Por José María Martín Patino, presidente de la Fundación Encuentro (EL PAÍS, 20/02/09):
Me figuro que los inventores del sufijo ismo no pensaron en la descalificación, sino en las actitudes o movimientos innovadores: “puritanismo”, “modernismo”, “nacionalismo”, “socialismo”… Y ya sabemos que los innovadores corren el riesgo de equivocarse. No me parece justo empobrecer la carga semántica del fonema “laicismo”.
Del laicismo, el diccionario de la RAE se limita a decir: “doctrina que defiende la independencia del hombre o de la sociedad y más particularmente del Estado, respecto de cualquier organización o confesión religiosa”. Los que arrasaban conventos y asesinaban a curas y monjas estaban ebrios de venganza, pero no pueden presentarse como prototipos de laicismo. Los presidentes de las tres iglesias cristianas de Francia se referían, no hace mucho, al laicismo de la primera mitad del siglo pasado con la expresión más exacta de laïcité de combat. Algún prelado español debe estar más informado y se refiere al laicismo como “la laicidad a la francesa”. Por este camino se va en busca de las diferencias y se termina inevitablemente en la confrontación.
Creo que es imposible llegar a la solución de los problemas si nos dedicamos a abultar de manera habitual sus relieves más conflictivos. No es éste el procedimiento de solucionar y menos arrancar de raíz los conflictos sociales. Contribuimos a convertirlos en insolubles y, lo que es peor, en males nacionales.
Dentro de la Iglesia católica, Pío XII, dirigiéndose a un grupo de italianos de la región de las Marcas el 23 de marzo de 1958, se refirió a lo que él llamaba “legítima y sana laicidad del Estado”. En Francia, a pesar del Concordato de 1801 no aparece el término laïcité, ni figura ni forma parte de los ideales republicanos hasta después de la guerra de 1870. La Tercera República aprobó entre 1880 y 1905 un verdadero arsenal de leyes laicas sin emplear una sola vez el término laicidad. Todavía en las vísperas de la guerra de 1914, figuraba como neologismo y hasta final de siglo no fue admitido en la Enciclopedia Universalis (vol. 9, Paris, 1980, col. 743-747). Las autoridades lingüísticas son más severas que el pueblo en la aceptación de neologismos. Tampoco el abstracto “laicidad” figura en la última edición de nuestro diccionario de la RAE.
La jerarquía católica, en general, no puede negar la fuerte evolución semántica del término laicidad. Basta comparar el juicio que hacía San Pío X en la encíclica Vehementer nos (6, febrero 1906), dos meses y medio más tarde de la Ley de Separación votada en el Parlamento francés por la izquierda republicana. El Pontífice decía textualmente: “Es una tesis absolutamente falsa y un error pernicioso afirmar que sea necesario separar al Estado de la Iglesia”. Porque, en opinión de San Pío X, injuria a Dios, fundador de la sociedad humana, el que niega el orden sobrenatural, limitando el horizonte del Estado al fin de la prosperidad pública. Pervierte el orden establecido por Dios que exige la concordia armoniosa entre la sociedad religiosa y la civil.
La historia de dos siglos, a la vez tempestuosa y apasionada, demostró que la laicidad puede convivir con las religiones en un régimen pacífico y abierto. El ralliement (acercamiento) de León XIII culminó en la carta colectiva de la Conferencia Episcopal Francesa en diciembre de 1996: Proposer la foi dans la société actuelle (Proponer la fe en la sociedad actual). La insistencia del verbo “proponer” en vez del antiguo “imponer” fue típica de Juan Pablo II. Los medios, y aun el mismo estilo verbal, le hacen malas pasadas a la predicación de los católicos. No todos los medios de exponer sintonizan con el Evangelio.
Los franceses, en todo el documento al que estamos aludiendo, se tomaron muy en serio el verbo “proponer”. De ahí la importancia trascendental y la eficacia social que consiguió esta Declaración Colectiva de la Conferencia Episcopal francesa a partir de 1996. Hay que leerla toda, pero aquí nos tenemos que conformar con dos cortos párrafos:
“La separación de la Iglesia y del Estado, después de un siglo de experiencia, puede verse como una solución institucional que, permitiendo de manera efectiva distinguir lo que concierne a Dios y lo que concierne al César, ofrece a los católicos de Francia la posibilidad de ser actores leales a la sociedad”.
“Afirmar esto,” prosigue el documento, “equivale a reconocer el carácter positivo de la laicidad, no tal como ella fue en sus orígenes, cuando se presentaba como una ideología conquistadora y anticatólica, sino tal como ella ha llegado a ser después de un siglo de evoluciones culturales y políticas: un marco institucional, y, al mismo tiempo, una actitud del espíritu que ayuda a reconocer la realidad del hecho religioso, especialmente del hecho religioso cristiano, en la historia de la sociedad francesa”.
Importa decir que este comportamiento del episcopado francés fue propuesto como ejemplar por el papa Juan Pablo II, el 11 de febrero de 2005, cuando la Iglesia de Francia se disponía a celebrar el primer centenario de la Ley de Separación. En mi opinión, estamos ante la Carta Magna de la Laicidad en la Iglesia Católica y es lástima que no podamos recorrer y analizar detalladamente todas sus líneas. El Papa había recibido a todos y cada uno de los obispos franceses en la visita ad limina de 2004, víspera del primer centenario de la Ley de Separación.
“A través de vuestras informaciones personales”, dijo Juan Pablo II, “he participado de vuestras preocupaciones y alegrías de pastores y en ellas habéis manifestado las relaciones positivas que mantenéis con los responsables de la sociedad civil. Aquella Ley fue un acontecimiento doloroso y traumático para la Iglesia de Francia. Regulaba la manera de vivir en Francia el principio de laicidad, y, en este marco, no mantenía más que la libertad de culto, relegando al mismo tiempo el hecho religioso a la esfera de lo privado… Sin embargo, desde 1920 el Gobierno francés ha reconocido, en cierto modo, el lugar del hecho religioso en la vida social”.
“Deben considerarse”, prosiguió el pontífice, “los esfuerzos realizados por las dos partes para mantener el diálogo. Entre otros nuevos avances en las relaciones de la Iglesia con el Estado francés se ha llegado en estos últimos años a la creación de un diálogo al más alto nivel, abriendo el camino, por una parte, a la reglamentación de las cuestiones pendientes o de dificultades que puedan presentarse en distintos dominios y, por otra, a la realización de algunas colaboraciones en la vida social enfocadas al bien común”.
Entre los rasgos más sobresalientes de la aplicación del principio de laicidad, el Papa señaló el siguiente: “Debido a vuestra misión, estáis llamados a intervenir regularmente en el debate público sobre los grandes temas de la sociedad”.
La laicidad del Estado que ahora se invoca en todo momento, que ocupa muchas páginas de la prensa y que divide a la opinión pública, es, según Emile Poulat, “una idea sencilla, una historia larga y una realidad muy complicada”. Aun el mismo Immanuel Kant renunciaría a escribir la “crítica de la laicidad pura”. Es fruto de un proceso histórico, de una aventura intelectual y política, una manera de concebir el papel y el sitio de la religión en el espacio público de una sociedad moderna.
En las democracias europeas se dictan leyes como las nuestras sobre la enseñanza, sobre la vida prenatal y sobre la unión conyugal. Y los episcopados de esas naciones proponen públicamente la misma doctrina de la Iglesia. Si exceptuamos la pintoresca intervención de Berlusconi a propósito de la joven Englaro, cuesta encontrar protestas de políticos cuando las Conferencias Episcopales se pronuncian sobre alguna ley. ¿Será cosa del énfasis o del tono amenazante de nuestra jerarquía española? La verdad más evangélica puede degradarse con la utilización de medios menos evangélicos. ¿O será verdad, como sospecha Edgar Morin, que nuestro “laicismo” ha caído en el trou noir del dogmatismo progresista?
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Me figuro que los inventores del sufijo ismo no pensaron en la descalificación, sino en las actitudes o movimientos innovadores: “puritanismo”, “modernismo”, “nacionalismo”, “socialismo”… Y ya sabemos que los innovadores corren el riesgo de equivocarse. No me parece justo empobrecer la carga semántica del fonema “laicismo”.
Del laicismo, el diccionario de la RAE se limita a decir: “doctrina que defiende la independencia del hombre o de la sociedad y más particularmente del Estado, respecto de cualquier organización o confesión religiosa”. Los que arrasaban conventos y asesinaban a curas y monjas estaban ebrios de venganza, pero no pueden presentarse como prototipos de laicismo. Los presidentes de las tres iglesias cristianas de Francia se referían, no hace mucho, al laicismo de la primera mitad del siglo pasado con la expresión más exacta de laïcité de combat. Algún prelado español debe estar más informado y se refiere al laicismo como “la laicidad a la francesa”. Por este camino se va en busca de las diferencias y se termina inevitablemente en la confrontación.
Creo que es imposible llegar a la solución de los problemas si nos dedicamos a abultar de manera habitual sus relieves más conflictivos. No es éste el procedimiento de solucionar y menos arrancar de raíz los conflictos sociales. Contribuimos a convertirlos en insolubles y, lo que es peor, en males nacionales.
Dentro de la Iglesia católica, Pío XII, dirigiéndose a un grupo de italianos de la región de las Marcas el 23 de marzo de 1958, se refirió a lo que él llamaba “legítima y sana laicidad del Estado”. En Francia, a pesar del Concordato de 1801 no aparece el término laïcité, ni figura ni forma parte de los ideales republicanos hasta después de la guerra de 1870. La Tercera República aprobó entre 1880 y 1905 un verdadero arsenal de leyes laicas sin emplear una sola vez el término laicidad. Todavía en las vísperas de la guerra de 1914, figuraba como neologismo y hasta final de siglo no fue admitido en la Enciclopedia Universalis (vol. 9, Paris, 1980, col. 743-747). Las autoridades lingüísticas son más severas que el pueblo en la aceptación de neologismos. Tampoco el abstracto “laicidad” figura en la última edición de nuestro diccionario de la RAE.
La jerarquía católica, en general, no puede negar la fuerte evolución semántica del término laicidad. Basta comparar el juicio que hacía San Pío X en la encíclica Vehementer nos (6, febrero 1906), dos meses y medio más tarde de la Ley de Separación votada en el Parlamento francés por la izquierda republicana. El Pontífice decía textualmente: “Es una tesis absolutamente falsa y un error pernicioso afirmar que sea necesario separar al Estado de la Iglesia”. Porque, en opinión de San Pío X, injuria a Dios, fundador de la sociedad humana, el que niega el orden sobrenatural, limitando el horizonte del Estado al fin de la prosperidad pública. Pervierte el orden establecido por Dios que exige la concordia armoniosa entre la sociedad religiosa y la civil.
La historia de dos siglos, a la vez tempestuosa y apasionada, demostró que la laicidad puede convivir con las religiones en un régimen pacífico y abierto. El ralliement (acercamiento) de León XIII culminó en la carta colectiva de la Conferencia Episcopal Francesa en diciembre de 1996: Proposer la foi dans la société actuelle (Proponer la fe en la sociedad actual). La insistencia del verbo “proponer” en vez del antiguo “imponer” fue típica de Juan Pablo II. Los medios, y aun el mismo estilo verbal, le hacen malas pasadas a la predicación de los católicos. No todos los medios de exponer sintonizan con el Evangelio.
Los franceses, en todo el documento al que estamos aludiendo, se tomaron muy en serio el verbo “proponer”. De ahí la importancia trascendental y la eficacia social que consiguió esta Declaración Colectiva de la Conferencia Episcopal francesa a partir de 1996. Hay que leerla toda, pero aquí nos tenemos que conformar con dos cortos párrafos:
“La separación de la Iglesia y del Estado, después de un siglo de experiencia, puede verse como una solución institucional que, permitiendo de manera efectiva distinguir lo que concierne a Dios y lo que concierne al César, ofrece a los católicos de Francia la posibilidad de ser actores leales a la sociedad”.
“Afirmar esto,” prosigue el documento, “equivale a reconocer el carácter positivo de la laicidad, no tal como ella fue en sus orígenes, cuando se presentaba como una ideología conquistadora y anticatólica, sino tal como ella ha llegado a ser después de un siglo de evoluciones culturales y políticas: un marco institucional, y, al mismo tiempo, una actitud del espíritu que ayuda a reconocer la realidad del hecho religioso, especialmente del hecho religioso cristiano, en la historia de la sociedad francesa”.
Importa decir que este comportamiento del episcopado francés fue propuesto como ejemplar por el papa Juan Pablo II, el 11 de febrero de 2005, cuando la Iglesia de Francia se disponía a celebrar el primer centenario de la Ley de Separación. En mi opinión, estamos ante la Carta Magna de la Laicidad en la Iglesia Católica y es lástima que no podamos recorrer y analizar detalladamente todas sus líneas. El Papa había recibido a todos y cada uno de los obispos franceses en la visita ad limina de 2004, víspera del primer centenario de la Ley de Separación.
“A través de vuestras informaciones personales”, dijo Juan Pablo II, “he participado de vuestras preocupaciones y alegrías de pastores y en ellas habéis manifestado las relaciones positivas que mantenéis con los responsables de la sociedad civil. Aquella Ley fue un acontecimiento doloroso y traumático para la Iglesia de Francia. Regulaba la manera de vivir en Francia el principio de laicidad, y, en este marco, no mantenía más que la libertad de culto, relegando al mismo tiempo el hecho religioso a la esfera de lo privado… Sin embargo, desde 1920 el Gobierno francés ha reconocido, en cierto modo, el lugar del hecho religioso en la vida social”.
“Deben considerarse”, prosiguió el pontífice, “los esfuerzos realizados por las dos partes para mantener el diálogo. Entre otros nuevos avances en las relaciones de la Iglesia con el Estado francés se ha llegado en estos últimos años a la creación de un diálogo al más alto nivel, abriendo el camino, por una parte, a la reglamentación de las cuestiones pendientes o de dificultades que puedan presentarse en distintos dominios y, por otra, a la realización de algunas colaboraciones en la vida social enfocadas al bien común”.
Entre los rasgos más sobresalientes de la aplicación del principio de laicidad, el Papa señaló el siguiente: “Debido a vuestra misión, estáis llamados a intervenir regularmente en el debate público sobre los grandes temas de la sociedad”.
La laicidad del Estado que ahora se invoca en todo momento, que ocupa muchas páginas de la prensa y que divide a la opinión pública, es, según Emile Poulat, “una idea sencilla, una historia larga y una realidad muy complicada”. Aun el mismo Immanuel Kant renunciaría a escribir la “crítica de la laicidad pura”. Es fruto de un proceso histórico, de una aventura intelectual y política, una manera de concebir el papel y el sitio de la religión en el espacio público de una sociedad moderna.
En las democracias europeas se dictan leyes como las nuestras sobre la enseñanza, sobre la vida prenatal y sobre la unión conyugal. Y los episcopados de esas naciones proponen públicamente la misma doctrina de la Iglesia. Si exceptuamos la pintoresca intervención de Berlusconi a propósito de la joven Englaro, cuesta encontrar protestas de políticos cuando las Conferencias Episcopales se pronuncian sobre alguna ley. ¿Será cosa del énfasis o del tono amenazante de nuestra jerarquía española? La verdad más evangélica puede degradarse con la utilización de medios menos evangélicos. ¿O será verdad, como sospecha Edgar Morin, que nuestro “laicismo” ha caído en el trou noir del dogmatismo progresista?
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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