Por Manuel Jiménez de Parga, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (ABC, 14/11/08):
En los años en que yo preparaba las oposiciones para la cátedra de Derecho Político tuve noticia de una sentencia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos de América que me llamó la atención. Era una sentencia del 17 de mayo de 1954 por la que se consideraba contraria a la Constitución una doctrina que venía afirmándose y repitiéndose en el Alto Tribunal desde 1896, a lo largo, pues, de medio siglo. «Separados, pero iguales» era la respuesta a las pretensiones de los negros de no ser discriminados. El presidente del Tribunal Earl Warren consiguió un rechazo por unanimidad de aquella tesis. A partir de 1954 la separación es, por sí misma, una desigualdad.
Pero la nueva postura del Tribunal Supremo no puso fin a la discriminación racial. Es cierto que algunos comentaristas, como E. Cushman, consideraron que la decisión de Warren y sus compañeros fue «el fallo de mayor significación social e ideológica en toda la historia del Tribunal». Las bellas palabras se las llevó el viento.
Estos días se ha recordado algunos de los tristes sucesos posteriores a la sentencia de 1954: el caso de Rosa Parks, el 1 de diciembre de 1955; los linchamientos de negros, como el reciente del músico James Byrd, en 1998; o los enfrentamientos sangrientos con decenas de muertos de raza negra en Birmingham (Alabama) el 10 de diciembre de 1962, en Harlem y Brooklyn el 18 de julio de 1964 o en Los Angeles en 1965. Y como un crimen inolvidable el asesinato de Martin Luther Kina, Jr., el 4 de abril de 1968. La llegada de Barack Obama a la presidencia no ha estado preparada por el entendimiento entre los ciudadanos norteamericanos de distinto color de piel. Ni siquiera por un apaciguamiento en el Sur del inmenso país. Se trata, por ello, de un hecho histórico, de extraordinaria significación y gran alcance. (A veces se abusa de la denominación «hecho histórico», pero en este caso la considero apropiada).
Al seguir el proceso electoral y saber que era posible que un ciudadano negro llegase a ocupar la Casa Blanca, ha venido a mi memoria lo que viví en 1964, luego -claro- de la sentencia de Warren, en el Piedmont Driving Club de Atlanta, capital de Georgia y corazón del Sur.
El 1964 era un año electoral. Pocos meses antes había sido asesinado el presidente Kennedy. El Departamento de Estado me invitó a seguir la campaña, con asistencia a las Convenciones de San Francisco (la republicana) y de Atlantic City (la demócrata). Entre una y otra quise conocer de cerca el profundo Sur, donde la discriminación de razas era notoria. Pensé que se exageraba por algunos críticos de la democracia norteamericana, pero, lamentablemente, la situación era peor de lo que yo suponía.
El Ayuntamiento de Chicago había establecido un servicio público especial -Commission on Human Relations- para colaborar en la solución pacífica y armoniosa de las tensiones entre las diversas razas. Otras grandes ciudades -del Este, del Medio Oeste y del Oeste- contaban con departamentos parecidos. En la oficina municipal de Chicago me despidieron con estas palabras: «Cuando llegue usted al Sur advertirá que allí los problemas raciales se enfocan de otra forma. Aquello parece un país diferente. Y todo está confuso. Los sureños blancos no entienden nuestros esfuerzos para acabar de una vez con esta guerra entre americanos por un motivo tan accidental como es el color de la piel».
El viajero que llega a Atlanta no debe caer en la trampa. Las apariencias de las ciudades enmascaran en ciertas partes -tanto en los continentes nuevos como en los viejos- el infradesarrollo social de una mayoría que en ellas habitan. Un sociólogo asegura que los mejores hoteles se encuentran siempre en las naciones proletarias.
La cena del primer día en Atlanta había sido prevista en el Piedmont Driving Club. Mis anfitriones formaban un matrimonio mixto -hombre de negocios y mujer intelectual- que pasaba temporadas en Europa. El ambiente era de antes de algo. No sé si de antes de la revolución, antes de la guerra civil, o de antes de la guerra mundial.
Todos los resortes profundos del profundo Sur comenzaron a poner en marcha la pasión de mi anfitrión. No sólo me dijo que no, sino que comprendí que había cometido una indiscreción. Algo como preguntar en Inglaterra la edad a una señora.
«Aquí no hay negros, ni permitiremos nunca que entre ninguno -me repitió varias veces el señor indignado-. ¡Sólo faltaba eso en nuestro club!»
-Vea usted mismo -me dijo este interlocutor del Sur, al que involuntariamente había ofendido- lo que afirma Putnam.
En la página que tengo delante, leo: «Una nación confiada e ingenua ha sido inducida a error por diversos grupos minoritarios, que le han hecho creer que los negros tienen las mismas condiciones naturales para la civilización occidental que los blancos. Mas es indiscutible que los negros carecen de tales dones naturales y que su integración social engendra inevitablemente un perjuicio».
No se me ha olvidado lo que pude comprobar en aquella cena en un lujoso Club de Atlanta. Hechos posteriores, como los reseñados antes, pusieron sobre el tapete de nuestras preocupaciones el problema de la segregación racial. Caminamos hacia delante, pero el horizonte no está aún completamente despejado. Barack Obama lo ha dicho: «Nunca he sido tan ingenuo como para creer que podemos ir más allá de nuestras divisiones raciales en un solo ciclo electoral o con una única candidatura. Ahora bien, lo que sí he aseverado es mi firme convicción, una convicción enraizada en mi fe en Dios y en mi fe en el pueblo de Estados Unidos, de que si trabajamos unidos podemos superar algunas de nuestras viejas heridas racistas».
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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