sarajevo eran “enclaves protegidos” por la comunidad internacional? Para oprobio de todos la historia repite, con variaciones sinfónicas, la misma musiquilla analgésica y adormecedora sobre una “tragedia” sin responsable alguno.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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