Por Justo Zambrana, subsecretario del Ministerio del Interior. Ha publicado El ciudadano conforme y La política en el laberinto (EL PAÍS, 19/11/08):
En los días que corren es difícil pensar en algo que no sea cómo salir del agujero en el que nuestra economía y la de otros muchos países comienza a entrar. El caos financiero, controlado por la masiva intervención de los Gobiernos, era la avanzadilla de un cambio de ciclo que se está materializando después. Las Bolsas de valores se desploman. El paro sube vertiginosamente, los consumos caen, y la actividad económica decrece. La crisis muerde en la economía real. Entramos en recesión. Una crisis que no es asimilable a las de los últimos 30 años y sí a las del siglo XIX y principios del XX, incluida la del 29.
No alcanzo a leer ninguna propuesta neoliberal o neocon pidiendo la inhibición de los poderes públicos y el restablecimiento dellaissez faire. ¿Alguna voz pide que dejemos al mercado arreglar por sí solo lo que ha desarreglado? Muy pocos son los que proponen contracción de lo público, al tiempo que se contrae lo privado (Aznar entre ellos). Las diferencias de mensaje que se perciben son entre quienes quieren un mínimo de intervención con marcha atrás -que algo cambie para que todo siga igual- y quienes piensan que es necesario recuperar el equilibrio entre lo político y lo económico roto en las últimas décadas. Cambio de modelo. Derecha e izquierda nuevamente.
Desde la izquierda, explícitamente, y desde la derecha, tácitamente, el grito es “vuelta a Keynes”. No es una situación nueva. El Partido Republicano gobernó EE UU (Eisenhower, Nixon) durante años aplicando un keynesianismo implícito. Enterrado en los años setenta, Keynes resucita, y neokeynesianos son varios recientes premios Nobel de Economía. Sin embargo, no en vano han transcurrido más de 70 años desde que Keynes publicara la Teoría General. Muchas cosas han cambiado desde entonces. Tres me parecen especialmente relevantes: una, el grado de globalización de la economía; dos, el stock de materias primas, y tres, los cambios en la morfología social.
Cuando el 14 y 15 de noviembre se reunieron en EE UU los jefes de Estado y de Gobierno del G-20, tenían ante sí un mundo disléxico: globalizado por las tecnologías y los mercados, pero con las instituciones amarradas al Estado-nación. El mercado y las tecnologías han corrido mucho más que la política. Una política a la que se le han venido escapando crecientes trozos de realidad. Frente a la globalización, en el mundo no hay menos países, sino más. Son las resistencias identitarias frente a los flujos de la globalización. A la vista de lo que ocurre en la Europa de los Veintisiete, más complejidad política.
El referente reiteradamente citado estos días es la conferencia de Breton Woods. Es comprensible el atractivo del símbolo, pero esperemos que la realidad sea otra. En Breton Woods las propuestas de Keynes salieron derrotadas y prosperaron las de White, mucho más conservadoras. La utilidad de los organismos creados fue importante pero limitada, y por no mucho tiempo. Desde finales de los sesenta, tanto el Fondo Monetario Internacional como el Banco Mundial sólo han sido relevantes, lo que no quiere decir beneficiosos, para los países en vías de desarrollo.
Ahora en la mesa no están sólo Estados Unidos y parte de Europa como actores decisivos, sino otros muchos, y lo que se necesita son instrumentos bastante más poderosos de lo que fueron y son el FMI y el Banco Internacional para la Reconstrucción y el Desarrollo (BIRD). Instrumentos con capacidad de intervención y control, que de llevarse a cabo suponen cesiones de soberanía. ¿Podrá hacerse lo que no se ha hecho en la ONU y que tanto trabajo cuesta en Europa, donde Reino Unido aún no ha ingresado en el euro?
El problema central para dar respuesta a la recesión económica que se entrevé en el horizonte surge de la fragmentación de los marcos políticos frente a la globalización económica. La solución keynesiana exige actuar sobre la demanda acentuando la propensión al consumo y el incentivo a la inversión. En crisis esto sólo lo puede hacer el Estado, y los Estados son muchos, dirigidos por políticos con ideologías muy diferentes y en situaciones socioeconómicas muy variadas. Pero no caben soluciones individuales. Ningún país puede alimentar su consumo y su inversión elevando su deuda pública si los demás, estando en la misma situación, no lo hacen a su vez. Estaría cavando su fosa. ¿Es posible una coordinación de medidas económicas entre los diferentes países similar a la que se ha producido en el ámbito financiero? Ése es el reto. Se necesita un cambio de modelo.
El segundo asunto, excesivamente obviado en los análisis circulantes, es el precio de las materias primas. Entre las teorías que pretendieron explicar los misteriosos ciclos económicos del capitalismo antes del año 29, una, la de Jevons, situaba el origen de las fases bajistas en las cosechas agrícolas. Una idea nada desdeñable en el siglo XVIII y parte del XIX. Keynes, con acierto, cambia en el Libro VI de su Teoría General cosechas por materias primas. La subida de precios de las materias primas hace bajar la tasa marginal de ganancia del capital y ello desencadenaría la fase descendente. Así comenzó la crisis de 1973. En la actual, el factor desencadenante ha sido, según la mayoría, el mercado hipotecario estadounidense y la burbuja inmobiliaria que le acompañaba. Creo que se olvida la galopada al alza de todas las materias primas, con el petróleo a la cabeza. El tema no es baladí. La incorporación de China, India, Brasil, etcétera, a las pautas de consumo de los países ricos, significa multiplicar por tres, como mínimo, el potencial de consumo. Iniciada la recuperación, las materias primas volverán a la escalada de precios, y dificultarán la misma. La rigidez de la oferta irá contra el resurgir de la demanda.
Queramos o no, esta crisis nos va a poner sobre el escenario varios de los problemas estructurales que marcarán el siglo XXI. Cambio climático, agotamiento a la vista de la energía de los hidrocarburos fósiles, límites ecológicos del planeta, etcétera. O sea, la sostenibilidad de nuestros modelos de crecimiento. Serán necesarios cambios tan profundos como difíciles. También en esto se necesita cambio de modelo.
Y finalmente la política. El keynesianismo acompañó durante los “treinta gloriosos” años de posguerra un predominio político de las ideas socialdemócratas. La Teoría General suponía conceder la primacía a la “economía política” sobre la “teoría económica” de la doctrina clásica. Esa primacía de la política encontraba eco en las texturas de la sociedad industrial. Hoy las pautas sociales en la sociedad informacional son muy otras. De las clases estructuradas para la producción hemos pasado al individuo ligado a los consumos, de apostar por el gran día futuro de los relatos ideológicos, a las exigencias del aquí-ahora. Las sociedades postmodernas son “sociedades del acontecimiento” donde sólo el Estado parece poder ser “el guardián de los relojes”.
La postmodernidad nació acompañada de un liberalismo tanto social como económico en el que se mezclaban Adam Smith con Mayo del 68. Pero a los neoliberales pronto le sucedieron los neocon y el liberalismo económico extremo ha ido de la mano de fundamentalismos religiosos y el conservadurismo más rancio. A los 30 “gloriosos” y keynesianos años de posguerra le han sucedido otros 30 de hegemonía liberal-conservadora. Keynes y Kant bajaron a las catacumbas mientras Friedman y Nietzsche campaban por sus respetos. Muchos pensaron que las sociedades dispersas, ligadas al consumo y la información, serían ya siempre juguetes en manos de los mercados sin capacidad de reacción política. Las elecciones americanas acaban de demostrar que las miríadas de individuos-consumidores también son capaces de imponer los valores de la racionalidad política. Una vez más, donde surge el peligro allí está la salvación.
El mundo inercial que nos proponían los augures del fin de la historia ha tenido un recorrido corto. Lejos de toda grandilocuencia refundacional hay mimbres para recuperar el equilibrio entre la política y la economía, que siempre fue la mejor característica de las democracias liberales. Cambio de modelo. Que algo cambie para que todo cambie.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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