Por Justo Zambrana, subsecretario del Ministerio del Interior,. Ha publicado El ciudadano conforme y La política en el laberinto (EL PAÍS, 27/02/09):
“No te bañarás dos veces en el mismo río”. Con este aserto, Heráclito ya dejaba claro que las circunstancias históricas no tienden a repetirse. Hoy, cuando la práctica totalidad de los Gobiernos ha vuelto masivamente a las políticas keynesianas de intervención en la economía y de activación de la demanda, vía déficit público, un difuso malestar se palpa, mezclado con la inquietud sobre el resultado que las costosas intervenciones públicas puedan producir en la recuperación económica.
El malestar es especialmente visible en la izquierda política, que se pregunta si el esfuerzo de los Gobiernos, es decir, del bolsillo de todos, sólo va a servir, si hay suerte, para rehacer el mismo capitalismo de mercado que ha originado la crisis. Se constata el recurso a las técnicas keynesianas -con la derecha neoconservadora callada-, pero no se aprecia que la intervención salvadora vaya acompañada de los valores e instituciones que acompañaron al keynesianismo tras la Segunda Guerra Mundial, hegemonizando el discurso público. A mi entender no será posible volver a bañarse en ese río. Corren otras aguas. Analizaremos dos: una, la naturaleza del capitalismo actual; otra, los valores que impregnan nuestras democracias.
El capitalismo que se inició en el comercio a finales de la Edad Media se tornó industrial más tarde, y ahora es financiero. El valor de las transacciones financieras es decenas de veces superior al de las comerciales. Su desarrollo se ha producido en una situación de jungla. Friedman levantó bandera contra Keynes diciendo: “El dinero importa”. Sus sucesores no tardaron en ir más lejos diciendo: “Sólo el dinero importa”. A esta corriente de economía monetarista le acompañó en el terreno político Hayek, afirmando: “La fatal presunción consiste en la creencia de que el hombre es capaz de modelar el mundo que le rodea según sus deseos”. De aquellos polvos, estos lodos. De tan nocivos virus, la enfermedad. ¡Barra libre! El capitalismo financiero se ha desarrollado fuera de los controles institucionales, que hacían de él algo socialmente viable. Ni Max Weber podría encontrar vestigios de “ética protestante”, ni Adam Smith el self-love con vocación pública que tanto le preocupó.
La respuesta a esta crisis del capitalismo financiero tendrá que centrarse en ello; con más regulación y con más intervención pública. Quienes analizaron las anteriores crisis financieras ya advirtieron que la autorregulación era una falacia. Las firmas auditoras y las agencias de calificación se han ido prostituyendo al servicio de quien las pagaba, y en lugar de detener la espiral de irracionalidad han entrado a formar parte de la misma. Desde la caída de Arthur Andersen la vergüenza no cesa. Más regulación, más intervención, y también, más banca pública con criterios públicos. Tanto más ICO cuanto que los independientes bancos centrales han abandonado parte de las tareas que realizaban.
Ya en la fase industrial quedó de manifiesto que, contra lo que se enseña en las facultades de Economía, los mercados no tienden al equilibrio. La situación de equilibrio es un supuesto particular que casi nunca se produce. En el capitalismo financiero esa constatación se ha multiplicado y acelerado. No por expresarse en ecuaciones matemáticas un mito deja de ser falso.
El capitalismo financiero funciona globalmente, y por eso, globales han de ser las respuestas. La cumbre del G-20 en Washington fue positiva por la foto. La próxima de Londres debería entrar en materia, tratando de organizar un orden financiero mundial. Hasta ahora los mercados financieros globales han funcionado como un “gran autómata”, en régimen de autismo severo. Con una gestión cada vez más alejada de la propiedad -otro signo clave de estos tiempos-, las trampas se han multiplicado en el solitario. Ahora los platos rotos los pagan las colas de parados y la vida de las gentes. Son necesarios instrumentos más potentes y novedosos que los de Bretton Woods.
En una crisis como la actual no hay salida económica sin respuesta política. Es la democracia la que sustenta al mercado, aunque a veces el mercado preceda a la democracia. Si la salida económica debe referenciarse en el capitalismo financiero, la respuesta política sólo podrá articularse desde las pautas que rigen las sociedades postmodernas. Unas sociedades muy distintas de las de hace 60 años.
En los treinta gloriosos que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, el keynesianismo viajó acompañado de la socialdemocracia en su versión más clásica. Estado de bienestar creciente, salarios reales al alza, impuestos progresivos sobre la renta, desarrollo económico industrial hacia el pleno empleo y sindicatos potentes. La sociedad se vertebraba en clases, y de los tres enunciados-valor que nos legó la Revolución Francesa, la igualdad dominaba el discurso político.
La sociedad vertebrada para la producción ha dado paso a una sociedad mucho más dispersa signada por el consumo. El ciudadano-consumidor se siente más individuo que clase; elige antes la diferencia que la homogeneidad; y prefiere los impuestos indirectos sobre el consumo a los directos sobre la renta. Aquellos le permiten optar y consumir, éstos no. Por eso le gusta definirse en términos de libertad y solidaridad, antes que en términos de igualdad. Tras años alejado, se reconcilia con lo público, y lo hará más. A los servicios públicos les exige calidad de servicio y un coste-beneficio correcto para darles legitimidad. Incorpora una nueva exigencia: seguridad. Seguridad frente a los riesgos que se multiplican en un mundo calado por la incertidumbre. Beck acertó. Vivimos en la sociedad del riesgo.
Este ciudadano-consumidor vive instalado en el presente y no cree el relato de una lucha por “el gran día”. Frente al vértigo de la globalización, busca la seguridad en sus raíces identitarias. Es voraz coleccionista de novedades y experiencias que el mercado se encarga de satisfacer. Del futuro le preocupa el límite ecológico del planeta. ¿Es este panorama social peor que el de la sociedad industrial? No. Es diferente. Comprobados los desastres de dejar la economía en manos del laissez faire y la política en la razón de la fuerza -como Kagan y Aznar nos propusieron-, es el momento de reordenar, no sólo la economía, sino el mundo de valores que la acompaña.
El ciudadano post-moderno no sigue los relatos ideológicos de antaño, pero sigue aspirando a ideales. Es posible un idealismo democrático. Las instituciones públicas tendrán asignada la tarea de conseguir la mayor parte de esos objetivos. La paz. Un Estado de bienestar eficiente que cubra la educación, la sanidad, la vejez, el desempleo y las situaciones de dependencia y marginalidad. Una seguridad que garantice las libertades y cubra los riesgos crecientes que el propio progreso genera. Una inversión pública que atienda zonas vitales para el futuro, que la inversión privada no cubre por falta de beneficio. Una presencia reguladora que no asfixie, pero sí ordene. En definitiva, volver a creer que la consecución de ideales democráticos exige una res-publica potente, no como lo contrario, sino como lo necesario para articular una sociedad abierta.
Ralf Dahrendorf, liberal profundo y popperiano confeso, dijo que la socialdemocracia se comprometió más con la sociedad abierta que el propio liberalismo. En España esto es doblemente verdad. Desde Azaña e Indalecio Prieto, a recientes ministros socialistas, así ha sido. Motivo de más para liderar el nuevo periodo.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
“No te bañarás dos veces en el mismo río”. Con este aserto, Heráclito ya dejaba claro que las circunstancias históricas no tienden a repetirse. Hoy, cuando la práctica totalidad de los Gobiernos ha vuelto masivamente a las políticas keynesianas de intervención en la economía y de activación de la demanda, vía déficit público, un difuso malestar se palpa, mezclado con la inquietud sobre el resultado que las costosas intervenciones públicas puedan producir en la recuperación económica.
El malestar es especialmente visible en la izquierda política, que se pregunta si el esfuerzo de los Gobiernos, es decir, del bolsillo de todos, sólo va a servir, si hay suerte, para rehacer el mismo capitalismo de mercado que ha originado la crisis. Se constata el recurso a las técnicas keynesianas -con la derecha neoconservadora callada-, pero no se aprecia que la intervención salvadora vaya acompañada de los valores e instituciones que acompañaron al keynesianismo tras la Segunda Guerra Mundial, hegemonizando el discurso público. A mi entender no será posible volver a bañarse en ese río. Corren otras aguas. Analizaremos dos: una, la naturaleza del capitalismo actual; otra, los valores que impregnan nuestras democracias.
El capitalismo que se inició en el comercio a finales de la Edad Media se tornó industrial más tarde, y ahora es financiero. El valor de las transacciones financieras es decenas de veces superior al de las comerciales. Su desarrollo se ha producido en una situación de jungla. Friedman levantó bandera contra Keynes diciendo: “El dinero importa”. Sus sucesores no tardaron en ir más lejos diciendo: “Sólo el dinero importa”. A esta corriente de economía monetarista le acompañó en el terreno político Hayek, afirmando: “La fatal presunción consiste en la creencia de que el hombre es capaz de modelar el mundo que le rodea según sus deseos”. De aquellos polvos, estos lodos. De tan nocivos virus, la enfermedad. ¡Barra libre! El capitalismo financiero se ha desarrollado fuera de los controles institucionales, que hacían de él algo socialmente viable. Ni Max Weber podría encontrar vestigios de “ética protestante”, ni Adam Smith el self-love con vocación pública que tanto le preocupó.
La respuesta a esta crisis del capitalismo financiero tendrá que centrarse en ello; con más regulación y con más intervención pública. Quienes analizaron las anteriores crisis financieras ya advirtieron que la autorregulación era una falacia. Las firmas auditoras y las agencias de calificación se han ido prostituyendo al servicio de quien las pagaba, y en lugar de detener la espiral de irracionalidad han entrado a formar parte de la misma. Desde la caída de Arthur Andersen la vergüenza no cesa. Más regulación, más intervención, y también, más banca pública con criterios públicos. Tanto más ICO cuanto que los independientes bancos centrales han abandonado parte de las tareas que realizaban.
Ya en la fase industrial quedó de manifiesto que, contra lo que se enseña en las facultades de Economía, los mercados no tienden al equilibrio. La situación de equilibrio es un supuesto particular que casi nunca se produce. En el capitalismo financiero esa constatación se ha multiplicado y acelerado. No por expresarse en ecuaciones matemáticas un mito deja de ser falso.
El capitalismo financiero funciona globalmente, y por eso, globales han de ser las respuestas. La cumbre del G-20 en Washington fue positiva por la foto. La próxima de Londres debería entrar en materia, tratando de organizar un orden financiero mundial. Hasta ahora los mercados financieros globales han funcionado como un “gran autómata”, en régimen de autismo severo. Con una gestión cada vez más alejada de la propiedad -otro signo clave de estos tiempos-, las trampas se han multiplicado en el solitario. Ahora los platos rotos los pagan las colas de parados y la vida de las gentes. Son necesarios instrumentos más potentes y novedosos que los de Bretton Woods.
En una crisis como la actual no hay salida económica sin respuesta política. Es la democracia la que sustenta al mercado, aunque a veces el mercado preceda a la democracia. Si la salida económica debe referenciarse en el capitalismo financiero, la respuesta política sólo podrá articularse desde las pautas que rigen las sociedades postmodernas. Unas sociedades muy distintas de las de hace 60 años.
En los treinta gloriosos que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, el keynesianismo viajó acompañado de la socialdemocracia en su versión más clásica. Estado de bienestar creciente, salarios reales al alza, impuestos progresivos sobre la renta, desarrollo económico industrial hacia el pleno empleo y sindicatos potentes. La sociedad se vertebraba en clases, y de los tres enunciados-valor que nos legó la Revolución Francesa, la igualdad dominaba el discurso político.
La sociedad vertebrada para la producción ha dado paso a una sociedad mucho más dispersa signada por el consumo. El ciudadano-consumidor se siente más individuo que clase; elige antes la diferencia que la homogeneidad; y prefiere los impuestos indirectos sobre el consumo a los directos sobre la renta. Aquellos le permiten optar y consumir, éstos no. Por eso le gusta definirse en términos de libertad y solidaridad, antes que en términos de igualdad. Tras años alejado, se reconcilia con lo público, y lo hará más. A los servicios públicos les exige calidad de servicio y un coste-beneficio correcto para darles legitimidad. Incorpora una nueva exigencia: seguridad. Seguridad frente a los riesgos que se multiplican en un mundo calado por la incertidumbre. Beck acertó. Vivimos en la sociedad del riesgo.
Este ciudadano-consumidor vive instalado en el presente y no cree el relato de una lucha por “el gran día”. Frente al vértigo de la globalización, busca la seguridad en sus raíces identitarias. Es voraz coleccionista de novedades y experiencias que el mercado se encarga de satisfacer. Del futuro le preocupa el límite ecológico del planeta. ¿Es este panorama social peor que el de la sociedad industrial? No. Es diferente. Comprobados los desastres de dejar la economía en manos del laissez faire y la política en la razón de la fuerza -como Kagan y Aznar nos propusieron-, es el momento de reordenar, no sólo la economía, sino el mundo de valores que la acompaña.
El ciudadano post-moderno no sigue los relatos ideológicos de antaño, pero sigue aspirando a ideales. Es posible un idealismo democrático. Las instituciones públicas tendrán asignada la tarea de conseguir la mayor parte de esos objetivos. La paz. Un Estado de bienestar eficiente que cubra la educación, la sanidad, la vejez, el desempleo y las situaciones de dependencia y marginalidad. Una seguridad que garantice las libertades y cubra los riesgos crecientes que el propio progreso genera. Una inversión pública que atienda zonas vitales para el futuro, que la inversión privada no cubre por falta de beneficio. Una presencia reguladora que no asfixie, pero sí ordene. En definitiva, volver a creer que la consecución de ideales democráticos exige una res-publica potente, no como lo contrario, sino como lo necesario para articular una sociedad abierta.
Ralf Dahrendorf, liberal profundo y popperiano confeso, dijo que la socialdemocracia se comprometió más con la sociedad abierta que el propio liberalismo. En España esto es doblemente verdad. Desde Azaña e Indalecio Prieto, a recientes ministros socialistas, así ha sido. Motivo de más para liderar el nuevo periodo.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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