Por Víctor Manuel Amado Castro, analista internacional (EL CORREO DIGITAL, 20/02/09):
Las elecciones celebradas el pasado día 10 han dejado una imagen clara de hacia dónde va la sociedad israelí. Los electores se han inclinado de forma abrumadora por posiciones de claro carácter conservador y ultranacionalista. Los resultados no dejan lugar a dudas: la derecha en general (Likud, Israel Beitenu, Shaas, Unión Judía por la Torah, Unión Nacional y Hogar Judío) suma tras los comicios 65 escaños; la izquierda (Partido Laborista, Lista Árabe Unida, Hdasha, Meretz y Balad), partidos árabes incluidos, suma apenas 27 escaños; y por último, el centro político, el Kadima de Livni, suma 28. Así, y haciendo una lectura excesivamente posibilista que incluiría a las formaciones árabes israelíes, la unión del centro y el centro izquierda da 55 escaños. Ante este panorama, es normal que desde la mayoría de los escenarios internacionales se abogue por una coalición entre el Likud de Netanyahu y el Kadima de Livni, a lo que tendría que añadirse un tercer socio, para completar los más de 60 escaños necesarios para tener mayoría absoluta en un parlamento de 120 asientos.
Esta coalición es deseada por la comunidad internacional en la esperanza de que fuera un gabinete no tan escorado hacia la ultraderecha y, por tanto, más posibilista de cara a las negociaciones con los palestinos, pero también en lo que concierne al desafío iraní. En este sentido, parece que todos los movimientos apuntan en esa dirección. Pero para que se dé esta coalición han de solventarse al menos dos cuestiones que no son baladíes: quién será primer ministro y cuál será el tercer socio.
Respecto a la primera cuestión, da la impresión de que es Netanyahu quien más posibilidades tiene. Esto tiene una explicación muy sencilla. Tal y como como ha quedado configurado el escenario, el derechista Likud tiene muchas más facilidades para encontrar socios de gobierno (todos siempre más a su derecha) que Kadima. Ésta es la ventaja de Netanayhu sobre Livni, ya que ella tiene grandes problemas de interlocución tanto con el ultranacionalista Lieberman de Israel Beitenu como con los partidos religiosos, especialmente con el Shaas, con el que rompió relaciones tras el intento fallido de formar gobierno el pasado septiembre.
En cuanto a la cuestión del tercer socio, hay dos opciones. La primera es la del ultranacionalista Israel Beitenu: un partido antiárabe, xenófobo y laico. La elección de esta formación tendría el hándicap de su posición antinegociadora con los palestinos en los términos actuales. El grupo de Lieberman es partidario de lo que se denominan ‘transferencias de población’, algo similar a lo que se hizo en la Europa Central y del Este tras la Segunda Guerra Mundial. Esto es, crear un Estado palestino y ‘transferirle’ a los ciudadanos árabes israelíes, la mayoría de origen palestino y de religión musulmana aunque también habría cristianos, y que suponen en torno al 20% de la población de Israel, que suma en total algo más de siete millones de habitantes. A su vez, estas ‘transferencias’ de población ’solventarían’ lo que en aquel país se denomina el problema demográfico, y que no es otro que el escenario que en el medio y largo plazo podría darse: el de un aumento muy significativo de la población árabe israelí que en un momento determinado pudiera ‘poner en peligro’ la esencia propia del sionismo, y del actual Estado de Israel, ser un estado democrático judío.
Con las posiciones de este socio, cada vez más mayoritarias en Israel, la capacidad negociadora del gabinete Netanyahu-Livni sería limitada. Quizás un gobierno en el que el tercer socio fueran los partidos religiosos daría al mismo más margen de maniobra, ya que estas organizaciones, aunque tienen actitudes también muy cerradas respecto a la cuestión palestina, adquieren posiciones más posibilistas si se ‘respetan’ y aumentan sus pretensiones que normalmente suelen estar relacionadas con el mantenimiento de su estatus económico y religioso, es decir: financiación de sus escuelas y de sus redes asistenciales, preeminencia sólo del matrimonio religioso y exención del servicio militar para los haredim o estudiosos de la Torah.
Pero en esta ocasión es muy probable que los intereses de la comunidad internacional y lo quizás recomendable para la sociedad israelí no coincidan. Me explico. Desde mi punto de vista, la sociedad israelí esta sufriendo un proceso de paulatino viraje hacia posiciones cada vez más ultranacionalistas y por tanto más intransigentes, como lo demuestran no sólo estos últimos resultados electorales, sino también los anteriores. La pérdida de la centralidad política por parte de la sociedad es un proceso que viene dándose desde el asesinato de Isaac Rabin en 1995. Con este magnicidio a cargo de un judío ultranacionalista, el proceso de paz de Oslo descarriló definitivamente. Desde aquel momento la tendencia electoral ha sido clara, con un peso cada vez más importante de los partidos extremistas de la derecha ultranacionalista. Especialmente remarcable ha sido el ascenso de Israel Beitenu, pero no menos importante la influencia de aquellas formaciones que representan a los colonos o a los religiosos. Debido al sistema electoral israelí, proporcional puro de distrito único, y en el que sólo es necesario alcanzar el 2% para optar a presencia parlamentaria, estas formaciones han disfrutado de una influencia determinante a la hora de formar gobiernos. Esto, a su vez, ha facilitado la presencia casi continua de estos grupos en los diferentes gabinetes, incluidos los liderados por laboristas.
Esta presencia continua, unida a factores externos como el inicio de la Segunda Intifada en 2000, el ataque a las Torres Gemelas, los enfrentamientos con Hezbolá y por último la amenaza iraní, han ayudado a la derechización en general del discurso político en Israel en torno a un desarrollo muy restrictivo del concepto de seguridad.
Una de las ‘víctimas’ más evidentes de esta pérdida de la centralidad en la política israelí ha sido el Partido Laborista, otrora organización fundamental y hegemónica. La izquierda en aquel país se encuentra desmoronada, incapaz de salir del discurso político que basa toda su actuación en la seguridad, y lo que es más importante, incapaz de dar una solución a las grandes deficiencias sociales que se viven en el seno de la sociedad. Ante el alarmante estrechamiento del Estado del bienestar en Israel, en otros tiempos modelo para la socialdemocracia, el partido que fundó y lideró el Estado hebreo durante treinta años ha sido incapaz de adecuar su mensaje a los nuevos sentidos de la política, y se ha dejado engullir por el cortoplacismo y por un discurso muy derechizado de lo que es la seguridad, parámetro fundamental y vital en este país.
Así, y tras las últimas elecciones, la izquierda sionista (Partido Laborista y Meretz) suma 16 escaños, y por primera vez en la historia de Israel el laborismo es la cuarta fuerza política, sumida en una crisis de identidad que puede hacer peligrar su propia existencia. La desaparición de este partido no sería una cuestión importante si no fuera porque en el Israel actual es la única formación que, junto a la otra izquierda del Meretz, y tal vez Kadima, puede devolver al país y a su sociedad a unos parámetros de centralidad, esencia del primer sionismo, que en la actualidad se han perdido. Por eso, la entrada de Kadima en un gobierno con el Likud e Israel Beitenu, o con los partidos religiosos, aunque buena para las cancillerías internacionales, puede suponer la derechización aún mayor del discurso de la formación que lidera Tzipi Livni, lo que plantea una escenario no muy halagüeño en el medio plazo.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Las elecciones celebradas el pasado día 10 han dejado una imagen clara de hacia dónde va la sociedad israelí. Los electores se han inclinado de forma abrumadora por posiciones de claro carácter conservador y ultranacionalista. Los resultados no dejan lugar a dudas: la derecha en general (Likud, Israel Beitenu, Shaas, Unión Judía por la Torah, Unión Nacional y Hogar Judío) suma tras los comicios 65 escaños; la izquierda (Partido Laborista, Lista Árabe Unida, Hdasha, Meretz y Balad), partidos árabes incluidos, suma apenas 27 escaños; y por último, el centro político, el Kadima de Livni, suma 28. Así, y haciendo una lectura excesivamente posibilista que incluiría a las formaciones árabes israelíes, la unión del centro y el centro izquierda da 55 escaños. Ante este panorama, es normal que desde la mayoría de los escenarios internacionales se abogue por una coalición entre el Likud de Netanyahu y el Kadima de Livni, a lo que tendría que añadirse un tercer socio, para completar los más de 60 escaños necesarios para tener mayoría absoluta en un parlamento de 120 asientos.
Esta coalición es deseada por la comunidad internacional en la esperanza de que fuera un gabinete no tan escorado hacia la ultraderecha y, por tanto, más posibilista de cara a las negociaciones con los palestinos, pero también en lo que concierne al desafío iraní. En este sentido, parece que todos los movimientos apuntan en esa dirección. Pero para que se dé esta coalición han de solventarse al menos dos cuestiones que no son baladíes: quién será primer ministro y cuál será el tercer socio.
Respecto a la primera cuestión, da la impresión de que es Netanyahu quien más posibilidades tiene. Esto tiene una explicación muy sencilla. Tal y como como ha quedado configurado el escenario, el derechista Likud tiene muchas más facilidades para encontrar socios de gobierno (todos siempre más a su derecha) que Kadima. Ésta es la ventaja de Netanayhu sobre Livni, ya que ella tiene grandes problemas de interlocución tanto con el ultranacionalista Lieberman de Israel Beitenu como con los partidos religiosos, especialmente con el Shaas, con el que rompió relaciones tras el intento fallido de formar gobierno el pasado septiembre.
En cuanto a la cuestión del tercer socio, hay dos opciones. La primera es la del ultranacionalista Israel Beitenu: un partido antiárabe, xenófobo y laico. La elección de esta formación tendría el hándicap de su posición antinegociadora con los palestinos en los términos actuales. El grupo de Lieberman es partidario de lo que se denominan ‘transferencias de población’, algo similar a lo que se hizo en la Europa Central y del Este tras la Segunda Guerra Mundial. Esto es, crear un Estado palestino y ‘transferirle’ a los ciudadanos árabes israelíes, la mayoría de origen palestino y de religión musulmana aunque también habría cristianos, y que suponen en torno al 20% de la población de Israel, que suma en total algo más de siete millones de habitantes. A su vez, estas ‘transferencias’ de población ’solventarían’ lo que en aquel país se denomina el problema demográfico, y que no es otro que el escenario que en el medio y largo plazo podría darse: el de un aumento muy significativo de la población árabe israelí que en un momento determinado pudiera ‘poner en peligro’ la esencia propia del sionismo, y del actual Estado de Israel, ser un estado democrático judío.
Con las posiciones de este socio, cada vez más mayoritarias en Israel, la capacidad negociadora del gabinete Netanyahu-Livni sería limitada. Quizás un gobierno en el que el tercer socio fueran los partidos religiosos daría al mismo más margen de maniobra, ya que estas organizaciones, aunque tienen actitudes también muy cerradas respecto a la cuestión palestina, adquieren posiciones más posibilistas si se ‘respetan’ y aumentan sus pretensiones que normalmente suelen estar relacionadas con el mantenimiento de su estatus económico y religioso, es decir: financiación de sus escuelas y de sus redes asistenciales, preeminencia sólo del matrimonio religioso y exención del servicio militar para los haredim o estudiosos de la Torah.
Pero en esta ocasión es muy probable que los intereses de la comunidad internacional y lo quizás recomendable para la sociedad israelí no coincidan. Me explico. Desde mi punto de vista, la sociedad israelí esta sufriendo un proceso de paulatino viraje hacia posiciones cada vez más ultranacionalistas y por tanto más intransigentes, como lo demuestran no sólo estos últimos resultados electorales, sino también los anteriores. La pérdida de la centralidad política por parte de la sociedad es un proceso que viene dándose desde el asesinato de Isaac Rabin en 1995. Con este magnicidio a cargo de un judío ultranacionalista, el proceso de paz de Oslo descarriló definitivamente. Desde aquel momento la tendencia electoral ha sido clara, con un peso cada vez más importante de los partidos extremistas de la derecha ultranacionalista. Especialmente remarcable ha sido el ascenso de Israel Beitenu, pero no menos importante la influencia de aquellas formaciones que representan a los colonos o a los religiosos. Debido al sistema electoral israelí, proporcional puro de distrito único, y en el que sólo es necesario alcanzar el 2% para optar a presencia parlamentaria, estas formaciones han disfrutado de una influencia determinante a la hora de formar gobiernos. Esto, a su vez, ha facilitado la presencia casi continua de estos grupos en los diferentes gabinetes, incluidos los liderados por laboristas.
Esta presencia continua, unida a factores externos como el inicio de la Segunda Intifada en 2000, el ataque a las Torres Gemelas, los enfrentamientos con Hezbolá y por último la amenaza iraní, han ayudado a la derechización en general del discurso político en Israel en torno a un desarrollo muy restrictivo del concepto de seguridad.
Una de las ‘víctimas’ más evidentes de esta pérdida de la centralidad en la política israelí ha sido el Partido Laborista, otrora organización fundamental y hegemónica. La izquierda en aquel país se encuentra desmoronada, incapaz de salir del discurso político que basa toda su actuación en la seguridad, y lo que es más importante, incapaz de dar una solución a las grandes deficiencias sociales que se viven en el seno de la sociedad. Ante el alarmante estrechamiento del Estado del bienestar en Israel, en otros tiempos modelo para la socialdemocracia, el partido que fundó y lideró el Estado hebreo durante treinta años ha sido incapaz de adecuar su mensaje a los nuevos sentidos de la política, y se ha dejado engullir por el cortoplacismo y por un discurso muy derechizado de lo que es la seguridad, parámetro fundamental y vital en este país.
Así, y tras las últimas elecciones, la izquierda sionista (Partido Laborista y Meretz) suma 16 escaños, y por primera vez en la historia de Israel el laborismo es la cuarta fuerza política, sumida en una crisis de identidad que puede hacer peligrar su propia existencia. La desaparición de este partido no sería una cuestión importante si no fuera porque en el Israel actual es la única formación que, junto a la otra izquierda del Meretz, y tal vez Kadima, puede devolver al país y a su sociedad a unos parámetros de centralidad, esencia del primer sionismo, que en la actualidad se han perdido. Por eso, la entrada de Kadima en un gobierno con el Likud e Israel Beitenu, o con los partidos religiosos, aunque buena para las cancillerías internacionales, puede suponer la derechización aún mayor del discurso de la formación que lidera Tzipi Livni, lo que plantea una escenario no muy halagüeño en el medio plazo.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
No hay comentarios.:
Publicar un comentario