Por Manuel Jiménez de Parga, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (ABC, 26/02/09):
El inicio del mandato de un nuevo Presidente de los Estados Unidos de América, ha sido motivo de numerosos comentarios sobre lo que políticamente sucede allí. La singularidad racial de Barack Obama ha dado pie a opiniones diversas: la mayoría a favor del fin de la discriminación en la denominada «Casa Blanca», que ahora tendrá inquilinos con la piel de otro color.
Algunos de los expositores del sistema político estadounidense han llegado a afirmar que tal organización es «la mejor de las existentes en el mundo». Pienso que ese juicio de valor es discutible. Hay otros regímenes políticos europeos que también funcionan correctamente. Sin embargo, después del extraordinario acontecimiento del 20 de enero, con millones de asistentes afirmando la unidad de la Nación, sin la aparición en escena del lehendakari de Oklahoma ni de los otros gobernantes más o menos autonomistas, con el rezo de un Padre Nuestro que conmovió los ánimos de millones de telespectadores a lo largo y lo ancho del planeta, hay que colocarse, visto lo visto, en el lado de los que aseguran que aquel mundo es quizás mejor. ¿Cómo se alcanzó la apetecida meta? ¿Cuál es la evolución del régimen político que va a liderar Obama?
Sabemos que una gran crisis está conmoviendo los cimientos del edificio en el que ellos y nosotros veníamos habitando. Tal vez, por eso, se tiene que rememorar especialmente lo que se hizo para afrontar la difícil situación de los años 1929 y siguientes. Ante la grave situación de los acontecimientos, el federalismo dualista iniciado en 1880 desaparece entonces, poco a poco. El centralismo terminó por imponerse. El presidente Franklin D. Roosevelt tiene que emplearse a fondo para superar la depresión. A fin de llevar a cabo su política -habitualmente llamada New Deal- forma un equipo de expertos que acometen una reforma a fondo de la estructura socio-económica del inmenso país. En tres meses -los famosos «cien días»- el Congreso vota unas medidas luego discutidas. Se emplea una receta: «Crear las condiciones en las que las industrias privadas puedan desarrollarse con éxito». Se produce una auténtica «invasión oficial» de las instituciones situadas en el ámbito de las autoridades centrales. Las cifras hablan por sí solas: los gastos federales (o del Estado central) pasan de siete mil millones de dólares al comienzo del New Deal a nueve mil millones en el año fiscal que terminó el 30 de junio de 1940. Durante la II Guerra Mundial el presupuesto creció vertiginosamente. La cifra del gasto público para el año fiscal de 1982 fue de 688 mil millones. Y los miles de millones continuaron subiendo hasta que se llegó a afirmar que el Gobierno de la Unión «constituye la empresa autónoma más vasta del mundo». Contrasta ese gigantesco aumento de los recursos económicos del Presidente con la tesis mantenida en Estados Unidos según la cual es un régimen de equilibrio de poderes. Es la forma clásica de caracterizar la democracia norteamericana desde los días de su fundación.
Suele recordarse en los manuales que se utilizan en las escuelas, así como en algunos textos universitarios, la carta que John Adams envió a John Taylor en 1814: «¿Hay en la historia una Constitución con equilibrios más complicados que los nuestros? -pregunta Adams-. En primer lugar dieciocho Estados y algunos territorios contrapesan al Gobierno nacional; en segundo lugar, la Cámara de Representantes contrapesa al Senado, y éste a la Cámara; en tercer lugar, la autoridad ejecutiva contrapesa, en cierta medida, a la autoridad legislativa; en cuarto lugar, el poder judicial contrapesa a la Cámara, al Senado, al Ejecutivo y a los Gobiernos de los Estados; en quinto lugar, el Senado contrapesa al Presidente en todos los nombramientos para funcionarios públicos y en todos los tratados; en sexto lugar, el pueblo tiene en sus manos la balanza contra sus propios representantes por elecciones bienales; en séptimo lugar, las legislaturas de los diversos Estados contrapesan al Senado, por las elecciones seisenales; en octavo lugar, los electores contrapesan al pueblo en la designación del Presidente».
He ahí una descripción formalista que resulta desfigurada en la aplicación de las normas. La realidad jurídico-política es otra, con un Presidente por encima de las restantes instituciones. Se comete el mismo error que aquel en que incurren los que sostienen que España se configura ahora como un régimen parlamentario. Lo cierto es un presidencialismo encubierto aquí y uno descubierto allá.
El proceso de centralización no ha parado de intensificarse en Estados Unidos. El Tribunal Supremo, bajo la presidencia de Earl Warren, hasta 1968, y en la misma senda después, elabora una jurisprudencia progresiva que organiza la nación según un modelo oficial, bien resumido por el profesor de Chicago Philip B. Kurland: «Lo importante es que el Tribunal Supremo está cargando el acento sobre la uniformidad, sin preocuparse de la diversidad. Insiste menos en la protección de las libertades individuales que en procurar que cada americano se parezca a los otros americanos.» Ese régimen político, nominalmente federal, con una dominante tendencia centralista, es el que tiene que pilotar Barack Obama. Decimos «pilotar», en el sentido de «dirigir un buque», porque el Presidente asume allí esa importante misión. Hemos recordado alguna vez unas palabras de Franklin D. Roosevelt que precisamente en estos momentos adquieren especial significación: «La presidencia -manifestaba a los pocos días de su primera elección- no es simplemente un cargo administrativo. Eso es lo menos importante de ella. La presidencia es, ante todo, un liderazgo moral (moral leadership). Todos nuestros grandes presidentes fueron faros que orientaron el pensamiento cuando ciertas ideas tuvieron necesidad de un rumbo preciso en el discurrir histórico de la nación».
Obama ha sido, si duda, ese foco de luz que necesitaba el buen pueblo americano. Los que hemos conocido el «profundo Sur» de los años sesenta del siglo XX, o, incluso, la discriminación racial posterior en diversas zonas de aquel muy extenso territorio, tenemos que sorprendernos de ver en la presidencia a un ciudadano que no es de la raza blanca, al tiempo que experimentamos una gran alegría. Sólo los pesimistas no confían en el progreso humano. A veces aparecen obstáculos en el camino que parecen insalvables. Pero los seres humanos podemos conquistar un mundo mejor.
Los primeros pasos del presidente Obama han suscitado un cierto desencanto en sus más ardorosos partidarios. Pero es algo que sucede siempre en situaciones análogas. El académico Pedro Schwartz ha expuesto recientemente en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, que las políticas económicas y sociales de los dos primeros mandatos de Roosevelt (a partir de 1933) merecen más críticas que elogios.Insisto en la advertencia del profesor Kurland cuando considera el uniformismo que allí se impone, gracias hasta ahora al Tribunal Supremo y con la esperanza en la tarea de Obama: «Procurar que cada americano se parezca a los otros americanos».
La diversidad no es necesariamente mala en asuntos secundarios. La uniformidad ha de conseguirse en lo que es humanamente fundamental. Incluso dando el mismo tratamiento a los negros y a los blancos.
El inicio del mandato de un nuevo Presidente de los Estados Unidos de América, ha sido motivo de numerosos comentarios sobre lo que políticamente sucede allí. La singularidad racial de Barack Obama ha dado pie a opiniones diversas: la mayoría a favor del fin de la discriminación en la denominada «Casa Blanca», que ahora tendrá inquilinos con la piel de otro color.
Algunos de los expositores del sistema político estadounidense han llegado a afirmar que tal organización es «la mejor de las existentes en el mundo». Pienso que ese juicio de valor es discutible. Hay otros regímenes políticos europeos que también funcionan correctamente. Sin embargo, después del extraordinario acontecimiento del 20 de enero, con millones de asistentes afirmando la unidad de la Nación, sin la aparición en escena del lehendakari de Oklahoma ni de los otros gobernantes más o menos autonomistas, con el rezo de un Padre Nuestro que conmovió los ánimos de millones de telespectadores a lo largo y lo ancho del planeta, hay que colocarse, visto lo visto, en el lado de los que aseguran que aquel mundo es quizás mejor. ¿Cómo se alcanzó la apetecida meta? ¿Cuál es la evolución del régimen político que va a liderar Obama?
Sabemos que una gran crisis está conmoviendo los cimientos del edificio en el que ellos y nosotros veníamos habitando. Tal vez, por eso, se tiene que rememorar especialmente lo que se hizo para afrontar la difícil situación de los años 1929 y siguientes. Ante la grave situación de los acontecimientos, el federalismo dualista iniciado en 1880 desaparece entonces, poco a poco. El centralismo terminó por imponerse. El presidente Franklin D. Roosevelt tiene que emplearse a fondo para superar la depresión. A fin de llevar a cabo su política -habitualmente llamada New Deal- forma un equipo de expertos que acometen una reforma a fondo de la estructura socio-económica del inmenso país. En tres meses -los famosos «cien días»- el Congreso vota unas medidas luego discutidas. Se emplea una receta: «Crear las condiciones en las que las industrias privadas puedan desarrollarse con éxito». Se produce una auténtica «invasión oficial» de las instituciones situadas en el ámbito de las autoridades centrales. Las cifras hablan por sí solas: los gastos federales (o del Estado central) pasan de siete mil millones de dólares al comienzo del New Deal a nueve mil millones en el año fiscal que terminó el 30 de junio de 1940. Durante la II Guerra Mundial el presupuesto creció vertiginosamente. La cifra del gasto público para el año fiscal de 1982 fue de 688 mil millones. Y los miles de millones continuaron subiendo hasta que se llegó a afirmar que el Gobierno de la Unión «constituye la empresa autónoma más vasta del mundo». Contrasta ese gigantesco aumento de los recursos económicos del Presidente con la tesis mantenida en Estados Unidos según la cual es un régimen de equilibrio de poderes. Es la forma clásica de caracterizar la democracia norteamericana desde los días de su fundación.
Suele recordarse en los manuales que se utilizan en las escuelas, así como en algunos textos universitarios, la carta que John Adams envió a John Taylor en 1814: «¿Hay en la historia una Constitución con equilibrios más complicados que los nuestros? -pregunta Adams-. En primer lugar dieciocho Estados y algunos territorios contrapesan al Gobierno nacional; en segundo lugar, la Cámara de Representantes contrapesa al Senado, y éste a la Cámara; en tercer lugar, la autoridad ejecutiva contrapesa, en cierta medida, a la autoridad legislativa; en cuarto lugar, el poder judicial contrapesa a la Cámara, al Senado, al Ejecutivo y a los Gobiernos de los Estados; en quinto lugar, el Senado contrapesa al Presidente en todos los nombramientos para funcionarios públicos y en todos los tratados; en sexto lugar, el pueblo tiene en sus manos la balanza contra sus propios representantes por elecciones bienales; en séptimo lugar, las legislaturas de los diversos Estados contrapesan al Senado, por las elecciones seisenales; en octavo lugar, los electores contrapesan al pueblo en la designación del Presidente».
He ahí una descripción formalista que resulta desfigurada en la aplicación de las normas. La realidad jurídico-política es otra, con un Presidente por encima de las restantes instituciones. Se comete el mismo error que aquel en que incurren los que sostienen que España se configura ahora como un régimen parlamentario. Lo cierto es un presidencialismo encubierto aquí y uno descubierto allá.
El proceso de centralización no ha parado de intensificarse en Estados Unidos. El Tribunal Supremo, bajo la presidencia de Earl Warren, hasta 1968, y en la misma senda después, elabora una jurisprudencia progresiva que organiza la nación según un modelo oficial, bien resumido por el profesor de Chicago Philip B. Kurland: «Lo importante es que el Tribunal Supremo está cargando el acento sobre la uniformidad, sin preocuparse de la diversidad. Insiste menos en la protección de las libertades individuales que en procurar que cada americano se parezca a los otros americanos.» Ese régimen político, nominalmente federal, con una dominante tendencia centralista, es el que tiene que pilotar Barack Obama. Decimos «pilotar», en el sentido de «dirigir un buque», porque el Presidente asume allí esa importante misión. Hemos recordado alguna vez unas palabras de Franklin D. Roosevelt que precisamente en estos momentos adquieren especial significación: «La presidencia -manifestaba a los pocos días de su primera elección- no es simplemente un cargo administrativo. Eso es lo menos importante de ella. La presidencia es, ante todo, un liderazgo moral (moral leadership). Todos nuestros grandes presidentes fueron faros que orientaron el pensamiento cuando ciertas ideas tuvieron necesidad de un rumbo preciso en el discurrir histórico de la nación».
Obama ha sido, si duda, ese foco de luz que necesitaba el buen pueblo americano. Los que hemos conocido el «profundo Sur» de los años sesenta del siglo XX, o, incluso, la discriminación racial posterior en diversas zonas de aquel muy extenso territorio, tenemos que sorprendernos de ver en la presidencia a un ciudadano que no es de la raza blanca, al tiempo que experimentamos una gran alegría. Sólo los pesimistas no confían en el progreso humano. A veces aparecen obstáculos en el camino que parecen insalvables. Pero los seres humanos podemos conquistar un mundo mejor.
Los primeros pasos del presidente Obama han suscitado un cierto desencanto en sus más ardorosos partidarios. Pero es algo que sucede siempre en situaciones análogas. El académico Pedro Schwartz ha expuesto recientemente en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, que las políticas económicas y sociales de los dos primeros mandatos de Roosevelt (a partir de 1933) merecen más críticas que elogios.Insisto en la advertencia del profesor Kurland cuando considera el uniformismo que allí se impone, gracias hasta ahora al Tribunal Supremo y con la esperanza en la tarea de Obama: «Procurar que cada americano se parezca a los otros americanos».
La diversidad no es necesariamente mala en asuntos secundarios. La uniformidad ha de conseguirse en lo que es humanamente fundamental. Incluso dando el mismo tratamiento a los negros y a los blancos.
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