Por MIGUEL MORA / JUAN GÓMEZ - Roma / Berlín - (El País.com, 22/02/2009)
Los sondeos arrojan sombras sobre el futuro de la izquierda en Europa en plena crisis global. En septiembre, la socialdemocracia alemana puede quedar fuera del poder en Berlín por primera vez desde 1998. Y los socialistas franceses, que no ganan unas presidenciales desde 1988, ven cómo un nuevo partido radical amenaza su territorio electoral. Pero si hay un sitio donde la izquierda ya ha desaparecido del mapa, ése es Italia. Tras la dimisión de Walter Veltroni, esta semana, como secretario nacional del Partido Demócrata (PD), no tiene ni siquiera un líder.
Bueno, tiene uno pero es un interino. Y católico, por más señas. Se llama Dario Franceschini, tiene 50 años, es ex dirigente de la democristiana Margarita, era el número dos de Veltroni y gestionará el partido hasta el congreso, que se celebrará, si no hay novedades antes, en octubre.
La pregunta que se hacen muchos italianos es: ¿cómo ha llegado hasta este desastre la otrora poderosa izquierda italiana? ¿Qué ha pasado en el país para que los sucesores de Enrico Berlinguer y del Partido Comunista más potente de Europa formen hoy una banda de cadáveres políticos ridículamente dividida y entregada a la autodestrucción?
Mucha gente en Italia piensa que la respuesta tiene un nombre: Berlusconi. Otros piensan que el problema es, para empezar, nominal. Dicen que llamar izquierda a la presunta izquierda que encarna el PD es demasiado.
Quizá no se deba llamar izquierda a una variopinta casta de dirigentes radical chic (así llamaba el periodista Indro Montanelli a los revolucionarios de salón) que lleva aferrándose al poder desde hace 20 años, que vive lejos de los problemas reales de los ciudadanos, que forma su opinión sobre la globalización leyendo una prensa retórica y autorreferencial en sus carísimos pisos del centro de Roma o tomando martinis en las playas privadas de Toscana.
La verdad es que el balance de proezas amasado por la llamada izquierda italiana en los últimos 15 años da frío. Por no hacer, no han sido capaces ni de dar al país una ley de parejas de hecho.
Por supuesto, la izquierda tampoco se ha atrevido a legislar contra el conflicto de intereses que ha permitido al hombre más rico del país y dueño del mayor grupo de comunicación tomar el poder. Como dijo Veltroni esta semana: "Berlusconi ha ganado la batalla de la hegemonía social".
El PD ha perdido. Y se ha convertido en un ente neutro, pálido, sin identidad. Veltroni ha evitado usar la palabra izquierda casi desde que llegó al poder del partido, en octubre de 2007. Su sueño obamaniano ha acabado en pesadilla. Su renuncia ha dejado al partido recién nacido sumido en el caos y la división. Veltroni se ha ido haciendo suyas las palabras del escritor Ennio Flaiano: "Hoy he dejado a mi familia porque estaba cansado de sentirme solo".
Apuñalado por sus compañeros, que le pedían que fuera más duro; abandonado por intelectuales como Andrea Camilleri y Paolo Flores D'Arcais; adulado tan sólo por la prensa afín, y paralizado por el factor psicológico de ser el rival de Berlusconi, el honesto Veltroni, escritor estimable y orador ameno y culto, ha salido de escena sin cumplir sus promesas: rejuvenecer el partido y enraizarlo en la sociedad.
En sólo 15 meses, el PD ha dilapidado buena parte de la enorme ilusión que generaron unas primarias en las que participaron 3,5 millones de italianos. Queda un desierto por delante y un pasado doloroso, forjado con media docena de derrotas electorales que han extendido el poder de Berlusconi.
El PD había nacido en mayo de 2007 a semejanza de su homónimo estadounidense con la vocación de ser una fuerza reformista mayoritaria e incluyente. Fundiendo El Olivo y La Margarita, acunó en su nomenclatura a 45 notables con solera. Gente inteligente y pinturera, hoy casi todos elegantes cadáveres políticos.
Ex comunistas como Veltroni o Massimo D'Alema, ex radicales verdes como Francesco Rutelli, socialistas europeos como Piero Fassino, católicos centristas como Romano Prodi o Rosy Bindy, gobernadores condenados como Antonio Bassolino, democristianas mustias como la alcaldesa de Nápoles, Rosa Jervolino, heterodoxos filósofos venecianos como Massimo Cacciari, y barones norteños como el sindicalista turinés Sergio Chiamparino o el boloñés Sergio Cofferati, un alcalde de ideología cercana a la Liga Norte. Por si faltaba alguien, más tarde se sumarían a las listas electorales los radicales dirigidos por Emma Bonino.
Para dar fe de que la pluralidad del grupo era suficiente, antes de las elecciones generales de abril de 2008 Veltroni decidió deshacerse de los partidos de la izquierda maximalista y concurrir solo a las urnas, en alianza posterior con la Italia de los Valores del ex juez estrella Antonio di Pietro.
Su gesto tuvo la virtud de simplificar de un plumazo la disparatada pulverización que marcó el último Gobierno de Romano Prodi, que duró 722 días y repartió carteras entre una quincena de partiditos. Algunos tan de izquierdas que gobernaban de lunes a viernes, y el sábado salían en manifestación contra el primer ministro.
Llegaron las urnas y quedó reducida a cero la izquierda clásica. La frase de Fausto Bertinotti, el veterano líder obrero de Refundación que marcó tendencia con sus calcetines de lana de cachemira, fue tan histórica como su desaparición: "Tenemos que volver a las verjas de las fábricas".
El muro de Berlín había caído por fin en Italia. El PD de Veltroni fue apoyado por 12 millones de electores. Una derrota digna: el 33%. Sumado al 4% de Di Pietro, el 37%. Pero una derrota al fin y al cabo. Tocaba oposición, gobierno en la sombra, sudor y lágrimas.
Desde entonces sólo ha habido sombra, sudor y lágrimas. Berlusconi, en cambio, sonríe satisfecho. Probablemente lo hará hasta que fallezca. Su único problema será que, cuando diga lo de siempre, que la oposición es un nido de rojos, nadie le creerá. Porque ni habrá oposición ni serán rojos. Pero eso tampoco tiene importancia. Como dijo Ennio Flaiano, el gran guionista que colaboró con el cineasta Federico Fellini: "La situación en Italia es grave, pero no seria".
Alemania tampoco está para bromas. La Unión Demócrata Cristiana (CDU) de Angela Merkel corteja al Partido Liberal (FDP) con la mirada puesta en las elecciones federales de septiembre, mientras su actual socio socialdemócrata en la gran coalición parece abocado a los escaños de la oposición. Será la primera vez desde que Gerhard Schröder llegara a la cancillería en 1998. Estos casi 11 años de Gobierno, primero como socios principales de una colación con los Verdes y, desde 2005, como segundones en el Gabinete de Merkel, han desgastado los apoyos y la imagen del Partido Socialdemócrata (SPD) hasta sumirlo en una crisis existencial.
Según la encuesta que publica esta semana la revista Stern, el SPD obtendría ahora mismo el 22% de los votos. Precisamente ahora, durante la peor crisis del modelo capitalista liberal registrada en décadas, sale fortalecido con un 18% de intención de voto el FPD, un partido minoritario cuyo programa se basa en cantar las alabanzas del mercado libre.
Para una formación política con 136 años de historia y que desde 1957 no ha bajado del 30% de los sufragios en ninguna de las elecciones federales, un 22% sería un resultado catastrófico; el peor desde la prohibición del SPD por los nazis en 1933.
2008 fue sin duda un annus horribilis para los socialdemócratas alemanes. Tras el derrocamiento del renano Kurt Beck como presidente del SPD, en septiembre se hicieron con las riendas del partido el ministro de Exteriores, Frank-Walter Steinmeier, y el veterano dirigente Franz Müntefering. El primero asumió el liderazgo como candidato a canciller y dejó la presidencia del SPD al segundo tras una larga crisis de identidad. Los interminables dilemas sobre si había que pactar o no con los ex comunistas de La Izquierda y las constantes meteduras de pata de Beck dejaron paso al avezado Müntefering. Sin embargo, el candidato Steinmeier, cuya capacidad de seducción mediática es nula, no ha logrado dar verosimilitud al proyecto socialdemócrata de seguir en el Gobierno federal a partir de septiembre.
El debilitado SPD sólo podría gobernar en Berlín si pacta con La Izquierda, algo que Steinmeier descarta. O si logra forjar una improbable coalición semáforo con los Verdes y los liberales del FDP. Pero lo más probable es que pase a la oposición para poder demostrar si es capaz de sobrevivir al naufragio que amenaza a la izquierda europea.
Los sondeos arrojan sombras sobre el futuro de la izquierda en Europa en plena crisis global. En septiembre, la socialdemocracia alemana puede quedar fuera del poder en Berlín por primera vez desde 1998. Y los socialistas franceses, que no ganan unas presidenciales desde 1988, ven cómo un nuevo partido radical amenaza su territorio electoral. Pero si hay un sitio donde la izquierda ya ha desaparecido del mapa, ése es Italia. Tras la dimisión de Walter Veltroni, esta semana, como secretario nacional del Partido Demócrata (PD), no tiene ni siquiera un líder.
Bueno, tiene uno pero es un interino. Y católico, por más señas. Se llama Dario Franceschini, tiene 50 años, es ex dirigente de la democristiana Margarita, era el número dos de Veltroni y gestionará el partido hasta el congreso, que se celebrará, si no hay novedades antes, en octubre.
La pregunta que se hacen muchos italianos es: ¿cómo ha llegado hasta este desastre la otrora poderosa izquierda italiana? ¿Qué ha pasado en el país para que los sucesores de Enrico Berlinguer y del Partido Comunista más potente de Europa formen hoy una banda de cadáveres políticos ridículamente dividida y entregada a la autodestrucción?
Mucha gente en Italia piensa que la respuesta tiene un nombre: Berlusconi. Otros piensan que el problema es, para empezar, nominal. Dicen que llamar izquierda a la presunta izquierda que encarna el PD es demasiado.
Quizá no se deba llamar izquierda a una variopinta casta de dirigentes radical chic (así llamaba el periodista Indro Montanelli a los revolucionarios de salón) que lleva aferrándose al poder desde hace 20 años, que vive lejos de los problemas reales de los ciudadanos, que forma su opinión sobre la globalización leyendo una prensa retórica y autorreferencial en sus carísimos pisos del centro de Roma o tomando martinis en las playas privadas de Toscana.
La verdad es que el balance de proezas amasado por la llamada izquierda italiana en los últimos 15 años da frío. Por no hacer, no han sido capaces ni de dar al país una ley de parejas de hecho.
Por supuesto, la izquierda tampoco se ha atrevido a legislar contra el conflicto de intereses que ha permitido al hombre más rico del país y dueño del mayor grupo de comunicación tomar el poder. Como dijo Veltroni esta semana: "Berlusconi ha ganado la batalla de la hegemonía social".
El PD ha perdido. Y se ha convertido en un ente neutro, pálido, sin identidad. Veltroni ha evitado usar la palabra izquierda casi desde que llegó al poder del partido, en octubre de 2007. Su sueño obamaniano ha acabado en pesadilla. Su renuncia ha dejado al partido recién nacido sumido en el caos y la división. Veltroni se ha ido haciendo suyas las palabras del escritor Ennio Flaiano: "Hoy he dejado a mi familia porque estaba cansado de sentirme solo".
Apuñalado por sus compañeros, que le pedían que fuera más duro; abandonado por intelectuales como Andrea Camilleri y Paolo Flores D'Arcais; adulado tan sólo por la prensa afín, y paralizado por el factor psicológico de ser el rival de Berlusconi, el honesto Veltroni, escritor estimable y orador ameno y culto, ha salido de escena sin cumplir sus promesas: rejuvenecer el partido y enraizarlo en la sociedad.
En sólo 15 meses, el PD ha dilapidado buena parte de la enorme ilusión que generaron unas primarias en las que participaron 3,5 millones de italianos. Queda un desierto por delante y un pasado doloroso, forjado con media docena de derrotas electorales que han extendido el poder de Berlusconi.
El PD había nacido en mayo de 2007 a semejanza de su homónimo estadounidense con la vocación de ser una fuerza reformista mayoritaria e incluyente. Fundiendo El Olivo y La Margarita, acunó en su nomenclatura a 45 notables con solera. Gente inteligente y pinturera, hoy casi todos elegantes cadáveres políticos.
Ex comunistas como Veltroni o Massimo D'Alema, ex radicales verdes como Francesco Rutelli, socialistas europeos como Piero Fassino, católicos centristas como Romano Prodi o Rosy Bindy, gobernadores condenados como Antonio Bassolino, democristianas mustias como la alcaldesa de Nápoles, Rosa Jervolino, heterodoxos filósofos venecianos como Massimo Cacciari, y barones norteños como el sindicalista turinés Sergio Chiamparino o el boloñés Sergio Cofferati, un alcalde de ideología cercana a la Liga Norte. Por si faltaba alguien, más tarde se sumarían a las listas electorales los radicales dirigidos por Emma Bonino.
Para dar fe de que la pluralidad del grupo era suficiente, antes de las elecciones generales de abril de 2008 Veltroni decidió deshacerse de los partidos de la izquierda maximalista y concurrir solo a las urnas, en alianza posterior con la Italia de los Valores del ex juez estrella Antonio di Pietro.
Su gesto tuvo la virtud de simplificar de un plumazo la disparatada pulverización que marcó el último Gobierno de Romano Prodi, que duró 722 días y repartió carteras entre una quincena de partiditos. Algunos tan de izquierdas que gobernaban de lunes a viernes, y el sábado salían en manifestación contra el primer ministro.
Llegaron las urnas y quedó reducida a cero la izquierda clásica. La frase de Fausto Bertinotti, el veterano líder obrero de Refundación que marcó tendencia con sus calcetines de lana de cachemira, fue tan histórica como su desaparición: "Tenemos que volver a las verjas de las fábricas".
El muro de Berlín había caído por fin en Italia. El PD de Veltroni fue apoyado por 12 millones de electores. Una derrota digna: el 33%. Sumado al 4% de Di Pietro, el 37%. Pero una derrota al fin y al cabo. Tocaba oposición, gobierno en la sombra, sudor y lágrimas.
Desde entonces sólo ha habido sombra, sudor y lágrimas. Berlusconi, en cambio, sonríe satisfecho. Probablemente lo hará hasta que fallezca. Su único problema será que, cuando diga lo de siempre, que la oposición es un nido de rojos, nadie le creerá. Porque ni habrá oposición ni serán rojos. Pero eso tampoco tiene importancia. Como dijo Ennio Flaiano, el gran guionista que colaboró con el cineasta Federico Fellini: "La situación en Italia es grave, pero no seria".
Alemania tampoco está para bromas. La Unión Demócrata Cristiana (CDU) de Angela Merkel corteja al Partido Liberal (FDP) con la mirada puesta en las elecciones federales de septiembre, mientras su actual socio socialdemócrata en la gran coalición parece abocado a los escaños de la oposición. Será la primera vez desde que Gerhard Schröder llegara a la cancillería en 1998. Estos casi 11 años de Gobierno, primero como socios principales de una colación con los Verdes y, desde 2005, como segundones en el Gabinete de Merkel, han desgastado los apoyos y la imagen del Partido Socialdemócrata (SPD) hasta sumirlo en una crisis existencial.
Según la encuesta que publica esta semana la revista Stern, el SPD obtendría ahora mismo el 22% de los votos. Precisamente ahora, durante la peor crisis del modelo capitalista liberal registrada en décadas, sale fortalecido con un 18% de intención de voto el FPD, un partido minoritario cuyo programa se basa en cantar las alabanzas del mercado libre.
Para una formación política con 136 años de historia y que desde 1957 no ha bajado del 30% de los sufragios en ninguna de las elecciones federales, un 22% sería un resultado catastrófico; el peor desde la prohibición del SPD por los nazis en 1933.
2008 fue sin duda un annus horribilis para los socialdemócratas alemanes. Tras el derrocamiento del renano Kurt Beck como presidente del SPD, en septiembre se hicieron con las riendas del partido el ministro de Exteriores, Frank-Walter Steinmeier, y el veterano dirigente Franz Müntefering. El primero asumió el liderazgo como candidato a canciller y dejó la presidencia del SPD al segundo tras una larga crisis de identidad. Los interminables dilemas sobre si había que pactar o no con los ex comunistas de La Izquierda y las constantes meteduras de pata de Beck dejaron paso al avezado Müntefering. Sin embargo, el candidato Steinmeier, cuya capacidad de seducción mediática es nula, no ha logrado dar verosimilitud al proyecto socialdemócrata de seguir en el Gobierno federal a partir de septiembre.
El debilitado SPD sólo podría gobernar en Berlín si pacta con La Izquierda, algo que Steinmeier descarta. O si logra forjar una improbable coalición semáforo con los Verdes y los liberales del FDP. Pero lo más probable es que pase a la oposición para poder demostrar si es capaz de sobrevivir al naufragio que amenaza a la izquierda europea.
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