Por Monika Zgustova, escritora (EL PAÍS, 21/11/08):
Unos días después de la captura del criminal de guerra serbio Radovan Karadzic, en un periódico español apareció la descripción de las reacciones de los vecinos de Belgrado. La enviada especial Tamara Djermanovic, profesora serbia residente en Barcelona, informó en su crónica que pocos fueron los que se inmutaron ante el acontecimiento. Aparte de algunas reacciones del tipo “así somos los serbios, vendemos como carne de cañón a nuestra propia gente”, nadie pareció sentirse afectado por el hecho de que el acusado de matanzas como la de Srebrenica pudiera por fin ser juzgado. Mientras que en Occidente la noticia de su captura se comentó largamente, los serbios aparentemente no se inmutaron. A la pregunta directa de Tamara sobre el tema, una amiga suya, arquitecta, le contestó vagamente: “Ah, ¿Karadzic? Aún no hemos tenido tiempo de comentarlo en el trabajo”. En su crónica, Tamara transmitió el convencimiento que tienen la mayoría de los habitantes de Belgrado de no tener nada que ver con lo ocurrido en Bosnia en los años noventa.
Sin duda es esta apatía la que permite que el antiguo portavoz del Gobierno de Milosevic continúe ocupando un lugar destacado en su país: es ministro del Interior del actual Gobierno de Belgrado. Y permite, además, que un asesino de masas como Karadzic pudiera llevar, aunque disfrazado y con nombre cambiado, más de una década en la capital de su país sin ser reconocido por sus vecinos ni sus pacientes, sin ser descubierto por sus conciudadanos y llevado ante la justicia. Si al oficial nazi Eichmann lo descubrieron, también disfrazado y con nombre falso, una década después de haberse instalado en Buenos Aires, es porque los servicios de inteligencia israelíes realmente se empeñaron en capturarle, mientras que los servicios serbios tenían a Karadzic localizado -en las salas donde daba sus charlas bajo seudónimo solía haber más agentes que público- y sólo esperaron el momento idóneo para venderlo a la Unión Europea a cambio de la invitación a entrar en el club.
Tras la entrega de Karadzic a La Haya, los medios serbios siguen divulgando toda clase de anécdotas relacionadas con su disfraz. Las risas de cuantos viven en Belgrado ante esas anécdotas son del mismo orden que la apatía que describió Tamara: desvían la atención general para ocultar la responsabilidad colectiva.
Las risas y la indiferencia, con las que los serbios disfrazan su responsabilidad, no es una especialidad de aquella parte de los Balcanes, según explicaba Tamara, con un sentido autocrítico digno de remarcar. Es una autodefensa colectiva que suele producirse en cualquier parte tras un cataclismo o un periodo de tiempos oscuros. De modo parecido a los serbios, también los pueblos que experimentaron el comunismo siguen sin querer asumir su parte de responsabilidad por su pasividad durante los largos años de totalitarismo. La popularidad del ex presidente de la República Checa Václav Havel cayó en picado tras su discurso sobre la culpa colectiva del pueblo checo. En uno de sus últimos discursos como presidente, Havel sentenció que cualquiera que se habituó a las exigencias del totalitarismo y en vez de protestar y enfrentarse a ellas se dejó llevar por ese régimen era culpable ante la sociedad. Y hablando de responsabilidades, también Europa y los europeos tendríamos que asumir la nuestra en conflictos como el de los Balcanes. Reconocer la responsabilidad, tanto individual como colectiva, es al fin y al cabo un acto de libertad.
“Los alemanes viven de la mentira y de la estupidez. ¡Y cómo hiede esta última!”, exclamó, a su regreso a Alemania tras 13 años de ausencia, la filósofa alemana de origen judío Hannah Arendt, exiliada, después de la llegada de Hitler al poder, primero en París y luego en Nueva York. Arendt le contaba a su marido en una carta que los alemanes recurrían a cualquier truco, ya fuera la autocompasión o la actividad frenética, para evadirse de su culpa por la destrucción de media Europa y por la sistemática eliminación de los judíos. Así, poco después de la guerra, Arendt observó que muchos intelectuales alemanes en vez de buscar en los nazis, o sea en su propia nación, los motivos de la destrucción, recurrían a la abstracción o a la mitología: el mito sobre Adán y Eva y su expulsión del paraíso era especialmente popular para disfrazar su culpa. También Karl Jaspers, al interrogarse sobre la culpabilidad alemana tras la guerra, concluyó que nadie era inocente, ya que cada individuo es responsable de la forma en que su Estado es gobernado y un Estado criminal pesa moralmente sobre el pueblo.
Hoy somos muchos los ciudadanos europeos que, de una forma u otra, con mayor o menor intensidad, hemos vivido bajo regímenes totalitarios, entre ellos españoles, portugueses, griegos y todos los originarios de los países del antiguo Pacto de Varsovia.
En el caso de España, la posiblemente necesaria amnistía de 1977, que liberó a los opositores al régimen franquista, llevó también a que nadie fuera juzgado por sus actos durante la dictadura del general Franco. Por ello, quedan aún muchos hechos por sacar a la luz. Hasta un cierto punto es comprensible: las heridas de una guerra civil son hondas y cicatrizan muy lentamente. Es cierto que ninguno de los mencionados países que ha sufrido una dictadura había pasado, como los españoles, por la dantesca experiencia de una guerra civil. Pero un día hay que conocer el propio pasado, reflexionar sobre él y, tras debatirlo, aproximarse a los hechos acaecidos en uno y otro bando. Al igual que los alemanes, que pasaron décadas llevando a cabo un examen de conciencia, también cada español debería reflexionar sobre su actuación durante el régimen franquista. Sólo así se puede llegar a una sociedad madura.
Sí, todos debemos reflexionar sobre las razones por las que malvivimos tantos años bajo dictaduras. Porque una sociedad que permite que un poder dictatorial o totalitario la someta durante décadas es una sociedad enferma, como lo es también una sociedad como la serbia, que permitió que su Gobierno cometiera crímenes en un país hasta hacía poco hermano. Y los bacilos de esa enfermedad pueden anidar aún en el cuerpo social y en cada uno de nosotros. Por ello es necesario conocer lo que pasó y reflexionar sobre ello. Ninguna enfermedad se cura con el olvido.
Para ocultar su culpa y su vergüenza, los pueblos suelen ponerse distintas máscaras. La oferta es rica y variada. Una de las más eficaces es la máscara de la anécdota y la risa, a la que recurrieron los serbios. Otra es la careta de la confusión: enredando los hechos, las colectividades crean confusión e inventan distintos frentes de batalla, antes inexistentes, para ocultar así lo cometido. Aún otra es la de tergiversar los hechos incuestionables de una dictadura o una guerra y (como según Arendt hicieron los alemanes) transformar esos hechos tangibles en meras opiniones, algo muy parecido a lo que algunos intentar hacer en España. Otra (la de los checos) es la de lanzar venenosos ataques contra cualquiera (Havel) que se atreve a señalar esos hechos. Sumirse en la autocompasión y el victimismo es una máscara muy útil, además de cómoda, al igual que la de buscar la completa evasión en la vida privada, en ese descanso en las relaciones interpersonales, en el encierro en lo individual y en la indiferencia hacia los hechos del mundo.
Sin embargo, el olvido no limpia la conciencia ni allana el devenir colectivo: llevar una máscara durante largo tiempo llaga la piel. Algo parecido le ocurre a una sociedad si oculta la propia culpa en un intento de liberarse de ella olvidándola. Las sociedades y sus ciudadanos debemos asumir colectiva e individualmente la responsabilidad de lo que hagan o hicieron nuestros Gobiernos. Es éste uno de los actos mayores de la dignidad humana.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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