Por Jorge Edwards, escritor chileno (EL PAÍS, 09/11/08):
El martes 4 de noviembre, el de las elecciones en Estados Unidos, fue un día histórico y, aparte de eso, una jornada muy larga, que se prolongó, en este país tempranero, hasta las primeras horas de la madrugada.
A las siete de la mañana, desde mi ventana, vi filas de personas de diferentes edades y condiciones que caminaban rumbo al sur del distrito de Hyde Park, alejándose de la orilla del lago Michigan. Entre ellos había un hombre anciano con aspecto de sabio, de larga melena blanca, sombrero de playa encima de la melena, largo bastón lleno de curvaturas, pantalones blancos y chaqueta oscura. El hombre caminaba con brío, acompañado por una mujer joven, que parecía ser su nieta, en aras de un destino común: el de colocar su voto en una urna, o el de introducirlo en algún sistema electrónico, y contribuir en esta forma a cambiar el destino del país.
Los candidatos habían votado mucho más temprano, un poco antes de las seis de la mañana, y se esperaba la llegada de Barack Obama a Chicago en las horas que seguían. Cuando salí a mi oficina de la Universidad un poco después de las diez, tuve la impresión de que el barrio universitario se había quedado desierto, a la espera de que llegara la noche y empezaran a conocerse los resultados. En un parque cercano, el Parque Grant -llamado así en homenaje a uno de los generales victoriosos de la Guerra de Secesión, Ulises Grant, elevado después a la presidencia de la Unión en homenaje a sus servicios durante la contienda civil-, se había terminado de levantar un estrado, rodeado de banderas y dotado de un podio solitario en el punto central. Se calculaba que unos 70.000 partidarios de la candidatura de Obama, muchos de ellos parientes y vecinos suyos, además de multitudes de estudiantes de la universidad, cada uno con su respectiva entrada obtenida por Internet, es decir, en números calculados y bajo estricto control, se reuniría en la noche para la probable celebración o para un drama colectivo no anunciado.
Supe de la existencia de Barack Obama hace algún tiempo, a través de transmisiones de la televisión chilena, y me sorprendió en profundidad su oratoria: tranquila, perfectamente controlada, dotada de algo que podríamos definir como una pasión fría, con un gran dominio del lenguaje y con ideas claras, ambiciosas, entregadas en una síntesis rigurosa, personal, a veces hasta confesional, y sin entrar nunca en minucias. En mi curso de más de 20 alumnos, número alto en este país y en esta universidad, no encontré a nadie que no estuviera entusiasmado con la alternativa de Obama, salvo que los del otro lado guardaran silencio. A la vez, encontré en otros lados a estudiantes de buen nivel económico, de padres ricos, que hacían trabajos electorales a favor de la candidatura demócrata, comprometidos al extremo.
Alguien escribió lo siguiente en uno de los grandes diarios del país: que los padres de estos jóvenes, en sus clubes privados, hablarían de su voto republicano y obligatorio a McCain, pero que en el secreto de la cámara electoral, por acercarse a sus hijos, por preferir el cambio a un presente que los había enriquecido y que ahora, sin aviso previo, los arruinaba, por otro conjunto de razones, sin excluir la del amenazante calentamiento global, votaban por el otro, por alguien que su club jamás habría admitido.
Las razones del resultado electoral son muchas, conocidas, comentadas hasta el cansancio, agudizadas, llevadas a una culminación dramática, por la crisis económica, por la evidencia de una desregulación primaria, escandalosa, pero no me parece necesario insistir aquí en ellas. Prefiero tratar de mostrar el ambiente de anuncio, de expectativa, de esperanza a todos los niveles, de cambio de época.
Un analista político escribió que la Guerra de Secesión, la de Ulises Grant, justamente, y sobre todo la de Abraham Lincoln, había comenzado en los años sesenta del siglo XIX, con la separación de la Unión del Departamento de Virginia, que no aceptaba la liberación de los esclavos, y había terminado el martes 4, cuando Virginia, precisamente, contra todos los pronósticos, dio su preferencia electoral al candidato afroamericano. Parece una idea demasiado elaborada, un preciosismo intelectual, pero no carece de sentido, y es una demostración más de la lentitud con que procede la historia, fenómeno que los políticos y los intelectuales politizados tienden a olvidar con excesiva facilidad.
En el atardecer, los primeros resultados, al menos en los programas que pude sintonizar, favorecían a John McCain en votos electorales y beneficiaban a Obama en el voto popular, pero con diferencias muy estrechas. Hacia las nueve de la noche, sin embargo, que en el resto del país eran las diez o las once, la tendencia cambió en forma abrumadora, clara, imparable. Hasta que apareció un cartel en el centro de la pantalla, un aviso que parecía una falla técnica, una interferencia, puesto que no permitía seguir el desarrollo normal de la transmisión, y que decía: el señor Barack Obama es el cuadragésimo cuarto presidente de los Estados Unidos. La cámara se trasladaba, abandonaba el cartel más o menos hechizo, desconcertante, y enfocaba a la multitud reunida en el Parque Grant, a unas 20 o 25 cuadras de mi puesto particular de observación: caras que lloraban, o guardaban un silencio extraño, arrasadas por la emoción, por una irresistible incredulidad, o que saltaban y gritaban, en el paroxismo de la euforia. Hacía más de media hora, alguien había lanzado fuegos artificiales a cinco o seis casas de distancia de la mía, y mis amigos, un pequeño grupo que seguía las transmisiones en mi casa, pensó que era algún desorientado, pero los resultados le dieron la razón en forma retrospectiva.
Cuando Obama, al fin, avanzó con Michelle, su mujer, y de la mano de sus dos hijas, hasta la tarima de las banderas, y cuando se instaló en el podio, el momento tuvo un aire de irrealidad, de suspenso, de magia. Pero habló con la claridad, con la calma, con la pasión controlada que ya le conocíamos. Y sus primeros nombramientos revelan una línea seria: el presidente de la Universidad de Harvard, un antiguo secretario del Tesoro del Gobierno de Clinton, entre muchos otros. El Partido Demócrata tiene a los mejores profesionales, economistas, juristas del país, y el futuro presidente ya demostró que piensa recurrir a ellos. No sabemos qué hará y no creo que detrás de su notable discurso político exista un programa global muy elaborado. Alguien recuerda en la prensa que Franklin D. Roosevelt asumió la presidencia en 1932 y que la política del New Deal, el Nuevo Trato, sólo empezó a implementarse cuatro años más tarde, en 1936.
No es seguro, en buenas cuentas, que la presidencia de Obama sea una gran presidencia, al estilo de los periodos de un Abraham Lincoln o de un F. D. Roosevelt, pero es evidente que tiene la posibilidad cierta de convertirse en uno de los grandes presidentes norteamericanos, cosa que influiría en el resto del mundo y nos interesa a todos. No será nada fácil y tendrá que dedicar mucho tiempo inicial a la crisis doméstica, pero el hecho de que el éxito no sea imposible ya es mucho, ya es asombroso.
Tenemos, pues, que abrir los ojos y trabajar bien en nuestros países respectivos, ya que la salida será integrada, negociada, global, o no será. ¿Se puede comparar con las salidas de las obras literarias?, me preguntaron desde una radio española, y contesté naturalmente que no. Las novelas, las películas, las obras narrativas de todo orden, pueden terminar mal, pero elhappy ending, los finales felices, son necesarios en la vida política, y hay que perseguirlos a toda costa.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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