Por Salustiano del Campo, presidente del Instituto de España (ABC, 20/02/09):
Casi todo lo que se escribe y habla sobre la crisis es confuso y repetitivo. Los economistas y los políticos se han lanzado en masa a proponer remedios de naturaleza económica, a veces simples y comprensibles para el público y a veces envueltos en una trama técnica que, por lo menos, impresiona. Sus propuestas giran en torno a propugnar la plena libertad del mercado, confiando en su fuerza autocurativa, o la intervención del Estado, incluyendo entre ambos polos una variedad de opciones matizadas. Algunos no dudan en proponer el recurso al déficit hasta extremos prohibidos por los acuerdos internacionales, o incluso más allá. En las catástrofes, se dice, no hay remedios contraindicados, incluso si como en este caso el origen de los males está en la vulneración de los límites.
Los economistas, pues, reivindican su derecho como especialistas a proponer en exclusiva lo que hay que hacer, pero las dudas se multiplican ante sus diagnósticos y su recetario. Si fueran correctos, ya estarían surtiendo efecto y no es este el caso. Tal vez la verdadera razón de ello sea que, si bien la economía es quizás la ciencia social más relevante, casi todo lo que es fundamental en ella pertenece a otras ciencias sociales y los tecnicismos por sí solos no acercan siempre a la solución.
Al mismo tiempo, la crisis tiene bastante que ver con el liderazgo político y económico de nuestras sociedades, así como con la confianza entre los propios agentes económicos y la capacidad de controlar sus acciones respectivas. A ojos vista se aprecia que de una u otra forma al final desembocaremos en un reforzamiento del papel del Estado frente al menosprecio exhibido hacia él durante tanto tiempo. Simultáneamente, se hace preciso tomar en serio el sistema educativo y su adecuación para preparar ciudadanos informados y capaces de influir en la productividad de las burocracias gubernamentales y empresariales.
A menos que se siga este camino no llegaremos a nada. Según los economistas la crisis se compone de tres subcrisis: la energética, la financiera y la del consumo. La verdad es que el género al que pertenece actualmente la sociedad española es muy diferente del que sufrió las crisis experimentadas o aprendidas por los economistas actuales, ya que los cambios sociales han sido grandes y rapidísimos. Aunque se han ido asentando poco a poco, resulta asombroso que determinadas actitudes y prácticas reprobables ni siquiera hayan sido objeto de estudio. La historia de las ideas políticas revela el interés despertado a lo largo de los siglos por asuntos como la tolerancia, los derechos humanos, el contrato social, el bienestar, la pobreza, la paz ideal y otros conceptos comparables, pero resulta asombroso que no haya habido estudios o escritos de similar categoría sobre la corrupción, más allá de las importantes referencias de Montesquieu.
Con lo dicho hasta aquí debe quedar claro que en nuestra nueva sociedad hay que sanear los cimientos para que otros remedios económicos concretos tengan efectos duraderos. En la reciente declaración de un magnate económico español se menciona como de pasada la necesidad de sustituir el modelo «ladrillo», con el que ha prosperado tanto nuestra economía, por otro basado en las nuevas tecnologías y en la innovación. Lamentablemente, lo que esta afirmación desconoce es que tenemos un sistema educativo incapaz para obtener esto. Además, las contradicciones proliferan. No se puede seguir insistiendo en una inmigración sin cualificaciones y aspirar al mismo tiempo a construir una sociedad tecnológicamente sofisticada. Aunque la burocracia, como señaló Max Weber, constituye el modelo de gestión más idóneo para las sociedades modernas, en nuestro caso resulta altamente improductiva y muy poco competitiva.
Numerosos autores coinciden en señalar que la confianza y el esfuerzo son cualidades morales indispensables para el correcto funcionamiento de las sociedades desarrolladas y esto nos lleva a entrar en el tema de los valores que dan soporte a las sociedades más prósperas de nuestro tiempo. Los medios de comunicación de masas, los políticos y hasta los educadores están más del lado del consumismo que de la austeridad y la sobriedad, mientras que los ciudadanos desconfían de sus dirigentes y estos hacen lo mismo entre ellos.
En tiempos pasados, además de los líderes y la autoridad tradicional o legal-racional de la que estaban investidos, la sociedad disponía de diversas figuras adornadas de autoridad personal, a las cuales se las oía, respetaba y seguía. Hoy esta consideración ya no la tienen ni los médicos de familia, ni los sacerdotes, ni los maestros, ni otras personalidades semejantes. Para no extenderme, permítaseme que recuerde como ejemplo el prestigio del que gozaban los profesores de Bachillerato, a los cuales ahora no solamente no se les oye sino que se les hace objeto de agresiones, mientras que ciertos personajes delincuentes son traídos y presentados como modelos y no tienen rechazo en los medio de comunicación de masas.
Lo corriente es que toda crisis se manifieste como una emergencia, pero casi siempre emite signos anticipatorios que algunas personas o instituciones captan o interpretan. Después suelen venir las sorpresas y se impone estimar su calado y demás características. En el caso actual así ha sucedido con la crisis financiera, que se ha anticipado a todo lo demás. Sin embargo, se cometería un grave error si se pensara que lo primero que se ve es todo lo que hay, o que las medidas tomadas de urgencia serán suficientes, porque esto raras veces sucede.
Cuando la crisis es dispersa y variada resulta difícil localizar su epicentro, y por eso conviene recordar que jamás hay que tocarlo todo para resolver no se sabe bien qué. Así sucede, por ejemplo, con la solución de los problemas educativos, ya que algunos como el fracaso escolar y un mal plan de estudios no se solucionan haciendo referencia a la corrupción generalizada, o al desmoronamiento de la moral pública. Necesita un diagnóstico global a la vez que la selección cuidadosa de cómo actuar. Una solución simple no servirá igualmente para todas las manifestaciones de la crisis y ni siquiera para todos los sectores sociales. En este sentido, cada sociedad tiene su singularidad propia. Una cosa es, pues, curar la emergencia y otra sanar lo enfermo o podrido. Y esta afirmación vale tanto para la medicina, como para la economía y, por supuesto, para la sociedad.
No pocos juzgan que nos hallamos en una crisis de civilización. En un desplome, por así decirlo, de nuestra arquitectura moral hasta el punto de que el comportamiento más inaceptable de todos es el inmovilismo, que puede ser autoegendrado o inducido por el medio social. El nuevo presidente de Estados Unidos ha señalado que su país está dispuesto a asumir una vez más el liderazgo mundial y ha señalado que los valores de los que depende el éxito son conocidos y a menudo traicionados: el esfuerzo, la honradez, el valor, la tolerancia, la curiosidad, la lealtad y el patriotismo.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Casi todo lo que se escribe y habla sobre la crisis es confuso y repetitivo. Los economistas y los políticos se han lanzado en masa a proponer remedios de naturaleza económica, a veces simples y comprensibles para el público y a veces envueltos en una trama técnica que, por lo menos, impresiona. Sus propuestas giran en torno a propugnar la plena libertad del mercado, confiando en su fuerza autocurativa, o la intervención del Estado, incluyendo entre ambos polos una variedad de opciones matizadas. Algunos no dudan en proponer el recurso al déficit hasta extremos prohibidos por los acuerdos internacionales, o incluso más allá. En las catástrofes, se dice, no hay remedios contraindicados, incluso si como en este caso el origen de los males está en la vulneración de los límites.
Los economistas, pues, reivindican su derecho como especialistas a proponer en exclusiva lo que hay que hacer, pero las dudas se multiplican ante sus diagnósticos y su recetario. Si fueran correctos, ya estarían surtiendo efecto y no es este el caso. Tal vez la verdadera razón de ello sea que, si bien la economía es quizás la ciencia social más relevante, casi todo lo que es fundamental en ella pertenece a otras ciencias sociales y los tecnicismos por sí solos no acercan siempre a la solución.
Al mismo tiempo, la crisis tiene bastante que ver con el liderazgo político y económico de nuestras sociedades, así como con la confianza entre los propios agentes económicos y la capacidad de controlar sus acciones respectivas. A ojos vista se aprecia que de una u otra forma al final desembocaremos en un reforzamiento del papel del Estado frente al menosprecio exhibido hacia él durante tanto tiempo. Simultáneamente, se hace preciso tomar en serio el sistema educativo y su adecuación para preparar ciudadanos informados y capaces de influir en la productividad de las burocracias gubernamentales y empresariales.
A menos que se siga este camino no llegaremos a nada. Según los economistas la crisis se compone de tres subcrisis: la energética, la financiera y la del consumo. La verdad es que el género al que pertenece actualmente la sociedad española es muy diferente del que sufrió las crisis experimentadas o aprendidas por los economistas actuales, ya que los cambios sociales han sido grandes y rapidísimos. Aunque se han ido asentando poco a poco, resulta asombroso que determinadas actitudes y prácticas reprobables ni siquiera hayan sido objeto de estudio. La historia de las ideas políticas revela el interés despertado a lo largo de los siglos por asuntos como la tolerancia, los derechos humanos, el contrato social, el bienestar, la pobreza, la paz ideal y otros conceptos comparables, pero resulta asombroso que no haya habido estudios o escritos de similar categoría sobre la corrupción, más allá de las importantes referencias de Montesquieu.
Con lo dicho hasta aquí debe quedar claro que en nuestra nueva sociedad hay que sanear los cimientos para que otros remedios económicos concretos tengan efectos duraderos. En la reciente declaración de un magnate económico español se menciona como de pasada la necesidad de sustituir el modelo «ladrillo», con el que ha prosperado tanto nuestra economía, por otro basado en las nuevas tecnologías y en la innovación. Lamentablemente, lo que esta afirmación desconoce es que tenemos un sistema educativo incapaz para obtener esto. Además, las contradicciones proliferan. No se puede seguir insistiendo en una inmigración sin cualificaciones y aspirar al mismo tiempo a construir una sociedad tecnológicamente sofisticada. Aunque la burocracia, como señaló Max Weber, constituye el modelo de gestión más idóneo para las sociedades modernas, en nuestro caso resulta altamente improductiva y muy poco competitiva.
Numerosos autores coinciden en señalar que la confianza y el esfuerzo son cualidades morales indispensables para el correcto funcionamiento de las sociedades desarrolladas y esto nos lleva a entrar en el tema de los valores que dan soporte a las sociedades más prósperas de nuestro tiempo. Los medios de comunicación de masas, los políticos y hasta los educadores están más del lado del consumismo que de la austeridad y la sobriedad, mientras que los ciudadanos desconfían de sus dirigentes y estos hacen lo mismo entre ellos.
En tiempos pasados, además de los líderes y la autoridad tradicional o legal-racional de la que estaban investidos, la sociedad disponía de diversas figuras adornadas de autoridad personal, a las cuales se las oía, respetaba y seguía. Hoy esta consideración ya no la tienen ni los médicos de familia, ni los sacerdotes, ni los maestros, ni otras personalidades semejantes. Para no extenderme, permítaseme que recuerde como ejemplo el prestigio del que gozaban los profesores de Bachillerato, a los cuales ahora no solamente no se les oye sino que se les hace objeto de agresiones, mientras que ciertos personajes delincuentes son traídos y presentados como modelos y no tienen rechazo en los medio de comunicación de masas.
Lo corriente es que toda crisis se manifieste como una emergencia, pero casi siempre emite signos anticipatorios que algunas personas o instituciones captan o interpretan. Después suelen venir las sorpresas y se impone estimar su calado y demás características. En el caso actual así ha sucedido con la crisis financiera, que se ha anticipado a todo lo demás. Sin embargo, se cometería un grave error si se pensara que lo primero que se ve es todo lo que hay, o que las medidas tomadas de urgencia serán suficientes, porque esto raras veces sucede.
Cuando la crisis es dispersa y variada resulta difícil localizar su epicentro, y por eso conviene recordar que jamás hay que tocarlo todo para resolver no se sabe bien qué. Así sucede, por ejemplo, con la solución de los problemas educativos, ya que algunos como el fracaso escolar y un mal plan de estudios no se solucionan haciendo referencia a la corrupción generalizada, o al desmoronamiento de la moral pública. Necesita un diagnóstico global a la vez que la selección cuidadosa de cómo actuar. Una solución simple no servirá igualmente para todas las manifestaciones de la crisis y ni siquiera para todos los sectores sociales. En este sentido, cada sociedad tiene su singularidad propia. Una cosa es, pues, curar la emergencia y otra sanar lo enfermo o podrido. Y esta afirmación vale tanto para la medicina, como para la economía y, por supuesto, para la sociedad.
No pocos juzgan que nos hallamos en una crisis de civilización. En un desplome, por así decirlo, de nuestra arquitectura moral hasta el punto de que el comportamiento más inaceptable de todos es el inmovilismo, que puede ser autoegendrado o inducido por el medio social. El nuevo presidente de Estados Unidos ha señalado que su país está dispuesto a asumir una vez más el liderazgo mundial y ha señalado que los valores de los que depende el éxito son conocidos y a menudo traicionados: el esfuerzo, la honradez, el valor, la tolerancia, la curiosidad, la lealtad y el patriotismo.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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